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Muere Harold Bloom, el hombre que sabía qué libros deberíamos salvar en caso de cataclismo

  • Repasamos la obra del crítico literario más influyente del último medio siglo

  • En 1994 publicó 'El canon occidental', donde proponía veintiséis autores como los 'dioses del Olimpo literario' y una extensa lista de obras 'imprescindibles' de la literatura occidental

"Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas", escribió en 'Cómo leer y por qué' el crítico literario neoyorquino Harold Bloom, muerto este martes 15 de octubre a los 89 años de edad, tras haber ejercido la docencia en la universidad de Yale durante más de seis décadas.

Dos grandes logros le sobrevivirán a su desaparición física: uno, el haberse convertido en un auténtico autor popular, venerado por sus fieles y numerosísimos lectores; otro, el haber conseguido que sus compañeros de profesión abominasen de él por unanimidad.

En la academia clásica, de la que él provenía como miembro del llamado 'New Criticism', se le consideraba poco o nada metódico, caprichoso en sus juicios y falto de rigor. Dijeron de él que no publicaba crítica literaria, sino una encubierta autobiografía por entregas; y lamentaban su incurable obsesión, rayana en lo patológico, por el genio de Shakespeare.

En la academia posmoderna lo tildaban de sexista, racista y clasista, pues perpetuaba con sus opiniones reaccionarias la tradición establecida por y para los hombres blancos, heterosexuales, occidentales y explotadores.

'El canon occidental'

Aunque ambos rechazos venían fraguándose desde mucho antes, el hito que cambió su vida y multiplicó las polémicas lo constituyó la publicación del ensayo 'El canon occidental', en 1994, mediante el cual Bloom trataba de sintetizar las obras cruciales de la literatura occidental, así como los criterios estéticos universales en que se fundamentan. Partiendo de tal premisa, describía las virtudes de veintiséis escritores para él sublimes, sobre los cuales emergía una Santísima Trinidad conformada por Shakespeare, Cervantes y Dante. Se podría debatir largo y tendido sobre quién sería Jesús y quién el Espíritu Santo, pero para Bloom, sin duda alguna, Shakespeare era Dios.

Al final del libro incluyó también una extensa lista en que enumeraba, siglo a siglo, país por país, los autores esenciales del canon y sus obras más señeras. Tildada por algunos, despectivamente, como "esas páginas amarillas de la literatura", Bloom reconoció más tarde que dicha lista ni siquiera fue idea suya; que se la pidió su editor; que la escribió en media tarde y con prisa, tirando de memoria; y que, tan avergonzado como estaba, la había logrado suprimir en la edición italiana de su libro. Se le recriminaba también que hubiera dejado fuera obras y escritores de renombre, y le afeaban la marcada desproporción de número entre las obras de ámbito anglosajón y las demás. Bloom respondía que no se trataba de una lista equivalente a las Sagradas Escrituras y que había en ella omisiones y descuidos numerosos a causa de lo ya explicado.

Malinterpretado con frecuencia, poco o mal leído por quienes lo desdeñaban, el núcleo del polémico ensayo de Bloom se encuentra en estas breves líneas de su primer capítulo: "Uno solo irrumpe en el canon por fuerza estética, que se compone principalmente de la siguiente amalgama: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo y exuberancia en la dicción (…). Sea lo que sea el canon occidental, no se trata de un programa para la salvación social".

El canon occidental se convirtió, no obstante, en un inesperado 'best-seller' internacional, que satisfizo las ansias de millones de lectores sin guía, cuyos horizontes literarios se ampliaron de repente hasta casi el infinito (y no pocos le agradecerían esa ampliación a la controvertida lista del final, dicho sea de paso).

Shakespeare, su obsesión

Como los perros ladran, pero la caravana pasa, Bloom siguió publicando sin hacer caso de sus críticos. 'Shakespeare: la invención de lo humano' sale en 1999, un libro monumental en que analiza, una por una, todas las obras del Bardo. Leído veinte años más tarde, cuesta no sentir admiración. Trufado de referencias a otros críticos y escritores, desmesurado en algunos juicios, profundamente perspicaz en otros, este deslumbrante ensayo rezuma aquello que Bloom transmitía como una corriente eléctrica y que explica el éxito editorial de que gozaba: un amor, una pasión evidentes por la lectura, una curiosidad viva y sincera por las palabras, y un intelecto sensible y brillante, insaciable en su afán de verdad y de ficción.

