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¿Dejaron de tener sentido los relojes? Por Juan Tallón

  • Mirar la hora es uno de los gestos con más clase que existen.

  • El reloj es el último gran dictador.

  • Los vecinos de Sommar, en el Círculo Polar Ártico, han decidido vivir sin relojes.

Hace dos semanas una amiga estuvo de cumpleaños y le regalamos un reloj. "¿Para qué sirve?", preguntó casi en serio. "Para extender el brazo y que se suba la manga, y a continuación para recogerlo y ojear la hora, pero como sin querer. Probablemente sea el gesto con más clase que existe", le expliqué. En ese instante el reloj marcaba las ocho y trece minutos. No era ni temprano ni tarde. Quizá era la hora perfecta, cuando a lo mejor uno ya ha hecho muchas cosas, pero aún puede decir que queda por hacer lo mejor. En cambio, si fuesen las once...

Contra el reloj

Mi amiga no usaba reloj desde los dieciséis años. Se acostumbró a la ligereza de brazos. Y un día dejó de creer en los relojes propiamente. Si le preguntabas por qué, respondía que el reloj te recuerda sin parar que es tarde, o que es temprano, o que tienes planes y que tienes que cumplirlos, o que te quedaste sin planes y el tiempo vacío te pesa como una losa. "Es el último gran dictador·, decía a menudo. "Todas las horas que acumula desde que lo compras te susurran que eres un muñeco a merced de las prisas". Le parecía que el reloj sabía demasiado bien cómo ingeniárselas para que sus dueños pensasen en él continuamente. A veces, hasta extremos absurdos, y te contaba la historia del día que Tristam Shandy fue engendrado. Sus padres hacían el amor cuando la madre, de pronto, se distrajo del sexo para preguntar al marido si había dado cuerda al reloj.

El cadáver de esta época

El reloj se fue volviendo un objeto poético a medida que fuimos mirando cada vez más al teléfono para saber la hora. Esto, a su vez, adquirió aires extraños. Saber la hora, ¿para qué? Después de todo, el gran cadáver de esta época son los horarios. Ya no existen. Cualquier cosa se puede hacer a la hora que sea. Da igual qué marque el reloj. Es terrible. Hubo una época, sin embargo, en la que una mayoría de cosas tenía una hora y no otra. Los momentos para hacerlas ocurrían a raja tabla. La hora representaba lo que quedaba después de cuestionarlo todo. Era lo indubitable. Los relojes constituían un punto de partida firme a partir del que organizar el resto de la vida. Actuaban como tablas de salvación. El poeta y músico Antón Reixa cuenta que una etapa de su vida se la pasó entrando a las cabinas públicas para marcar el 093. "Yo nunca llevaba reloj y era un asiduo usuario del servicio de información horaria".

La angustia de no conocer el tiempo

Algunos días podías sentir angustia porque no tenías ni idea de la hora que era y no sabías a qué atenerte: ¿seguir haciendo lo que estabas haciendo, empezar a hacer otra cosa, salir corriendo porque llegabas con retraso, llevarte las manos a la cabeza porque ya era demasiado tarde? Pero el mundo cambió y fue como si a la vez, de golpe, los relojes y la hora a la que suceden las cosas perdieran cierto prestigio e importancia. Hace unos meses, los vecinos de Sommar, al norte del Círculo Polar Ártico, quisieron convertir su isla en un espacio libre del tiempo y de los relojes. Se pasan las jornadas o en oscuridad total o en luz plena, y la vida así es tan plácida que saber la hora molesta.

Pero acaso usar reloj, pensamos al regalárselo a alguien que no tenía uno, y obligarla a mirarlo de vez en cuando y generar la ficción de que el mundo rueda sin parar, tampoco sea tan malo. Nunca está de más auspiciar esperanzas respecto a lo que resta de día, y acabar haciendo planes y creyendo en el futuro y en las oportunidades. Y con solo mirar la hora.