Hace unos días, Máximo Huerta lanzaba un pensamiento "intenso y profundo como un puñal". Mientras le daba a su madre las pastillas necesarias para mantener su corazón en orden, se preguntaba quién haría eso por él, quién le cuidaría como años atrás su madre había cuidado a su abuela y su abuela, a su bisabuela. Sin hijos, "La cadena se para aquí. En mí. Fin".
La reflexión del escritor es la consecuencia natural de lo que, año tras año, revela la estadística: la población mayor crece y los nacimientos disminuyen. El gráfico poblacional, antaño con forma de una pirámide cuya base estaba formada por la población más joven y la cúspide, por la más mayor, hace años que tiende al cuadrado, con una zona muy nutrida compuesta por los mayores de 40 años. Según datos del INE, el grueso de la población está formado por los ciudadanos entre 40 y 64 años. Como curiosidad, en la gráfica los niños entre 0 y 14 años ocupan, prácticamente, el mismo espacio que las personas de 70 a 80 años.
Esta nueva disposición demográfica revela dos cosas: el reemplazo de quienes disfrutan hoy de una pensión es muy justo (los analistas con peores expectativas aseguran que es insuficiente) y los nacimientos son cada vez menos. El mismo INE señala que en 2023 (estimación provisional) hubo un total de 322.075 nacimientos en España, lo que supuso un descenso del 2,0% respecto el año anterior (6.629 menos). El número de nacimientos continúa así con la tendencia a la baja de la última década, sólo interrumpida en 2014.
Por su parte, el índice de Fecundidad (número medio de hijos por mujer) es de 1,16. Dicho de otra manera, de cada 10 mujeres, solo 1,16 tiene un hijo. Con menos hijos, ¿cómo van a articularse los cuidados que, de una u otra manera, todos vamos a necesitar? Si la primera pregunta es cómo, la siguiente, no menos importante, es dónde.
Los datos cuantitativos de distribución de la población no son halagüeños, pero los cualitativos no son mucho mejores. La sociedad entera está inmersa en una gigantesca carrera de la rata en la que la mayoría del tiempo se va a en tener un empleo con el que poder pagar todo lo que necesitamos o creemos necesitar.
En esa carrera, apenas queda tiempo para otra cosa que no sea dormir (poco) y trabajar (más de ocho horas, sobre todo en las ciudades donde hay grandes desplazamientos). En el tiempo que queda entre una y otra cosa, es difícil poder practicar algún tipo de cuidado, ya sea a nosotros mismos, a nuestros hijos, en el caso de tenerlos, o a nuestros mayores.
Esta realidad tiene un impacto en la dinámica de la familia tal y como se entendía: ni los jóvenes está acostumbrados a convivir y atender a sus mayores ni los mayores reciben las mismas atenciones que hace unos años. "Tengo 70 y a nadie parece importarle que viva solo. Con una pensión modesta y el coste de la vida cada vez más alto, me veo de 'homeless' (sin hogar)", explicaba hace tiempo en The Atlantic una persona que veía cómo su vida conocida se iba por el desagüe a medida que sus descedientes crecían y él envejecía.
Desde hace años, van surgiendo alternativas para paliar esta pérdida de calidad de vida. La primera es muy conocida en los países anglosajones: se llama 'downsizing' (literalmente, 'disminuir de tamaño') y consiste en vender la casa familiar y recalar en alguna otra residencia más pequeña o, al menos, en un entorno más asequible, pero dotado de buenos servicios. El acuerdo consiste en perder metros para ganar funcionalidad y recursos económicos.
Otras soluciones pasan por la hipoteca inversa o la nuda propiedad. En ambos casos, la casa familiar es el bien con el que se consigue un dinero extra a cambio de una venta pactada cuando ya no estemos, normalmente a menor precio que el valor del mercado. En muchos casos, la pérdida económica compensa al propietario por disfrutar de unos años con más capacidad económica.