Más explícitamente comercial resultó el siguiente libro, 'Cómo leer y por qué', de 2000. Asumiendo por entero su papel de pope literario popular, revelaba a sus lectores las bases de una buena lectura. Tampoco ofrecía ningún método, en realidad, solo esbozaba algunas reflexiones preliminares sobre la lectura para practicar a continuación su actividad favorita: la glosa subjetiva de obras variadas, sazonando de nuevo las páginas con citas ajenas y observaciones personales. Sus compañeros, los críticos, ya casi no lo tomaban en serio, pero el favor de sus lectores subía y subía sin cesar.

Otros muchos libros le fueron siguiendo: 'Jesús y Yahvé' en 2005 (donde analiza las diferencias entre ambas figuras en el texto bíblico) y 'Anatomía de la influencia' en 2011 son los más destacables. En España empezaron a proliferar volúmenes misceláneos que reunían artículos, conferencias o prólogos de Bloom, compilados por género o por criterio temático, algunos de los cuales llevaban la palabra 'canon' en el título, a modo de anzuelo: 'El triunfo de la imaginación', 'El canon de la novela', 'El canon del ensayo' o 'El canon del cuento'.

De entre su obra anterior a la gran fama, a su etapa popular, destacan dos libros, también polémicos en su momento: 'La angustia de la influencia', de 1973, el más influyente y fecundo en el ámbito académico, analiza (esta vez sí, con orden y rigor) de qué manera los escritores, a lo Freud, matan o interiorizan al 'padre' cuando logran su propio estilo; o sea, cómo la tradición y nuestros autores favoritos se nos echan sobre las espaldas cuando tratamos de encontrar nuestra propia voz. El otro, 'El libro de J', de 1990, desmenuza parte del Pentateuco. Bloom sostiene, con argumentos ingeniosamente convincentes, que Génesis, Éxodo y Números fueron escritos por una mujer.

Era el único que nos decía qué libros merecerían salvarse en caso de cataclismo; dónde está la belleza y dónde la sabiduría. Nos daba certezas, nos guiaba; y lo hacía con buen gusto, generosamente, y con un amor por el arte desinteresado y sin límites.

Empleaban los griegos, cuando alguien fallecía, un exquisito y oscuro eufemismo: 'ya está con la mayoría'. Pues bien: Harold Bloom, el hombre que lo había leído absolutamente todo, el intelecto de memoria prodigiosa (se sabía decenas de miles de versos y los declamaba en sus clases sin vacilar), el profeta del amor por la palabra escrita, ya está con la mayoría. ¿Seguirá presente para nosotros, la minoría, durante lo que nos queda de siglo? ¿Entrará él mismo en el canon de los críticos literarios?

Tal juicio depende, a fin de cuentas, de que siga existiendo 'el lector común' de Virginia Woolf, para el cual Bloom decía escribir. La propia Virginia lo define así: "El lector común (…) difiere del crítico y del académico. Está peor educado y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que por impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas".

Bloom, ciertamente, no resiste una comparación directa con otros críticos más sistemáticos, serios, hondos y centrados, como Auerbach, Steiner o Wellek y Warren, por citar tan solo a unos pocos de renombre, pero tampoco pretendía asemejarse a ellos, porque sus lectores eran otros: los que aún no han perdido la capacidad de asombrarse o de disfrutar de la ficción, con la pureza de la paloma y la astucia de la serpiente; o los más jóvenes, a los que él servía de descubridor de mundos, poniendo orden estético en medio del aparente caos de la cultura.

Poseía, en conclusión, casi todos los defectos que le imputaban sus críticos, acaso el más grave su extrema y veleidosa subjetividad. Pero, a fin de cuentas, era el único que nos decía qué libros merecerían salvarse en caso de cataclismo, dónde está la belleza y dónde la sabiduría. Nos daba certezas, nos guiaba, y lo hacía con buen gusto, generosamente, y con un amor por el arte desinteresado y sin límites.

A veces, en literatura, no hace falta más.