Como desconoces qué harás, es normal que dediques tiempo a recordar qué hiciste. Algo es algo. No sabes ni qué darías por repetir incluso viejas tonterías sin importancia. Entre la ansiedad, la falta de vínculo social, la irrealidad, el miedo, las pérdidas, eliges la nostalgia. En este momento, el pasado es la puerta fácil, y como estás recluido y harto, huyes a través ella a la mínima. También es la única puerta abierta, dilo. De pronto, casi todo lo que recuerdas te resulta maravilloso. No lo sabías hasta ahora, claro, cuando el presente se muestra teñido de negro. Ya no digamos lo que venga después. Hace unos días, en un grupo de WhatsApp –imposible decir cuál– una prima comentó que el mejor momento de su vida fue cuando se rompió un brazo a los nueve años, y oyó como hacía crack al caer en el parque, y a partir de ahí comenzó lo que llamó gran odisea de la escayola. "Ojalá pudiese rompérmelo otra vez hoy, y por varios sitios; significaría que andaría por la calle". A qué punto estamos llegando, pensé en gerundio.
Recordar las cosas como eran antes del encierro, con sus defectos, hoy te insufla una espontánea esperanza. Te curaste de los sueños fatuos y demasiado ambiciosos. Dadas las circunstancias, la vía sublime es poco realista. Te bastaría con volver a disfrutar de las cosas viejas, incluidos los defectos de siempre, y hacer lo que hacías antes vulgarmente, y que entonces no apreciabas porque la normalidad desgasta, y te parece que las rutinas sobre las que se asienta en parte hacen de tu vida algo anodino. Ahora descubres que no. Ahora resulta que la rutina, perdida de golpe, era bienestar, y lo que llamabas normalidad, casi aventura. "Quiero repetir" podría ser un lema para los nuevos tiempos, que te conformarías con que fuesen los viejos. Estamos animados a pensar que vendrá una época extraña, por no decir horrible, así que la idea de que las cosas volviesen a ser simplemente como antes nos pondría contentísimos.
¿Y cómo eran? Ahora mismo, como acabo de decir, maravillosas. No importa si algunas de ellas en realidad eran bastante horribles. Inesperadamente, las horribles también te gustan, como el día que te rompiste el brazo en el parque, o te rayaron el coche en el aparcamiento de la playa, o no te respondieron un coreo electrónico, o hiciste una desesperante cola para entrar en la Uffizi, o no conseguiste mesa en el restaurante. Estamos en fase de descubrir lo felices que éramos sin saberlo cuando gastábamos el tiempo haciendo pequeñas cosas sin importancia que ahora no podemos ni soñar. Somos millones los que no le pediríamos nada a la vida, salvo lo que ya era nuestro, la vieja normalidad. Quedar a cenar y mamarse sin querer. Fumar solo, en el portal. Salir a comprar un libro y al final no comprarlo. Esperar en un semáforo. Conocer a un desconocido. Mirarte en los escaparates, mientras caminas, para comprobar que estás decentemente peinado –nunca se está bien peinado– o que el cuello de la camisa no está torcido. Discutir en el supermercado. Cambiar un vestido por una talla menos. En fin, la vulgaridad de ayer, todo aquello que creíamos que nos robaba tiempo para disfrutar de la gran belleza.
*El titular 'Melancovid', de la publicación francesa Liberation, inspira este artículo.