Valoramos los bolsillos en los pijamas, como nuestras madres y abuelas hacían con el delantal, nos teñimos las canas en casa (la venta de tintes ha aumentado un 36%), recuperamos viejas recetas a base de harina, paciencia y huevos, movemos el cuerpo con Eva Nasarre, miramos con pasión el transcurrir de la vida cotidiana tras el visillo, nos libramos de lo accesorio y preguntamos continuamente "¿cómo están los tuyos?". Con ustedes, lo mejor de los abuelos en nosotros mismos. Vaya por ellos este homenaje.
Mi tía tiene 91 años, vive en una aldea en Galicia y durante una de nuestras primeras charlas tras el estado de alarma se me ocurrió preguntarle: "¿Cómo lleva el confinamiento?". "¿Cómo llevo el qué?", respondió ella. Me di cuenta enseguida de que mi pregunta era absurda: mi tía lleva décadas instalada en un cómodo y voluntario confinamiento.
Apenas sale de casa (todo sea dicho, tiene una hermosa finca con manzanos, perales, limoneros, hortensias, una palmera, un gladiolo y un ciprés), gasta únicamente en la compra del supermercado –que le llevan a casa– y su vida social consiste en las charlas con los vecinos de las fincas colindantes (la distancia social se inventó en su aldea hace años cuando empezaron a crecer setos entre las vallas que dividen las fincas) y, lamentablemente, en los funerales de los vecinos que deciden que ya es hora de partir (de eso hablé más detalladamente en este artículo).
Los medios se han llenado de artículos hablándonos del confinamiento grandilocuente, glamouroso y legendario que otros ya hicieron antes y mejor: hemos vuelto a leer sobre cómo Mina, J.D. Salinger, Greta Garbo o Maria Callas se metieron en sus casas y no salieron más. Pero probablemente nuestro reflejo más cercano y del que más podemos aprender los tenemos más cerca y están en nuestra propia familia. Somos nuestros mayores.
Nos hemos desecho de todo lo prescindible. Poco lugar queda para la vanidad cuando solo salimos de casa para ir al supermercado con mascarilla y guantes. Los gastos de muchos de nosotros se limitan actualmente a la compra del supermercado y a las facturas del hogar. Ahorraremos, sí, pero muy probablemente lo vamos a necesitar. En The New York Times ya hablan de una gran tendencia para el 2020: "salir a caminar".
Con los gimnasios cerrados hasta nueva orden, andamos como locos por hacer algo tan básico como salir a andar y a correr. Ese salir a andar siempre fue una costumbre que asociábamos a nuestros mayores, que armados con un calzado cómodo se iban a explorar la ciudad, a analizar todos y cada uno de sus progresos para volver y comentar con derrota: "El bar de Julito es ahora una tienda de carcasas". Ahora mismo, esos somos nosotros. Salir a andar y ver edificios es lo que más nos apetece.
"¿Cómo estás? ¿Cómo están tus padres? ¿Cómo están tus hermanos? ¿Estáis todos bien?". Nuestras conversaciones están de repente precedidas de ese diagnóstico a medio camino entre doctor, portera y amigo. Porque si vas a comentar con alguien las frivolidades del encierro, a contarle que tu vecino cuelga demasiadas toallas o a quejarte porque estás harto de estar en casa, asegúrate siempre antes de que ese alguien no tiene problemas de verdad.
No solo llevamos pijamas durante más tiempo, también les exigimos ciertas comodidades hiperimportantes ahora mismo: que tengan bolsillso. Ya no nos vale ese chándal de marca con unos bolsillos mínimos donde caben los AirPods pero no cabe un paquete de pañuelos de papel. No nos vale ese bata que alguien nos trajo de Bali que es suave, vistosa y con un precioso estampado tiki, pero que no tiene bolsillos para meter el teléfono móvil. El pijama sin bolsillos es ahora mismo el enemigo.
Y a menudo, cuando tenemos reuniones de Skype con amigos o compañeros de oficina (si somos de esos afortunados que no han perdido su trabajo y podemos hacerlo desde casa), ocurre eso tan divertido que siempre habíamos pensado que era un mito de los presentadores del informativo: nos ponemos elegantes de cintura para arriba y seguimos con el pijama y las pantuflas de cintura para abajo. O sea, ahí somos el híbrido abuelo-alto ejecutivo. Posiblemente, el ser humano perfecto.
Conceptos como la aceituna, el vermut, el palillo, la banderilla, que hasta hace poco pertenecían en el imaginario colectivo a eso que llamamos (siempre con amor) "bares de viejos" están ahora en nuestra casa. Y tiramos de ofertas más que nunca: comprando como compramos en cantidades grandes para tener para una o dos semanas enteras, las ofertas 2x1 o 3x2 nos llaman con luces de colores. Por cierto, una anécdota maravillosa vista en mi supermercado de Madrid: las botellas de vino tienen ya ofertas de 6x5. Si vas a beber, que sea a lo grande. Querría haber hecho una foto, pero con los guantes estaba complicado.
