Solozábal, capitán de la Roja que ganó el oro en Barcelona 92 con Guardiola y Luis Enrique: “Fue muy intenso"

  • El jugador madrileño, hoy consumado triatleta a sus 54 años, recuerda su triunfal experiencia en los Juegos que se celebraron en nuestro país

  • “Ha sido la mejor experiencia futbolística de mi vida en cuanto a concentración”, asegura.

  • Entre aquellos héroes de La Roja estaban Pep Guardiola, Kiko Narváez, Luis Enrique…; jóvenes menores de 23 años que luego se convirtieron en leyendas.

Fue una victoria épica. Corría el minuto 90 de la final de fútbol de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992; España y Polonia empataban 2-2. Última jugada: córner a favor de los nuestros. Lo bota Chapi Ferrer; el balón vuela hasta Kiko Nárvaez, quien, de espaldas a la portería, intenta un lujo imposible, desesperado: una chilena. No acierta a golpear, cae al suelo, y la pelota llega a Luis Enrique, quien chuta con fuerza desde el borde del área. El balón rebota en una rodilla polaca y Kiko, que se está levantando, se lo encuentra en los pies. Dispara, o mejor dicho, lo empuja hacia arriba, lejos del alcance del portero, y marca. Abrazos, lágrimas, locura colectiva. La selección española había conseguido la medalla de oro olímpica, la primera (y única hasta la fecha) en fútbol.

Era aquella una selección de cracks. El reglamento olímpico, que hasta entonces limitaba la participación a atletas amateurs, permitía en esa edición la participación de futbolistas profesionales, siempre que fueran menores de 23 años.

Entre aquellos fogosos cachorros estaban Luis Enrique (en su etapa en el Real Madrid), Pep Guardiola (FC Barcelona), Kiko Narváez (Cádiz CF), Alfonso Pérez (Real Madrid) y, como capitán, Roberto Solozábal, defensa central del Atlético de Madrid. Pese a que pisaba el césped en aquel agónico partido, Solozábal, que tiene ahora 54 años, recuerda la jugada porque después la ha visto en vídeo; lo confuso del instante la ha envuelto en densa nebulosa.

“En mi cabeza había sido tan épico, que creía que el gol lo habíamos marcado en la prórroga. Le había subido la épica”, ríe. “La emoción ya no era el meter el gol: era el meterlo y disfrutar de la victoria, porque sabíamos que ya no quedaba tiempo. En esa época se alargaban los partidos, pero no ocho minutos. En general, fue una experiencia muy intensa: todo transcurrió en quince días, en un grupo donde había muy buen ambiente, y culminó con el triunfo, en un Camp Nou lleno. Fue muy emocionante”.

Pero además de intensa, emocionante y triunfal, la gesta de la selección nacional de fútbol en Barcelona ‘92 fue atípica en muchos sentidos. Los jugadores ya sabían que eran los elegidos antes de que el seleccionador Vicente Miera publicara la lista de convocados; todos los encuentros, excepto el último, se disputaron en Valencia (cuando Barcelona era la sede de los Juegos); no se alojaron en la Villa Olímpica, sino en un anodino NH de tres estrellas de la ciudad del Turia; el primer partido se celebró antes de la ceremonia inaugural… Por todo ello, aquellos héroes de La Roja no se empaparon del todo del espíritu olímpico. “Para nosotros fue un torneo muy bonito porque acaba con un final feliz muy chulo, pero si no llegamos a ganar, habría sido como disputar un torneo cualquiera”, admite.

Roberto Solozábal tenía 14 años cuando empezó a jugar en las categorías inferiores del Atlético de Madrid. Su tío, el veterano exjugador José Mendiondo, le consiguió la prueba, que el defensa madrileño pasó. Sus excelentes dotes y pétreas facultades físicas lo convirtieron pronto en una de las perlas de la cantera del club, y a los 19 debutó en Primera División.

También entre los grandes destacó; ejercía de muro infranqueable para los delanteros rivales. Y no tardó en recibir la llamada del equipo nacional. “Yo ya había sido internacional absoluto antes de los Juegos”, recuerda. “Y absolutos también habían sido Luis Enrique, Abelardo, Guardiola, Ferrer… Los jóvenes de la selección teníamos claro que íbamos a jugar en Barcelona ‘92. No puedo decir que fuese una sorpresa que nos convocasen”.

En el colectivo reinó una jovial armonía. La mayoría, aunque jugasen en equipos diferentes —solo un compañero de Solozábal en el Atlético, el también defensa Juanma López, fue seleccionado; Kiko Narváez ficharía por el club del Manzanares ese verano—, se conocían de coincidir en la selección absoluta.

“Teníamos muy buen equipo. Éramos un bloque, no una suma de individualidades. Y nos llevábamos bien, lo cual en un equipo olímpico es más fácil: somos todos de la misma edad. En los desplazamientos en autobús íbamos cantando ‘Tractor amarillo’, creo que por insistencia de Luis Enrique, Manjarín y Abelardo, asturianos, como el grupo Zapato Veloz”.

