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"Vaya turra con la felicidad: cuánto durará eso de que no lo sabíamos"

  • El escritor Juan Tallón reflexiona sobre las frases vacías y por qué el concepto de felicidad está tan en primer plano

  • "Sería beneficioso conformarse con menos, pero ¿y el hedonismo, la codicia, la sensación de sentirse el centro del universo?¿Podemos abandonar los errores que nos acompañan desde que existimos? Quizá sea imposible dejar de ser los de siempre, aunque soñemos con ello"

Decir que la felicidad consiste en tal cosa, o en tal otra (quizá la contraria) nos ocupa muchísimas horas. Nos comía tiempo antes de la pandemia, y aún más ahora a raíz de ella. En los momentos más crudos te hacía resoplar. Ya tengo amigos que aseguran que la felicidad real es cuando no oyen la palabra felicidad. La idea de que antes del Covid-19 «éramos felices y no lo sabíamos» fue uno de los hits del confinamiento. Qué turra a todas horas. Hasta tus padres te lo dejaban caer por WhatsApp. Nos rendimos hipnotizamos al tintineo de la frase. Estábamos aturdidos, éramos vulnerables y no teníamos permiso para hacer nada supuestamente divertido fuera de casa. Casi fue normal. Pero solo casi.

Muchas de las cosas que consigamos decir sobre la felicidad son, seguramente, frases vacías que no sirven para casi nada, salvo para ser dichas. Es imposible vivir sin decir. Tú dices que, él dice que, yo digo que, todo dios dice que. A ver si resulta, precisamente, que la felicidad es decir. En cualquier caso, el interés en ella –y en la posibilidad de que consista en algo distinto a lo que pensamos– parece haberse disparado a partir de lo vivido en estos meses, mientras calculábamos si la crisis iba a hacernos mejores, peores o iguales.

Señal de que la felicidad, como tema, interesa de pronto muchísimo es lo que está pasando, por ejemplo, con el curso sobre «la buena vida» que imparte Laurie Santos, profesora de Psicología de la Universidad de Yale y gurú mundial de la felicidad desde 2017. Ese año The New York Times destacó que cuando se abrió el plazo para inscribirse en sus clases –durante las que, dos veces a la semana, enseñaría a los estudiantes «cómo vivir una vida más feliz y con más sentido»– se apuntaron 1.200 alumnos. Es decir, una cuarta parte de toda la población universitaria de Yale. Se convirtió en la clase más popular en los 320 años de historia de la institución. Hubo que habilitar la iglesia del campus, y después una gran sala de conciertos para que el resto de estudiantes pudiera seguir las charlas a través de una pantalla.

A los pocos meses, Santos elevó la apuesta y lanzó una versión online del curso, visto que la felicidad tenía muchísimo tirón. Podía apuntarse cualquiera. Resultado: se apuntó medio millón de personas, a las que Santos mostraba por qué nos pasamos la vida persiguiendo cosas que nos hacen sentir miserables y cómo tendríamos que cambiar nuestros comportamientos. Pero entonces llegó el Covid-19 y en marzo se inscribieron al curso on line 2,6 millones de hombres y mujeres desde más de doscientos países. El mundo estaba en shock y de golpe la felicidad se volvió un asunto global.

Encerrados, muchos incluso sin perro, nos pareció increíble que, cuando vivíamos con libertad de movimientos –y todo al alcance de la mano– pudiésemos no ser las personas más felices del mundo. Mucha gente se sintió tan desconcertada por ello que empezó a pensar si no habría estado buscando mal la felicidad. Es como si de pronto dejásemos de hacer lo que estábamos haciendo –plantar patatas, escribir artículos, construir un edificio, hacer la comida, leer novelas, fabricar un coche, coser un botón, comprobar cuánto dinero tenemos en la cuenta– para preguntarnos «Hostias, ¿y qué he estado persiguiendo todos estos años?»

Ahora que recuperamos la libertad de acción está por ver cuanto durará el impulso por hallar otras formas de bienestar. Sería beneficioso conformarse con menos, pero ¿y el hedonismo, la codicia, la sensación de sentirse el centro del universo? ¿Podemos abandonar los errores que nos acompañan desde que existimos? Quizá sea imposible dejar de ser los de siempre, aunque soñemos con ello, cuando el mundo vuelva a parecerse al de antes. Lo resumía bien Dashiell Hammet en El halcón maltés, donde relata la historia de Flitcraft, un ejecutivo de éxito, casado, con dos hijos, que un día, insatisfecho con su vida, abandona a la familia para empezar de cero. Se muda de ciudad, se cambia el nombre de Flitcraft por el de Pierce. Sobre su nueva identidad, construye otra biografía, y un día se convierte en un ejecutivo en buena posición, se casa y tiene dos hijos. Es decir, volvió a ser el de fue. He ahí el peligro que enfrenta la humanidad: tropezar en la piedra de la otra vez, y la otra, y la otra.