Lo celebramos todo brindando, lo bueno y lo malo; ante un ascenso quedamos a tomar unas cañas lo mismo que para animar a un compañero al que han despedido. Las navidades, las comidas, las cenas y las reuniones se acompañan con vino, cava o champán y se rematan con unas copas. El problema es que no queremos ser conscientes de los efectos negativos que genera el consumo de alcohol en el organismo, empezando por el cerebro y hasta el último hueso del pie.
Precisamente, en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) han realizado un estudio que demuestra que “el alcohol daña el cerebro incluso después de dejar de beber” y se apoya en otra investigación que concluye que “la bebida aumenta su capacidad adictiva cambiando la geometría del cerebro”.
Tanto beber una cantidad de alcohol considerable un día concreto como el consumo habitual genera graves consecuencias para la salud. El líquido termina llegando a todo el cuerpo a través del torrente sanguíneo y genera reacciones adversas en cada órgano y en los tejidos.
En el cerebro, el alcohol interfiere en las vías de comunicación y su funcionamiento; provoca cambios en el estado de ánimo y en el comportamiento además de dificultades “para pensar con claridad y moverse con coordinación”. En una última consecuencia puede desencadenar un accidente cerebrovascular isquémico o hemorrágico. El consumo altera las funciones porque inflama la sustancia gris del cerebro. Esta sustancia son las neuronas que conforman la corteza cerebral, el cerebelo y la médula espinal. La materia gris es la responsable del control muscular, la percepción sensorial (la vista y el oído), la memoria, las emociones, el habla, la toma de decisiones y el autocontrol. Por ello tras ingerir alcohol se ven alterados el pensamiento, el comportamiento o el movimiento corporal.
Por su parte, tras la ingesta de alcohol, el corazón puede sufrir hipertensión, miocardiopatía (estiramiento y caída del músculo cardíaco) o arritmia (latidos cardíacos irregulares). En cuanto al hígado, este se inflama y en consecuencia puede desarrollar esteatosis (hígado graso), hepatitis alcohólica, fibrosis o cirrosis. El páncreas también se ve afectado produciendo sustancias tóxicas que podrían desembocar en una pancreatitis aguda o crónica. A los pulmones les sucede igualmente llegando a contraer el síndrome de dificultad respiratoria aguda.
El aparato gastrointestinal se vuelve permeable y puede enfrentarse a una disbiosis, con la alteración del equilibrio de la microbiota lo que además aumenta el riesgo de sufrir enfermedades crónicas. A su vez, el sistema inmune se debilita aumentando las posibilidades de contraer infecciones “incluso hasta 24 horas después de emborracharse” y los bebedores crónicos quedan expuestos a desarrollar una neumonía o tuberculosis. Los músculos tampoco se libran, ya que se inflaman y se enfrentan a un mayor desgaste, al igual que les sucede a los huesos con una reducción de la densidad ósea y una reparación deteriorada en caso de fracturas.
Por si no fuera poco, el consumo de alcohol le abre las puertas al cáncer, tanto de cabeza y cuello, incluyendo los cánceres de cavidad oral, faringe y laringe, como de esófago, de hígado, de mama o el colorrectal. Desde los organismos sanitarios alertan de que “el alcohol es la sustancia psicoactiva más consumida en España”. A pesar de lo mal que sienta y de sus graves consecuencias que generan el desarrollo de enfermedades y cánceres que provocan la muerte, se percibe como una bebida con un nivel de riesgo muy bajo, sobre todo entre la población más joven. No obstante, el organismo agradece que deje de seguir siendo intoxicado con alcohol.
En 2019, el Instituto de Neurociencias del CSIS (CSIC-UMH) de Alicante y el Instituto Central de Salud Mental de la Universidad de Heidelberg de Alemania realizaron una investigación conjunta centrándose en el consumo de alcohol. Detectaron que los daños que provoca en el cerebro siguen avanzando incluso después de haber dejado de consumirlo. Con anterioridad se creía que sus efectos se frenaban dejando de beber, en cambio, el estudio ha demostrado que además tiene efectos retardados. Los investigadores apuntan que “la toxicidad directa del alcohol cesa al dejar de beber”, pero el daño en el cerebro sigue avanzando “al menos durante las seis primeras semanas de abstinencia de alcohol”.
Para llegar a esta conclusión se hicieron dos investigaciones, una en Alemania y otra en Alicante. Por una parte, se contó con la participación de 91 pacientes voluntarios, con una edad media de 46 años, que se encontraban hospitalizados en un centro alemán para someterse a un tratamiento de desintoxicación y rehabilitación por el consumo continuado de alcohol. Por otra parte, se creó otro grupo de 36 hombres con una edad media de 41 años que no tenían problemas con la bebida.
A todos los participantes se les realizaron resonancias magnéticas cerebrales y al compararlas los investigadores se percataron de que, aunque los que recibían tratamiento de desintoxicación ya no tomaban alcohol ni otras sustancias adictivas, se seguían produciendo cambios en la materia gris de su cerebro. La toxicidad directa del alcohol cesa si no se consume, pero sus efectos tienen retardo y siguen provocando consecuencias negativas.
A su vez, se realizó un trabajo de campo “con ratas Marchigian Sardinian con preferencia por el alcohol” donde se obtuvieron los mismos resultados en cuanto al avance del deterioro en la materia gris del cerebro. Los investigadores subrayan que, en el caso de los humanos, los resultados se pueden ver afectados por las demás adicciones a otras sustancias que tenían los pacientes. Con lo cual, podían interferir a la hora de establecer una relación “causa-efecto”. Sin embargo, esta posibilidad no existe con los animales de laboratorio.
Además, “los estudios con modelos animales permiten monitorizar la transición desde un estado normal y saludable a la dependencia de alcohol en el cerebro”, publican los expertos. Por su parte, continúan, este proceso “no es posible verlo en humanos, porque en los estudios participan voluntarios sanos y personas que ya tienen un trastorno por abuso de alcohol”.
Tras el estudio los investigadores implicados tienen la hipótesis de que “la progresión de los daños se mantiene porque se pone en marcha un proceso inflamatorio en el cerebro que avanza incluso en ausencia de alcohol”. Además, subrayan que probablemente este deterioro esté “relacionado también con la facilidad de recaída que se produce después de dejar de beber durante el periodo crítico de la abstinencia”.
Después de este hallazgo, en el Instituto de Neurociencias del CSIC y en el Instituto Central de Salud Mental de la Universidad de Heidelberg siguieron investigando y en 2020 publicaron las conclusiones de un segundo trabajo. Según destacan los responsables, “el alcohol aumenta su capacidad adictiva cambiando la geometría de la materia gris del cerebro”. Estos cambios “facilitan la difusión de neurotransmisores como la dopamina, implicada en la motivación y las adicciones, lo que aumenta el poder adictivo del alcohol”.