El cambio en quince años ha sido drástico: cada persona tiene ahora un móvil, con una cámara, con internet. Y eso ha influido en todo. Incluso en cómo percibimos los recuerdos. Y a nosotros mismos. Todas las casas de los setenta y ochenta tenían un espacio en la estantería del salón reservado a los álbumes de fotos familiares. Archivadores de anillas con hojas autoadhesivas en los que se iban colocando atropelladamente nacimientos, cumpleaños, navidades, amigos, viajes. Nos fijaban la memoria. Abrirlos era activar la máquina del tiempo. Y nos gustaba, incluso mucho, dejarnos embriagar de vez en cuando por toda aquella sensación de intimidad.
Pero eso se está perdiendo. Hay que estar muy atento para hacer el esfuerzo de pasar a papel una de las, por ejemplo, seis versiones de la misma foto que hacemos cada vez. Da pereza, es laborioso en la era de la inmediatez. Para muchos es un gesto titánico. Casi de monje amanuense, documentalista rebuscando en la Biblioteca de Alejandría del siglo XXI. Quién nos iba a decir que el tsunami de imágenes de nosotros mismos iba a acabar dejándonos, justo, sin imágenes de nosotros mismos. Y de los nuestros.
Algo intuyó ya en 1973 Susan Sontag en su ensayo 'Sobre la fotografía', en el que investigaba cómo la omnipresencia de las imágenes influía en la realidad. La pensadora vino a decir que la sobresaturación nos iba a anestesiar. Claro que no pudo adivinar el acelerador exponencial que supuso un móvil por persona. ¿Qué estamos perdiendo sin fotos en papel? ¿Qué pasa en nuestro cerebro y en nuestro cuerpo si no tenemos álbumes que nos cuenten y a los que ir regresando? ¿Cómo gestionan la intimidad y la pertenencia los más jóvenes? ¿Solo importa una foto si va a ser mostrada ahí fuera?
Estas preguntas comienzan a hacérselas cada vez gente, sobre todo al darse cuenta de que sus hijos y el resto de seres queridos no tienen a mano ningún álbum que abrir, islas amables en las que orillarse una tarde cualquiera en el sofá. Existe ya una pequeña revolución de galos que, al menos una vez al año, se empeñan en imprimir parte de su memoria contra el Imperio de los romanos, siempre tan prácticos. Lo revolucionario ha pasado a ser ‘perder’ tiempo imprimiendo para, en realidad, ganarlo.
“Es casi como plantar una semilla; esas imágenes, que hoy son el presente, se van cargando de valor con los meses. Y no hablo de muchos, a los dos o tres años ya parecen años luz”, explica Julián Alonso, profesor universitario de 54 años, con dos hijas, uno de esos rebeldes que hace álbumes a menudo. “Es un dinero, la verdad, parece mucho en el momento pero en realidad es menos de lo que nos gastábamos en el carrete y el revelado analógico. Está muy bien invertido, sobre todo si pienso en el bien de mis hijas”.
Todos los expertos le dan la razón. Coinciden en que ver nuestra imagen en edades anteriores y en situaciones ya pasadas nos ayuda a reconocernos y a recordar quiénes hemos sido. Es una manera de enraizar nuestra biografía. “Cuando revisamos esos álbumes nos vamos narrando nuestras vidas y las de nuestros antepasados y esto nos vincula y nos da pertenencia”, explica la psicóloga María Fernanda Plata, experta en apegos y análisis transaccional.
Julián Alonso se pasa las fotos desde el móvil a una carpeta en el ordenador y ahí va componiendo, más grandes o más pequeñas, con fondos de colores o neutros, sus álbumes. Las vacaciones de verano, el 90 cumpleaños del abuelo, la actuación en el colegio, un mix con muchas cosas juntas. Otro cambio significativo de costumbres: la mayoría de las personas ya no imprimen fotos sueltas, sino que hacen su propio álbum-libro encuadernado.
La empresa líder del sector es Hoffman, fundada en Valencia por el alemán Carl Hofmann en 1923, que pasó de editar biblias a álbumes cuando la demanda de libros litúrgicos empezó a caer. Ahora, imprimen más de 1.5 millones de álbumes digitales (España ronda los 47 millones de habitantes y el año pasado se vendieron cerca de 15 millones de móviles) en su planta de Paterna.
“Comencé a hacerlo al nacer mi sobrina, uno cada navidad. Quiero que sepa quién ha sido, cómo le ha querido toda esa gente a su alrededor, el esfuerzo que una persona que te cuida hace todos los días por cuidarte, que se sienta parte de algo. Ahora ella sola se los coge y va pasando hojas, señalando momentos divertidos, tiene sus favoritos y siempre se para en esos. También en la de los abuelos y el bisabuelo, que murió el año pasado”, explica Sara, ingeniera de 49 años. “Para mí es un acto de amor. Y no se explicar por qué, pero a ella le hace bien”, añade.
Un sentimiento ese de la pertenencia y la comunidad que también ha ido cambiando con respecto a las generaciones de padres y abuelos. “Los gen Z y millennials están más afectados por el desarrollo de la tecnología y el exceso de visibilidad de lo íntimo en las redes sociales. Esto, a diferencia de sus padres de la Generación X o Boomers, les termina condicionando en la construcción de su identidad. Las generaciones anteriores tuvimos más anonimato en nuestro desarrollo”, afirma Plata, quien aconseja además pensárselo dos veces a la hora de colgar una foto de los niños en redes. Ya en 2016 una joven austriaca denunció a sus padres por violación de su privacidad y los hijos de algunas las influencers comienzan a hacer lo mismo.
Para los que se acuerdan de cómo era el mundo sin internet, los límites de la intimidad están bastante claros: lo íntimo, dentro; lo público, fuera. Esos álbumes de anillas tenían valor per ser, no necesitaban la validación externa de un grupo de seguidores. Los ‘álbumes’ de ahora son un feed de Instagram, sujetos a todo tipo de comentarios de todo tipo de personas, muchas desconocidas. “Los más jóvenes no tienen tan clara esa línea. Tienen el pensamiento implícito de que si no lo pones en redes no ha sucedido o ha sucedido menos. Les cuesta más dar valor a lo que ocurre en lo íntimo si no es hecho público… y comentado”, explica Plata.
También lo piensa así el psicólogo estadounidense David A. Krauss, autor del libro ‘Phototherapy in Mental Health’ (‘Fototerapia en salud mental’), un referente desde hace décadas en usar las fotos como terapia en el hogar. “Es muy útil que los niños y adolescentes se vean a sí mismos como una parte valiosa e importante de la unidad familiar”, explica.
De ahí que aconseje exponer fotos en las paredes y dejar los álbumes en lugares donde puedan acceder a ellos con facilidad y sin dar al botón de ningún dispositivo. De hecho, inventó el término “confort emocional” para este este sentimiento instantáneo de pertenencia e identidad al hilo de las imágenes en el hogar, que no solo llega a los más pequeños, sino también a los adultos.