Diario de un velero en el Mediterráneo: "Ahora soy el amo absoluto de mi vida"
Dos matrimonios sexagenarios que se lanzan a navegar un mes por el Tirreno
Esto no es un guía de viaje. Tampoco un cuaderno de bitácora. A nuestro colaborador le pedimos una crónica de los días con sus noches, más de treinta, lanzado a navegar por aguas del Mediterráneo. No va solo. Lo acompañan su esposa y otro matrimonio amigo. Muy amigo. Todos superan las seis décadas y van a bordo de un velero de 14 metros. Los pensamientos, los lugares, las conversaciones, las copas de vino, las calas y las catedrales, las gaviotas y los delfines, los giros del viento y los golpes de ancla contra el fondo del mar son el aparejo de este relato. Crónica y experiencia propia.
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Esa mañana pensé en usar mi camisa preferida, la que compré en Ghana. Es fresca y muy colorida. Inconfundiblemente africana. La compré porque desde que la vi pensé que sería imposible no sentirse feliz vistiéndola. Y ésa era una tarde que pintaba para ser especialmente feliz. Hacía no más de una hora que habíamos atracado en uno de los puertos deportivos de Siracusa y ya estaba yo por entrar en su Catedral. Con una magnífica fachada barroca, sin embargo, oculta en su interior los restos mejor conservados, columnas y muros, de uno de los templos griegos más importantes de la antigua Ortigia, el templo de Atenea, construido en el siglo V a. C.
De manera que, después de observar un rato la increíble fachada, muy entusiasmado atravesé la puerta de la Catedral. No me sorprendí con lo primero que vi porque ya sé que los tiempos han cambiado y ahora, lo que se encuentra a la entrada de estos lugares sagrados es la mesa donde le cobran a uno la entrada. Así que mantuve mi entusiasmo incólume, ocupé mi lugar en la fila y me dispuse a pagar mi parte y disfrutar del espectáculo.
Lo que sí me sorprendió fue ver que el encargado del cobro era un chico negro. Cuando llegó mi turno, como si me hubiera estado esperando, me dijo en inglés: "esa camisa es africana". "Sí", contesté, "la compré en Acra". "Yo soy ghanés", me dijo, y espontáneamente nos dimos la mano. De inmediato, con una sonrisa cómplice me indicó que entrara sin pagar. No creo que con eso hayamos cometido un pecado que Dios nos vaya a tener en cuenta.
Habíamos tardado dieciséis días para llegar a Siracusa desde Roma, aunque debería decir "nos habíamos tomado 16 días". Es imposible apurarse cuando se navega desde Roma hacia el sur por el Tirreno, dos parejas, en un velero de 14 metros. Zarpamos de Roma el 2 de mayo, y nuestro primer destino fue la isla de Ponza. Luego, dependiendo del tipo de suelo, de los vientos reinantes y de la protección que ofreciera la naturaleza en forma de bahías o calas, fondeamos (dejar el barco sujeto al fondo mediante el ancla) o atracamos (usualmente, asegurar el barco al muelle de un puerto) en distintos pueblos y ciudades, tanto de la costa sur de Italia sobre el Tirreno como en algunas de sus islas.
Hicimos noche en Ventotene, Capri, Agropoli, Maratea, Tropea, Estrómboli, Panarea, Lipari, Vulcano y Regio de Calabria. Visitamos esas poblaciones mágicas, cada una con sus atracciones, desde el restaurante La Cambusa de Maratea hasta los espectaculares Bronces de Riace en Regio de Calabria, dos estatuas griegas del siglo V a. C. de bronce en perfecto estado de conservación que fueron encontradas en el fondo del mar, a trescientos metros de la costa, en el año 1972.
Pero antes de continuar describiendo nuestras singladuras conviene que declare algunos detalles que van a poner las travesías en perspectiva. Empecemos con los números (para sacarlos del medio). Con respecto a las edades de los marineros no abundaré en detalles que para los jóvenes carecerían de significado y para los viejos serían innecesarios. Sólo diré que los cuatro tripulantes somos felices sexagenarios. Lo de felices tiene mucho que ver con que somos amigos de décadas y con que ya no necesitamos someternos a absurdas normativas sociales, sobre todo a las que mandan entregar cuarenta horas de vida, de lunes a viernes, semana tras semana.
Los cuatro siempre fuimos de escatimar la venta de nuestro tiempo y de escaparnos, y creo que por eso somos buenos navegantes, pero ahora ya somos amos absolutos de nuestras vidas. Esto último, lo de amo absoluto de la propia vida, me animaría a postularlo como una definición sentimental de la navegación a vela. Cuando uno está viviendo en el mar se siente libre, quizás más libre que en ningún otro lugar, pero al mismo tiempo tiene la conciencia permanente de la naturaleza, del poder del viento, de la profundidad del agua, muchas veces insondable con los equipos de un barco pequeño, y de la majestuosidad insuperable del cielo abierto.
Sé que estoy narrando sin respetar un hilo conductor, noto que empiezo a contar los lugares que visitamos y paso a hablar de las condiciones previas del viaje (es decir, de la edad); que cuento una anécdota, pero después me salto a comentar acerca de la naturaleza, del mar y del cielo. Y es que así es la experiencia de navegar a vela. Uno va sentado en la cubierta siempre atento al rumbo, al viento y a lo que puede presentarse alrededor, desde un repentino cambio en la dirección o la fuerza del viento, hasta la boya que dejaron unos pescadores para marcar el punto en que cuelga su red porque es necesario evitarla con cuidado para no interferir y para que no vaya a enredarse en le hélice del barco, pero al mismo tiempo no se puede dejar de mirar y mirar el mar, siempre distinto, siempre nuevo.