La experiencia olímpica en Valencia

Desde dos semanas antes de su debut en los Juegos, y dado que los encuentros iban a celebrarse en Valencia, las jóvenes estrellas se concentraron en un nada práctico hotel de esa capital. “Fue un poco caótico”, dice. “Era un sitio muy incómodo, porque estaba en medio de la ciudad, sin espacios amplios ni zonas verdes para pasear. Entre los quince días que pasamos allí antes de la competición, y los quince días que duró, se nos hizo larguísimo”. Cada mañana acudían a entrenar a la Ciudad Deportiva del Valencia C.F., en Paterna. “Nos comíamos unos atascos inmundos. Pasábamos horas en el autobus”, añade.

En Valencia, además, el desarrollo de los Juegos de Barcelona se vivía con cierta indiferencia. “Antes habíamos ido a la Villa Olímpica a recoger las acreditaciones, y ya se notaba el ambientazo. Pero en Valencia el ambiente olímpico era cero”, asegura. Prueba de ello es que al primer partido que disputaron, frente a la rocosa Colombia, tan solo 7.000 espectadores poblaron las gradas del estadio Luis Casanova, con capacidad para más de 52.000. Aquel partido tuvo lugar el 24 de julio; por lo que cuando se celebró la ceremonia inaugural de los Juegos el día 25, con el emblemático desfile de delegaciones, cada una con su respectivo abanderado al frente, la competición ya se había “inaugurado”.

La selección de fútbol estuvo a punto de no desfilar junto al resto de deportistas españoles: había jugado la víspera, el día 27 tenía otro partido (contra Egipto), y el seleccionador no estaba por la labor de desaprovechar una jornada de entrenamiento en un acto protocolario. Solozábal, con sus galones de capitán, negoció con él y con la federación para que asistieran.

“Al final conseguimos ir”, dice. “Pero fue una paliza. Entre el viaje a Barcelona, la espera de cinco horas en el Palau Sant Jordi antes de la ceremonia, las tres horas del evento, el viaje de regreso… fueron quince horas muy pesadas. El desfile fue muy emocionante, pero cuando termina lo que quieres es irte. Por lo menos íbamos con el subidón de la victoria sobre Colombia [4-0], que si llegamos a perder, habría sido un regalito”.

La fase de grupos transcurrió como la seda: España no encajó ni un solo gol frente a Colombia, Egipto y, por último, Catar. En cuartos de final venció a Italia 1-0 y, en semifinales, a Ghana 2-0. “No éramos favoritos. No hubo un momento concreto en que nos viéramos posibles ganadores: antes de que empiece un campeonato, cuando solo estás entrenando, no sabes cómo estás. Pero te enfrentas a Colombia, que era de los equipos duros, y le haces cuatro goles, y poco a poco empiezas a ver que eres competitivo. Ganar o perder depende de muchos factores”.

Por supuesto, conforme el equipo iba echando a la cuneta a sus rivales, la atención del público había ido en aumento. “Fue exponencial. Si al primer partido vienen 7.000, luego vienen 15.000… Contra Italia y Ghana estaba el campo lleno. Te vas metiendo en la historia. Es difícil jugar en un estadio vacío, como se vio durante el COVID. A la final llegamos tranquilos. Otra cosa que cuenta en los Juegos es que quedar segundo o tercero es importante: te dan una medalla. No ocurre así en otras competiciones. Disputar la final ya era un éxito”, dice.

Agonía y éxtasis

El partido definitivo no empezó halagüeño. Al término de la primera parte, Polonia vencía 0-1. No arredró eso a los españoles. “Cuando un equipo está bien, no se hunde porque te metan un gol”, explica. “Cuando un equipo está mal, un tanto en contra es una losa. La competición es eso: altos y bajos. Lo importante no es lo que te ocurra, sino cómo respondes a ello. Y creo que demostramos que éramos un equipo fiable y confiado”.

En la segunda mitad, España dio la vuelta al marcador, con goles de Abelardo y Kiko. Pero cuando faltaban quince minutos para el pitido final, Polonia estableció el 2-2 después de una falta no señalada sobre Ferrer. Tras quince minutos agónicos, justo cuando el cronómetro marcaba el 90, el éxtasis: el córner que saca Ferrer, la pirueta fallida de Kiko, el remate de Luis Enrique y el golpeo decisivo de Kiko al fondo de las mallas.

La visita de los Reyes don Juan Carlos y doña Sofía al vestuario, una cena y la posterior fiesta coronaron la proeza. La siguiente noche la pasaron en la Villa Olímpica. “En Barcelona era un chollo. El 80% de los atletas que participan en unos Juegos son amateurs. Se estilaba que, cuando te eliminaban, tenías un mes de manutención y alojamiento pagado, si te querías quedar. Así que todo jugador que era eliminado, de cualquier deporte, se quedaba, y en la Villa Olímpica había cada día más gente de cachondeo”. A la mañana siguiente, cada jugador tomó rumbo a sus vacaciones.