Las ventas de tintes han aumentado un 40%. Tras varias semanas con la raíz acechando, nos hemos puesto manos a la obra nosotros mismos. Estamos tiñéndonos y cortándonos el pelo en casa, probablemente por encima de nuestras posibilidades. Cuánto pienso durante estos días en la peluquería ilegal que regentaba Lola Dueñas en Volver.
Probablemente nunca nos habíamos parado a observar tan fijamente nuestros barrios y nunca habíamos saludado con tanto afecto a los de enfrente. Todos somos 'los del visillo'. Un día, de pequeño, mi abuela estaba encaramada a la ventana y de repente musitó: "Los vecinos lavan demasiados calcetines". Y elaboró a continuación una teoría desnortada: podían ser terroristas y era ahí, en los calcetines, donde guardaban sus pistolas.
Más que la conspiración terrorista me impactó que mi abuela prestase tanta atención a un tendal. ¿Cuántas veces tiene que mirar alguien por la ventana de su patio para llegar a esa conclusión y qué y cuántas cosas lava un vecino?, me pregunté. Bien, estos días no dejo de comentar a mis amigos que mi vecino del tercero tiene a demasiada gente viviendo en su casa, porque cuelga toallas en su tendedero todos los días. Abuela, allí donde estés, perdona por mirarte tan raro aquel día.
Hemos cambiado a los youtubers de cocina moderna por los libros de Simone Ortega. Estamos haciendo pan como locos. Estamos haciendo bizcochos de todos los tamaños y taxonomías. Tartas de miles de cosas. Magdalenas, cremas, salsas. Y sobre todo estamos haciendo mucha cocina de aprovechamiento y apurando todos esos alimentos que nos quedan en la nevera (¿garbanzos, zanahorias?) para aprovecharlos en una sopita, una crema o un puré. De nuevo con nuestras madres (o padres, ojo) al teléfono volvemos a apuntar recetas en un papel, a recuperar ese guisito que hacía con restos de pollo, jamón y brócoli.
Al terminar de comer todo eso, y ante la imposibilidad por ahora de salir a caminar (de ese otro homenaje a nuestros mayores ya hablaremos durante la desescalada), muchos nos situamos frente a una pantalla para seguir los ejercicios guiados de una figura que nos invita a mover las rodillas y las caderas igual que muchos hicieron en los años ochenta, ya fuese con Jane Fonda o con Eva Nasarre. Y por teléfono se repite ese comentario tan de abuelo preocupado: "¡Cuidado no te vayas a romper nada!".
Y estamos escuchando la radio. Mucho. Los datos demuestran que el consumo de radio se ha disparado mientras la música en streaming (o sea, Spotify y sus semejantes) se ha estancado. Admitámoslo: en esta soledad nueva que atravesamos, la voz humana se hace más necesaria que nunca. Pocas cosas nos reconfortan más que saber que los locutores matinales, la tertulia política, los polemistas de Sálvame o los presentadores de informativos siguen ahí. Esas imágenes que no han cambiado son nuestro nexo con un mundo anterior y mucho más amable.
Dependemos mucho más de la tecnología, es obvio. Estamos mucho más pegados a las pantallas y, a menudo, tenemos que llamar a los más jóvenes para que nos expliquen cómo va exactamente esa modernidad de Zoom, justo cuando ya nos habíamos hecho a Skype ("¡Te tiene que llegar un mensaje con un código!", siempre gritan los centennials al otro lado del teléfono). Pero precisamente por esa dependencia también hemos valorado el placer (para el alma y también para los ojos cansados) que es apagar las pantallas y volver a los objetos. Por ejemplo, hemos vuelto a coser. Medios internacionales como Forbes saludan ya el punto como una actividad que ayuda a rebajar el estrés y centrar la atención. Y desde la Asociación Española de Puzzles ya han hablado del aumento de la venta de estos juegos ideales para la vista y la mente y para los que, por primera vez, tenemos todo el tiempo del mundo. Frente a la incertidumbre, lo tangible.
De Amazon, a la tienda de Antonio. Ahí andamos. Estamos empezando a valorar y dar preferencia de nuevo al comercio de proximidad. Nos informamos de qué librerías pequeñas envían ejemplares a casa y qué restaurante de nuestro barrio reparte para ayudarle a sobrellevar la crisis. ¿Quién quiere ahora saber decir bien "Starbucks"?
Y mientras nos comportamos de una forma más parecida a la suya, también los atendemos y valoramos como siempre se merecieron. Les cantamos cumpleaños feliz por el balcón, les ayudamos con la compra y las empresas de telecomunicaciones establecen protocolos para darles preferencia en la atención telefónica. Y ellos parecen recibir con satisfacción esta nueva realidad en la que un virus los pone en la picota, pero la humanidad entera se detiene para protegerlos. Esta frase es del cómico Dave Chappelle y es digna de ser recordada durante todos estos días de confinamiento: "Debes de estar haciendo las cosas bien si a la gente mayor le gustas".