Sentados en cubierta avanzando sobre el mar, sólo se oye el runrún del viento y el jugueteo de la proa que se hunde rítmicamente en el agua para volver a levantarse como si a cada instante tuviera necesidad de refrescarse con un pequeño chapuzón y enseguida emerger a tomar aire. Y no importa que sepamos que, en realidad, vuelve a levantarse en prosaico cumplimiento del principio que el viejo Arquímedes formuló aquí mismo en Siracusa hace ya cerca de 2.300 años.
Navegando así, digo, que se acerquen unas gaviotas a pedir comida o que unos delfines compartan nuestro rumbo por unos minutos jugueteando delante de la proa, alcanza para que en alguno comience a despuntar una atmósfera filosófica y haga comentarios sobre la fragilidad de los empeños humanos comparados con la armonía que los animales parecen saber mantener con lo que los rodea, y cosas por el estilo que uno no comentaría conduciendo a 120 kilómetros por hora por una autovía. Y es que la navegación tiene eso: que uno empieza a sentirse más en sintonía con lo que lo rodea y con los que lo rodean y, entonces, uno piensa en tanto apuro, tanta televisión y tanto Facebook, y no sabe si decir que viviendo en el mar se está "humanizando" o si sería más justo y enorgullecedor decir que se está "animalizando".
Una tarde, mientras con una notable aquiescencia de Eolo, el Señor de los Vientos, navegábamos hacia Marina di Ragusa, casi en el extremo sur de la isla de Sicilia, nos encontramos lanzados a una de esas divagaciones. El sol ya iba cayendo y no podíamos quitar los ojos de los infinitos tonos de arrebol con que pintaba las nubes. Una de las mujeres de nuestro pequeño grupo empezó a narrar la leyenda que acompaña al que posiblemente sea el icono principal de la famosa cerámica colorida de Sicilia.
Durante los días anteriores, nos había llamado la atención una figura que no falta en ninguno de los lugares de venta de cerámica en toda Sicilia, y ella había averiguado el origen. Se trata de una maceta, generalmente de cerámica brillante sumamente colorida, que tiene el tamaño y la forma de una cabeza humana, en concreto, la cabeza de un apuesto joven ataviado como árabe que asemeja un príncipe de Las mil y una noches.
La historia es la siguiente. En el año 831, árabes aglabíes del norte de África invadieron y tomaron Palermo, convirtiéndola en capital de su nueva provincia en Siracusa que arrebataron a los bizantinos. La leyenda cuenta en Sicilia que en algún momento de los casi cien años que duró el dominio aglabí, un bellísimo joven árabe pasó por una calle en la que se lucía un balcón poblado de flores y plantas inigualables. Se detuvo a observarlo y comprobó que la dueña del balcón era una hermosa muchacha palermitana, de la que se enamoró de inmediato, le declaró su pasión y fue correspondido. Vivieron un amor profundo.
Sin embargo, después de un tiempo, la joven supo que el árabe preparaba su retorno a África para reencontrarse con su mujer y sus hijos. Ella guardó silencio y, cuando él dormía, le cortó la cabeza que de inmediato acomodó en su balcón como maceta. La muchacha se acercaba a ella todas las tardes y sobre ella derramaba sus lágrimas. De la maceta brotó la albahaca más espléndida que se haya visto jamás en Sicilia. Desde entonces, en toda Sicilia la gente valora y encumbra las macetas de cerámica colorida que siguen representando la cabeza del desafortunado joven árabe.
Nos quedamos un poco en silencio, como para que la historia terminara de asentarse en cada uno, y nos servimos un trago para reconfortarnos. Como cualquiera que navegue sabe, el tiempo en el mar facilita la reflexión, y la reflexión tiende a convertirse en palabras cuando uno está entre amigos. Los tragos también ayudan. Así que empezamos por considerar que esa leyenda, de alguna manera, traía a la mente la historia de Madama Butterfly tan popularizada a través de la ópera de Puccini, aunque el cuento original que sirvió de inspiración es de John Long, un americano que vivió a caballo entre el fin del XIX y el principio del XX.
Las dos historias, dijimos, abominan de la espantosa dominación machista sobre las mujeres, dominación contra la que todavía es necesario seguir luchando. Sin embargo, sus finales son bien diferentes: mientras que la joven palermitana degüella a quien la maltrató, la japonesa se suicida. Tal vez hay que recordar que John Long se autodefinía como "feminista y orgulloso de serlo". Es posible que su cuento buscara enfatizar que el abuso no es simplemente físico, sino que se mete con las creencias más personales y está tan incrustado en la cultura que llega al punto de provocar el suicidio de la víctima. En el caso de Sicilia, por otra parte, la historia tal vez sea una mezcla entre el deseo de venganza contra el dominador masculino y el quizás igualmente poderoso deseo de venganza sobre el invasor. Hasta allí llegamos en nuestras disquisiciones. Nos interrumpimos para fondear y empezar a cocinar unos "busiate"con pesto de pistacho tratando de que nos salieran lo más parecido posible a los que preparan en Trapani. El Nero d’Avola, listo para colaborar como un tripulante más.
¡Felices singladuras para todos!