Por cada campanada, una uva y en cada uva un deseo que, sea cual sea, contiene la ilusión de perdurar en el tiempo, al menos un año más. Con ellas aún atragantadas y a punto de alzar la copa, la pólvora entra en acción. Primero un estallido distante y sordo. Es un ruido imprevisto y de duración muy corta, a veces casi ni una centésima de segundo. Instantes después el cielo nocturno se llena de chispas y destellos cada vez más intensos. El estruendo empieza a ser ensordecedor. Su ascensión es tan vertiginosa que no hay oído que asimile un impacto tan brusco y de tantos decibelios.
Para quien le guste, el espectáculo es palpitante. Puro disfrute visual y emocional. Lo marca la tradición y, del mismo modo que no hay fiesta o celebración sin fanfarria, parece que tampoco puede faltar la acostumbrada explosión de luces y sonido. ¿Por qué nos deslumbran los petardos? Es uno de los comportamientos más chocantes del ser humano. El francés Christophe Berthonneau, creador de los mayores juegos de pirotecnia del mundo, lo asocia al enamoramiento, al poder del hierro fundido, a la fuerza del fuego, a esa vehemencia en el afán de apurar el momento cuando uno sabe que va a ser un placer efímero.
Daniel Glaser, neurocientífico y director de Science Gallery London, tiene su propia teoría. "El estruendo enciende nuestro sistema de alerta del cerebro en la amígdala, una zona que detecta el miedo y nos pone en alerta". Pero ocurre igual que con las películas de terror, que nos fascinan y, al mismo tiempo, nos aterran. Desde que se enciende la mecha hasta que detona, provoca un estado de eustress (o estrés bueno) que proporciona una sensación muy grata debido a la liberación de dopamina. Según Glaser, los seres humanos estamos ansiosos por vivir experiencias próximas al miedo como la que proporciona la expectación por los fuegos artificiales. "Son emociones muy complejas", dice.
Físicamente, el mecanismo es tan simple como el encendido de una cerilla. Los científicos lo llaman la ciencia del fuego y hay en ella mucho de qué hablar más allá de las pasiones humanas. Por ser impredecible, intermitente y de una intensidad que solo puede adivinar quien la maneja, la pirotecnia desata en algunos seres humanos y animales un estado de nerviosismo y sobresalto cuyas consecuencias son difícilmente apreciadas en medio de la euforia. Veamos algunas.
Tal vez no hayamos reparado en ello, pero el humo de la pólvora es una amenaza para los pulmones. Sus partículas, aunque de tamaño microscópico, pueden entrar directamente en ellos. Teresa Moreno, investigadora del Instituto de Diagnóstico Ambiental del CSIC, ha analizado los niveles de partículas metalíferas del aire que deja una noche de San Juan u otros espectáculos pirotécnicos en varias ciudades y su conclusión es clara: "Estas partículas son bio reactivas y pueden afectar a la salud humana, sobre todo a personas con antecedentes de asma o problemas cardiovasculares". La celebración en febrero del Año Nuevo Chino en Pekín, acompañada, como no podía ser menos, de petardos y todo tipo de artificios, hace que las concentraciones de partículas PM 2,5, las más dañinas, se multipliquen por 25 en solo siete horas.
La OMS sitúa en 65 decibelios el límite recomendable para nuestra salud auditiva. Son los niveles en los que transcurre una conversación normal. Hasta 80, la cóclea, ese tubo enrollado en espiral en nuestro oído interno, suele soportar bien. Entre 80 y 90, empieza a padecer. Y por encima de 115 decibelios, entra claramente en peligro. Es el límite en la barrera del dolor. Incluso con ruidos tan instantáneos, los daños pueden ser graves y, a veces, permanentes. A corta distancia, y dependiendo de la intensidad del sonido, la persona puede llegar a experimentar traumatismos por presión, como la perforación del tímpano, y trastornos de audición de forma temporal o incluso permanente. También lesiones auditivas. La más frecuente es la aparición de acúfenos, cuando la persona siente como ruidos en los oídos.
Para hacernos una idea, una mascletá, una traca o cualquier serie de petardos que estallan sucesivamente superan con creces los 120 decibelios. Igual que si escuchásemos al doble de la población mundial hablando al mismo tiempo en un mismo lugar. Un simple petardo infantil, que parece inocente, suele rondar los 66 y hasta 80 si tiene algo más de potencia.
Desde GAES, aconsejan guardar distancia como la mejor medida de prevención. "Cuantos más metros nos separen de la explosión, menor será el nivel de decibelios al que estaremos expuestos, reduciendo así las posibilidades de dañar nuestros oídos. El uso de tapones específicos también reduce el impacto y minimiza el riesgo de lesión".
La pirotecnia cuenta con su propio trastorno. Se llama ligirofobia o fonofobia, que es un miedo irracional y desproporcionado a los ruidos fuertes, como los que provoca una explosión de petardos, cohetes o globos cuando aparece de una manera imprevista.
Los pacientes que lo sufren viven de manera muy angustiosa, casi aterradora, las fiestas de San Juan, las fallas de Valencia o la llegada del Año Nuevo. Realmente es un trastorno de ansiedad y en los casos más extremos puede llevar a una crisis de pánico con sus síntomas más comunes: sudoración, respiración agitada, taquicardia y ansiedad.
En algunas personas es un miedo paralizante que les impide salir a la calle, vivir libre de tensión o bajar la guardia. ¿Cómo tomar entonces el control? Una de las estrategias propuestas es la técnica de la peor fantasía, que consiste en un entrenamiento gradual en el que amplificando los ruidos, paradójicamente, el impacto se reduce hasta que desparece. Es importante conocer la fuente del ruido y aprender a identificarlo, sabiendo el tiempo que dura y el malestar que va a generar, tratando de desviar la atención y distraer la mente en cualquier otra cosa.
Para los perros es una situación muy estresante que desestabiliza su salud. Tiemblan, lloran y emiten unos ladridos descontrolados. Su vulnerabilidad se explica, en parte, por su capacidad auditiva de hasta 60.000 hercios, frente a los 20.000 del hombre. La reacción más común es la huida, aunque no se conoce muy bien por qué unos sufren los petardos más que otros. La veterinaria Jessica Perry Hekman señala que podría haber un componente genético que haría que algunas razas, como bordier collie, tengan más predisposición a padecer esta fobia. El neurobiólogo Gregory Berns, especializado en comportamiento canino, compara su sufrimiento al estrés post traumático en soldados. Los perros mayores tienen una sensibilidad mayor.
Según un trabajo de la asociación AVATMA, que recoge las conclusiones de diferentes investigaciones, el pánico como reacción a la pirotecnia es compartido en la mayoría de las especies. Los caballos, al ser grandes y poderosos, tratan de saltar las puertas de los establos, se estrellan y huyen peligrosamente hacia la vía pública. Las gallinas ponedoras muestran una producción de huevos extremadamente baja el día después y los huevos aparecen con malformaciones. En general, cualquier ave se aleja espantada y las madres a veces ni siquiera vuelven a encontrar el nido en el que dejaron a sus polluelos. Con ellos y las calles atestadas de restos de basura chamuscada a causa de los contenedores quemados por culpa de los petardos, el espectáculo se vuelve dantesco.