También es posible mantenerse en casa, cuando ya no hay hipotecas pendientes, o cambiar de entorno hacia una Ciudad amigable con los mayores. El hecho de que cada vez haya más personas de edad viviendo solas, y en algunos casos, desprotegidas, ha impulsado esta Red creada y coordinada por la OMS a nivel mundial y gestionada por el IMSERSO en España.
Nuestro país cuenta con 255 urbes acreditadas como inclusivas y adaptadas a las necesidades de los mayores. El País Vasco es la autonomía con más ciudades amigables (49), seguida de la comunidad valenciana (29) y Cataluña (28). En la parte baja de la clasificación, La Rioja (1), Baleares (3) y Murcia y Castilla-La Mancha (4).
Rondando los 60, a punto de jubilarse y en su mayoría solteras, un grupo de amigas del malagueño barrio de la Victoria se juntaron con un plan: envejecer juntas en comunidad, cómodamente, pero sin perder su independencia. Así nació el primer cohousing, una forma de vida en cooperativa que ya entonces resultaba utópica. Treinta años después, la idea de tomar las riendas del propio envejecimiento sigue resultando revolucionaria, aunque poco a poco comienza a implantarse.
El cohousing es un modelo de vivienda colaborativa que parte de un grupo de personas interesadas en crear un proyecto de vida juntos, ya sea un cohousing intergeneracional (de todas las edades) o un cohousing senior (de personas mayores). Esta forma de vivir implica estrechar las relaciones entre las personas, además de suponer un ahorro por los servicios y espacios compartidos. Supone una alternativa al modelo imperante de las residencias, que tras el golpe de la pandemia, reclama un rediseño.
Casi todos los estudios muestran que las personas mayores prefieren envejecer en sus casas, ya sean en las que siempre han vivido o en nuevos espacios adaptados a sus necesidades. Las residencias no son la primera opción, pero sí pueden ser una alternativa cuando hay problemas de salud, especialmente si la enfermedad nos hace dependientes.
Hace años que redefinir las residencias es urgente, algo que fue palpable durante la pandemia. Para la arquitecta Paz Martín, experta en envejecimiento, opina que el modelo de residencias que tenemos en España ha quedado obsoleto: "Son como islas de desesperación". Para la experta, una residencia tendría que ser más flexible y favorecer la autonomía de sus usuarios, más allá de la clásica figura del cuidador y de la dinámica de hospital de muchas de ellas. El coste económico es el otro gran tema. La economía de mercado ha entrado por la puerta grande en el negocio de los geriátricos, de manera que las opciones no concertadas con ayuntamientos y comunidades autónomas alcanzan precios prohibitivos.
Posiblemente, la clave de quién cuidará a los mayores en una sociedad cada vez más longeva tiene que ver con los cuidados que demanden esos mayores. Practicar ejercicio físico, cuidar la dieta, dormir bien y mantener unas relaciones sociales y familiares de calidad son las recomendaciones del llamado envejecimiento activo. Este estilo de vida aleja las enfermedades asociadas a la edad y propicia la deseada independencia.
En los santuarios de longevidad, las zonas azules del planeta con mayor número de centenarios, sus habitantes recrean este modo de vida de manera natural. Siguen viviendo en sus casas, se mantienen activos y se sienten vinculados a su red de apoyo, las personas de su entorno, ya sean de su edad o más jóvenes. La lección que proporcionan estos santuarios es que una vida larga se consigue con la participación de toda la comunidad, más allá de los lazos familiares. Incluso en algunas de ellas, como Okinawa, los mayores crean un fondo económico comunal para poder ayudar a los suyos cuando hay una necesidad acuciante.
Volvemos a la pregunta inicial: ¿quien podrá cuidarnos en nuestra vejez? Según apuntan los paraísos centenarios, no será el hijo que no tenemos o el descendiente ausente, sino las personas que a lo largo de nuestra vida hayan sido significativas y tengan la voluntad de cuidar a los que tanto les han querido.