¿Qué pesa más: nuestros genes o nuestras costumbres? Durante años, los científicos de todo el mundo creyeron que nuestro código genético era inalterable y que era esta herencia la que definía quiénes éramos, sin variaciones.
Sin embargo, estudios más recientes han demostrado que nuestro modo de vida también juega un papel fundamental a la hora de definir nuestros genes. A pesar de que es cierto que nuestro ADN no se puede tocar y que es el genoma el que determina nuestros rasgos principales, como nuestro color de ojos o nuestra propensión a sufrir ciertas enfermedades, existe un método que permite que nuestro organismo altere de forma natural esta información en función de nuestros hábitos.
Es lo que se conoce como epigenética, un proceso que determina nuestra expresión genética sin modificar nuestro ADN. Pero ¿en qué consiste?
La epigenética es el conjunto de alteraciones químicas que regulan el funcionamiento de nuestros genes. Estas modificaciones permiten activar o desactivar partes de nuestro genoma en respuesta a factores ambientales y a nuestros hábitos de vida sin afectar a la secuencia de nuestro ADN, y pueden influir en la transmisión de ciertas enfermedades.
Los cambios epigenéticos actúan sobre las histonas, unas proteínas que empaquetan el ADN dentro de nuestras células y que condicionan la expresión de nuestro genoma, ordenando que descompriman o compriman nuestro ADN.
De este modo, si las histonas reciben instrucciones para comprimir el código genético, las células no podrán leer nuestro ADN, silenciando las propiedades de estos genes, mientras que, en el caso contrario, las células podrán leer la información con mayor facilidad y activarla, dándole mayor prioridad.
La información epigenética juega un papel fundamental en el correcto funcionamiento de nuestros genes, pero, a diferencia del ADN, no es estable y puede cambiar a lo largo de nuestra vida en respuesta a todo tipo de factores, como el medioambiente, la dieta o el ejercicio que hagamos. Además, estas modificaciones también pueden transmitirse de generación en generación, ya que afectan tanto a los óvulos como a los espermatozoides.
Aparte del código genético, los seres humanos también heredamos el código epigenético de nuestros padres, es decir, todas las alteraciones que ha sufrido su genoma. Esto implica que no solo podemos heredar un color de ojos o tono de piel, sino también una predisposición a sufrir ciertas enfermedades.
Los cambios epigenéticos comienzan ya en la fase embrionaria, mientras las células se separan. Como resultado, si, por ejemplo, la dieta de la madre durante el embarazo es rica en hidratos de carbono, es probable que su hijo nazca con una propensión a sufrir obesidad. De igual manera, si un padre está acostumbrado a fumar en exceso, es probable que su hijo nazca con una esperanza de vida más corta.
Más allá de esta predisposición en nuestro ADN, existen varios estudios que apoyan la hipótesis de que los traumas pueden transmitirse de generación en generación gracias a la epigenética.
En 2013, un grupo de investigadores de la Escuela de Medicina de la Universidad Emory pudieron probar en ratones que el miedo a un olor puede heredarse. Lo hicieron sometiendo a un grupo de ratones a oler las flores de cerezo mientras recibían descargas eléctricas y, luego, obligando a sus descendientes a oler el mismo aroma.
Los ratones cuyos padres habían aprendido a asociar el olor con el dolor se mostraron más nerviosos que los ratones normales que no habían sufrido el experimento. Al estudiar su ADN, los científicos descubrieron marcas epigenéticas en un receptor del olfato, lo que parece probar la transmisión de este miedo de generación en generación.
De igual manera, un estudio de 2018 de la Universidad de California descubrió que los descendientes de los soldados de la guerra civil de Estados Unidos que habían pasado por los campos de prisioneros tenían un 11% más de posibilidades de sufrir cáncer o enfermedades cardiovasculares, en comparación con aquellos hijos y nietos cuyos progenitores no habían sido prisioneros.
Sin embargo, esto no quiere decir que estemos destinados a sufrir los traumas y enfermedades que nos transmiten nuestros padres. La epigenética puede hacernos más proclives a sufrirlos, pero nosotros mismos podemos evitarlos. Nuestro entorno, nuestras experiencias, la dieta que llevamos o el ejercicio que hacemos son factores que pueden cambiar estas alteraciones, así que en nuestra mano está reescribir nuestro epigenoma.