José Antonio Marina (Toledo, 1939) es uno de los sabios de nuestro siglo. Un sabio a pie de calle generoso que, además de saber, lo cuenta. Es filósofo, pedagogo, ensayista, conferenciante… Y cultivador de plantas, algo de lo que se siente especialmente orgulloso: "Escritores de libros hay muchos; inventores de berzas, pocos". Sus lúcidas reflexiones han surgido de un vastísimo viaje por todas las ramas del saber y, aunque su curiosidad es insaciable, tenemos el convencimiento de que conoce como pocos los asuntos humanos.
La Fundación máshumano acaba de reconocer su contribución a la educación y la formación integral de las personas con el premio Pensamiento Humanista, galardón que ha aprovechado para reivindicar un humanismo de tercera generación que "reconcilie las ciencias y las letras", una nueva ciencia que él llamaría la de la evolución de las culturas. Para Uppers ha sido un magnífico pretexto para conversar con él.
Cuenta que de niño se compró una lupa y empezó a buscar huellas y vestigios de no sabía qué, pero enseguida decidió investigar al ser humano y el afán se volvió casi adictivo. Publicó su primer libro, 'Elogio y refutación del ingenio', en 1992 y desde entonces no hay año que no nos sorprenda con uno o varios títulos nuevos y uno o varios premios y distinciones. Ha escrito sobre inteligencia, ética, sentimientos, lenguaje, educación, talento, belleza, sexualidad, convivencia, familia, mujer, creatividad… También sobre la estupidez humana.
Cree que debería existir una teoría científica sobre ella y una vacuna de urgente necesidad contra la tontería. Esta es, según dice, el mayor fracaso de la inteligencia: "no ser capaz de ajustarse a la realidad ni de solucionar los problemas afectivos o sociales o políticos, emprender metas disparatadas, amargarse la vida o despeñarse por la crueldad".
Uno de sus logros ha sido impulsar una movilización educativa, unir el talento de miles de personas e involucrar a una buena parte de la sociedad en la tarea de mejorar la educación. Frente a esa "rueda infernal de las excusas", en las que el padre culpa a la escuela, la escuela al padre, todos a la televisión, la televisión al espectador y todos al gobierno, Marina apela a la responsabilidad de los ciudadanos.
Si algo nos preocupa en Uppers, es el talento a medida que vamos cumpliendo años. ¿Lo mejoramos o se deteriora naturalmente como tantas otras cosas? "Talento -responde- es el buen uso de la de la inteligencia. Consiste en elegir bien las metas y manejar la información, gestionar las emociones y activar las funciones ejecutivas necesarias para conseguirlas. La inteligencia cambia a lo largo de la vida y, por lo tanto, también su buen uso. Hay por ello un talento infantil, un talento adolescente (al que dediqué un libro), un talento adulto, y un talento senior". Nos lo detalla con un ejemplo: "La capacidad de aprender de un senior es menor que la de un joven, su inteligencia es menos rápida, pero si aprende a manejar su memoria los resultados finales pueden ser equiparables".
A pesar de lo popular que es el proverbio, Marina no cree que la sabiduría nos la echan los años. "Me parece un vestigio de un momento histórico muy lejano, cuando el saber de una cultura estaba guardado en la memoria de los ancianos. En este momento no es real. La edad, sin más, no enseña nada. Si así fuera, todos los octogenarios serían sabios, cosa que no es cierta. La edad puede causar rigidez en las ideas, o manías, o escepticismo. Por eso me ha interesado estudiar el talento senior".
Sus palabras nos llevan a otra curiosidad: ¿qué nos lleva a pensar que ya no necesitamos aprender más? "En la escuela -explica- adquirimos una perversa idea de aprender. Lo identificamos con estudiar y como estudiar puede ser una obligación desagradable extendemos esta idea al aprendizaje, que es, sin embargo, una de las experiencias cumbres de la humanidad. He dado clase a personas muy mayores, y es sorprendente la pasión por aprender que pueden desarrollar. Este placer es el que hay que recuperar".
No obstante, y aunque el diablo no sepa más por viejo, sostiene que las generaciones mayores de 50 son las que aún tienen una idea amplia de cultura. "Recuerdan el camino que hemos recorrido para llegar donde estamos. En este momento vivimos una exaltación de la innovación, del cambio, de la creatividad, como si todo esto saliera de la nada. Estamos educando generaciones desmemoriadas, que menosprecian la historia, y esto produce una superficialidad peligrosa. El auge de los populismos y de los sistemas iliberales son fruto de esa superficialidad".
Su labor como pedagogo y profesor le ha permitido desarrollar un pensamiento profundo sobre las poblaciones más jóvenes y el aumento de la depresión clínica, algo que ya empezó a preverse hace veinte años. "Vivimos en una sociedad que está resultando patógena para la gente joven, bajo la apariencia de que la está mimando mucho. Estamos deteriorando el sistema inmunológico mental y social de los niños y los adolescentes, lo que los hace más vulnerables".
No está dispuesto a dejarlo pasar y revela que trabaja en lo que él llama "vacuna contra los problemas mentales. Será un modo de aumentar su capacidad de protección y respuesta". Asegura que no es el primero ni el único. "Donald Meichenbaum ya elaboró una vacuna contra el estrés y Martin Seligman otra contra la depresión".
¿Qué está ocurriendo? ¿Las sociedades anteriores nos preparaban mejor frente a la adversidad? "La educación de mi generación -dice- se basaba en dos pilares: el sentido del deber y la obediencia a la norma, la disciplina. Esto producía una cierta dureza, una capacidad de esfuerzo. Sin embargo, carecíamos de los otros dos pilares: la conciencia de los derechos y la valoración de la libertad". Lo idea, en su opinión, sería un ajuste y tiene confianza en que acertemos en fortalecer los cuatro pilares. "Por ahora no lo estamos haciendo bien".
En su último libro, 'El deseo interminable', habla de cómo nos perdemos en la búsqueda de la felicidad como una experiencia subjetiva, en una sucesión de deseos dejando siempre algo por cumplir. Aunque no es amigo de soluciones fáciles, nos define la felicidad de una manera simple y muy práctica.
"Sería la armoniosa satisfacción de nuestras tres grandes necesidades: pasarlo bien, mantener relaciones afectivas satisfactorias, y ampliar nuestras posibilidades de acción". Y antes de que caigamos en la cuenta del tiempo perdido, nos invita a repetir una vieja letanía, usándola, si se prefiere, laicamente: "Dame, Señor, fuerza para soportar lo que no puedo cambiar; valentía para cambiar lo que puede ser cambiado; y sabiduría para distinguir una cosa de la otra".