En las fotos del podio, Solozábal aparece con una curiosa gorra: “No sé dónde está. Era una gorra de un equipo de fútbol americano, de balonceso o de hockey, no sé cual, y me la puse todo el torneo, como talismán, porque llevaba impreso el dibujo de un indio, su mascota [símbolo también del hincha atlético]”.

No era el primer título de Roberto Solozábal. Ese mismo año, un mes antes, había ganado la Copa del Rey con el Atlético de Madrid; también el año anterior. Es comprensible que una medalla de oro olímpica no represente lo mismo para un futbolista profesional que para un piragüista, atleta o tirador con arco: mientras para estos triunfar en unos Juegos es la cota más alta que pueden alcanzar, el mediático balompié está repleto de torneos aparentemente más jugosos (en 1996, y con Solozábal también como capitán, el Atlético conseguiría el doblete: ganó Liga y Copa). Por ello, Solozábal relativiza aquel hito de 1992:

“Ha sido la mejor experiencia futbolística en cuanto a concentración. Si me preguntan: ¿cuál es el año que más he disfrutado del fútbol? Cuando gané la Liga. Se consigue tras nueve meses de esfuerzo. En los Juegos, en menos de un mes, el tener esas experiencias competitivas a un nivel altísimo y, encima, ganar, produce mucha emoción. Para mí, es como cuando tienes un hijo y ya es mayor: ves la fotos de cuando era pequeño, y te entra una emoción que no entraba en ese momento. Pero en el fútbol, durante una Eurocopa o un Mundial se paraliza todo. En los Juegos es un deporte menor”.

La vida tras el oro

En su club de toda la vida Solozábal coincidió en dos etapas distintas con Luis Aragonés como entrenador. Y en 1997, cuando Luis fichó por el Betis, se llevó al defensa al equipo sevillano. “Me fui del Atlético porque tuve un problema con el entrenador Radomir Antic, que quiere que me vaya. Luis tenía algo diferente a los demás. Para mí es un referente en cuanto a personalidad para manejar un grupo. Lo valoré desde el principio, pero aún más a raiz de una derrota: sabía levantar el ánimo de un equipo hundido. Siempre me llevé estupendamente con él”. Aragonés, fallecido en 2014, fue el seleccionador nacional que conquistó la Eurocopa de 2008.

Tras solo dos temporadas en el Betis, y siendo aún muy joven (31 años), Solozábal colgó las botas. “Me gustaba mucho el fútbol, pero me gustaban también otras cosas. Tuve de presidentes a Gil y a Lopera, lo que supuso un gran desgaste. Tenía ganas de respirar. El fútbol es muy bonito, pero muy exigente”.

No optó, como otros compañeros, por sacarse el título de entrenador; en los primeros años, se centró en su familia. “Para ejercer de entrenador, debes darte al 100%, y eso te come la vida. Al que le apasione, igual le merece la pena que se la coma; a mí no. Por ejemplo, yo he criado a mis hijos. Para mí eso era muy importante. Habrá entrenadores que no hayan visto a sus hijos crecer”. Hoy su hijo Hugo, de 21 años, juega al fútbol en el Leganés B.

Desde entonces lleva una vida que define como “aburrida”. Según se mire: la práctica de ciclismo y triatlón se ha convertido casi en una obsesión para él. “Ver deporte me gusta; practicarlo me apasiona. La bici me mantiene en contacto con la naturaleza”, dice.

Ha ganado carreras como la Madrid-Lisboa, y quedó en segunda posición en la Mediterranean Epic, de mountain bike. En 2022 fue finisher en el Ironman de Lanzarote, uno de los más exigentes del mundo, con la notable marca de ¡once horas y 46 minutos! Pero detesta sacar pecho de sus logros. “Soy de los mejores entre los malos. El Ironman está sobrevalorado: lo difícil es entrenarlo. La gente normal no puede sacar diecisiete horas a la semana para entrenar. Yo tengo tiempo. Solo presumo de haber terminado la Ironbike, que es una carrera de aventuras en los Alpes. 4.000 metros de desnivel y siete días”.

No hace otra cosa; vive tranquilo de sus inversiones. Antinostálgico y con poco apego a objetos materiales, la medalla de oro que consiguió en Barcelona ‘92 la ha cedido al Museo del Atlético de Madrid, club cuya Asociación de Veteranos preside actualmente. “No suelo conservar cosas. La medalla la guardé un tiempo, luego la cedí al Museo de la Federación, y cuando el Atlético se trasladó al Metropolitano, me molaba más que estuviera allí”. Un trozo de historia, de muchos kilates, del deporte español.