La obesidad no es igual en todas las personas y no se tiene el mismo tratamiento en todas ellas. Esta enfermedad consiste básicamente en un exceso de grasa corporal que afecta de diferentes formas a la calidad de vida de las personas y que, además, se sitúa como uno de los principales factores de riesgo para el desarrollo de otras patologías mucho más graves. Pero antes de hablar de los riesgos referentes a otras enfermedades, es importante conocer que existen diferentes grados de obesidad que ponen en peligro la salud de las personas.
La obesidad, y el grado en el que se encuentra, se mide a través del índice de masa corporal (IMC), una cifra que se calcula a través de diferentes parámetros según la constitución de cada persona. Pero lo que deja claro esta indicación es que cuando el IMC es superior a 30 ya se habla de obesidad.
Cuando el IMC se coloca por debajo de 18’5 se habla de peso bajo, es decir se estaría por debajo del peso ideal que deberías tener, mientras que cuando se establece entre 18’5 y 24’9 quiere decir que están en un peso ideal o normal, un grupo que varias entidades denominan normopeso. A partir de aquí ya hay que tener cuidado, pues entre el IMC de 25 y 29’9 se habla de sobrepeso en un margen de casi cinco puntos que se trata de diferentes formas dependiendo de en qué números se encuentre el paciente.
Cuando ya se llega a un IMC de 30 es cuando se habla de obesidad de grado I, que llega hasta 34’9, un punto en el que ya se considera una patología de cierta gravedad, una alarma que se mantiene en la obesidad de grado II que llega hasta un IMC de 39’9 por la gravedad de la situación. Cuando se pasa esa barrera, entre el 40 y 49’9 de IMC, se habla de obesidad de grado III o mórbida porque el paciente ya está corriendo un riesgo extremadamente grave para su salud. Pero aún hay más, porque se estipula un último grado, el IV, en el que ya se habla de obesidad extrema al superar un IMC de 50.
A pesar de que la clasificación anterior es la más recogida por las entidades médicas, la obesidad también se la puede reconocer por otros motivos. Por ejemplo, existen tres tipos de obesidad según cómo se distribuye la grasa por el cuerpo. En primer lugar está la obesidad abdominal o androide, que también se conoce como forma de manzana dado que el exceso de grasa se acumula en el torso, especialmente en el abdomen, y la cara. Por su parte está la obesidad periférica o ginoide que también se conoce como forma de pera, donde la acumulación de grasa se produce concretamente en las caderas y los muslos, por lo que es muy frecuente en mujeres. Y, por supuesto, está la obesidad homogénea en donde la grasa se reparte proporcionalmente por toda la figura.
Pero los tipos de obesidad no solo quedan ahí, pues se establece otro tipo de diferenciación en relación a la causa que provoca el aumento de peso. Por eso mismo se habla de obesidad genética cuando por herencia el paciente cuenta con esa predisposición a padecer obesidad. Por otro lado está la dietética, en la que entran dos factores clave, el sedentarismo unido a una alimentación excesivamente calórica.
Fuera de estos dos tipos muy comunes hay más, como la que se provoca por desajuste, es decir, aunque ya se haya comido la sensación de saciedad no llega, por lo que tiene la necesidad de seguir ingiriendo alimentos. De forma poco frecuente puede aparecer la obesidad por defecto termogenético, cuando el organismo no es capaz de quemar las calorías de forma eficiente. En otro orden, también se establece la obesidad que se provoca por enfermedades endocrinas a su vez que la obesidad por el consumo de fármacos o por defectos cromosómicos.
Principalmente la obesidad se separa en diferentes grados según lo indicado por el IMC, aunque también se puede hacer distinción de la obesidad por sus causas o su forma de acumulación de grasa. Aún así, los cuatro grados de obesidad es la forma más fiable para tratar la patología teniendo en cuenta los causantes y otros aspectos de interés para el especialista.