Normalmente, al hablar del desarrollo de las habilidades cognitivas, razonamiento, memoria o atención, solemos pensar que una vez desarrolladas desde las etapas tempranas de la niñez y la adolescencia, se mantienen estables hasta la vejez, cuando empieza el deterioro cognitivo asociado a la edad.
Sin embargo, cada vez más estudios muestran que las funciones cognitivas son dinámicas; es decir, van cambiando en los diferentes tramos de edad y, de alguna manera, van compensándose. En los años 70, algunos expertos como los investigadores del departamento de Psicología de Harvard Joshua K. Hartshorne y Laura T. Germine mostraron que las personas tenían distintos valores a lo largo de la edad adulta entre lo que se llamó inteligencia fluida e inteligencia cristalizada. En términos generales, la inteligencia fluida se ha identificado con tareas que requieren razonamiento o memoria a corto plazo mientras que la inteligencia cristalizada tiene más que ver con la memoria semántica, asociada al vocabulario. La leyenda urbana que dice que a partir de cierta edad, nuestra cabeza ya no es la que era. ¿Es realmente así?
En este punto, lo que se sabe es que la inteligencia fluida alcanza su máxima puntuación en los adultos jóvenes, mientras que la inteligencia cristalizada lo hace más tarde, en adultos de mediana edad. Los jóvenes son mejores en velocidad de procesamiento. Sobre los 30 años se alcanza el máximo en tareas de memoria y trabajo, y entre los 50 y los 60 años, es cuando somos mejores en semántica y vocabulario.
Según todos los estudios, las personas mayores han logrado desarrollar mayores habilidades interpersonales y son más resolutivos: saben resolver mejor los problemas. Para ello, recurren a sus propias experiencias, algo que es muy útil, pero que también desemboca en algunos sesgos precisamente por esa misma experiencia.
Lo que no cabe duda es que, en principio, a mayor edad, mayor competencia ejecutiva, esa que nos permite planificar, establecer jerarquías, posponer y, en suma, organizarnos. La función ejecutiva se regula en el lóbulo frontal, la parte del cerebro que más tarda en desarrollarse, en torno a los 30 años. Eso explica por qué, por ejemplo, a los adolescentes les cuesta tanto ordenar tanto el espacio y el tiempo. Los lóbulos frontales también están involucrados en la función motora, la memoria, la lengua, el juicio, el control del impulso y el comportamiento social y sexual. Por desgracia, ese lóbulo frontal también presenta alteraciones con la edad, sobre todo ante ciertas enfermedades.
El pensamiento fluido nos permite razonar de manera abstracta, mientras que el cristalizado, el dominio natural de los adultos mayores, tiene más dificultad para la abstracción. Por ello, los mayores tienen un esquema de pensamiento más rígido y más propenso a confirmar sus sesgos.
Dicho de otro modo, las personas mayores tienden a escoger la ruta cerebral más usada. Eso quiere decir que están menos dispuestos a probar nuevas experiencias. Ir según lo testado se llama sesgo de confirmación y es conveniente ser consciente de él para no caer bajo su dominio. ¿Cómo, si no, íbamos a ser capaces de experimentar algo nuevo?
La buena noticia es que nuestro cerebro compensa las posibles deficiencias. Podemos ser algo más rígidos, pero, a cambio, nos dota de mayor profundidad de pensamiento. En la mediana edad se desarrolla una mayor capacidad de introspección y un mayor conocimiento, tanto propio como del mundo. Esa capacidad conduce a la empatía y a la voluntad de mejorar nuestra vida y la de los otros, empezando por detectar las fuentes de estrés y cómo zafarse de ellas. Ya lo decía un proverbio budista: los primeros 50 años los pasamos aprendiendo y los otros 50 devolviendo al mundo lo que hemos aprendido.