El coronavirus ha pasado como un tifón por nuestras vidas y una de las mayores damnificadas es la amistad. La tecnología ha ampliado nuestros círculos sociales y nos ha permitido seguir en conexión, pero ¿qué ha ocurrido con los amigos de verdad? ¿Han estado a la altura? ¿Lo hemos estado nosotros? ¿A quién nos apetece ver realmente ahora que se relajan las medidas? Algunos expertos en psicología social han empezado a sacar sus conclusiones y aseguran que nos llevará tiempo recomponer este desaguisado.
Cuando nuestros lectores responden a estas preguntas, la sensación es la misma que aparece en una encuesta realizada por investigadores australianos: "Saldremos de esta con menos amigos, pero más leales". Así lo asegura Luis, de 52 años, un ingeniero informático que sometió a su gente más cercana a la arriesgada prueba de ver cuánto tiempo tardaría en recibir llamadas si él dejaba de hacerlas. "Jugué con fuego y me quemé. Ahora podría estar cruzando a nado el océano y solo unos pocos lo sabrían". Este hombre, que reconoce que a veces le echa a perder su carácter extremadamente quisquilloso, le produjo vértigo este experimento, pero necesitaba comprobar reciprocidad en los afectos. "Ahora cuando hago recuento con la mano, aún me sobra algún dedo".
Si a esos cuatro amigos de verdad suma su familia más cercana, Luis habrá completado ese círculo de unas 15 personas que el psicólogo británico Robin Dunbar considera necesario para mantener nuestra salud física y mental. Sus análisis sobre el impacto de la pandemia en nuestras relaciones de amistad le han llevado a una conclusión más: sin el contacto físico, la relación puede deteriorarse muy rápidamente. Encuentra en ello una razón evolutiva, ya que los lazos fuertes significaron para nuestros ancestros protección contra el depredador y el enemigo. La distancia física, por el contrario, desestabiliza y fragmenta esas redes.
"¿Para qué necesitas un amigo si no puedes darle un abrazo y si apenas le entiendes porque llevas mascarilla y tampoco puedes acercar la oreja? ¿De qué me sirve si no puedo compartir, cara a cara y de forma natural, chascarrillos, bromas y esas tonterías cotidianas?", se pregunta Juan Pedro, auxiliar de vuelo de 54 años que confiesa con excelente humor que la pandemia, además de sordo, le ha vuelto perezoso en cuestión de amistades a distancia. "El teléfono, las redes, las videollamadas… todo eso lo he vivido hasta el hartazgo", asegura confirmando la tesis de Dunbar: no hay alternativa al contacto humano.
De la misma opinión es María, de 47 años, escultora, que confiesa que tiene un sentido utilitarista de la amistad. "Me encanta la soledad y no dejo que nadie invada mi espacio o mi mundo interior, pero fuera de él, necesito la compañía de los amigos para reír, tomar un café o pasar una mañana en El Retiro madrileño. Son relaciones poco profundas, pero imprescindibles para sentir que estoy viva, que soy un ser social y no una criatura extraña que vive huraña".
Uno de los relatos más entrañables es el de Jesús, de 49 años, dependiente de una cadena de supermercados. Su amistad con dos de sus compañeros, Mónica, de 51, y Carlos Alberto, de 46, le salvó de un estado anímico que empezó a ser preocupante por la sensación cada mañana de ir a la guerra y situarse en primera línea. "Cada día nos llegaban noticias de bajas en diferentes supermercados de la cadena o de otras tiendas. Entonces decidimos cambiar el transporte público por el coche compartido, bastante más seguro y reconfortante para los tres. En los trayectos de vuelta nos desahogábamos o reíamos, y eso nos permitía volver a casa nuevos, con las penas lloradas y habladas. En poco más de un año hemos compartido más confidencias que en los diez anteriores. Más que compañeros, hemos sido amigos, capaces de sentir unos por otros, echarnos una mano o escucharnos sin juzgarnos".
Amy Johnson, experta en comunicación de la Universidad de Oklahoma, ha investigado la amistad en tiempos pandémicos y, en su opinión, la situación ha delatado que tenemos demasiados amigos con los que matar las horas, amistades cuyo vínculo es fruto de una circunstancia: gimnasio, oficina, clases de cerámica. Compartes con ellos grandes ratos, pero fuera de ese contexto descubres que no hay nada en común. "Esa superficialidad se ha convertido en un gran problema. No estábamos preparados para salvar la amistad en semejantes circunstancias".
Por si fuera poco, Instagram ha atizado aún más esta cuestión. La gente no expone su vida con franqueza, sino que publica imágenes que pueden dar lugar a falsas interpretaciones e impiden algo tan necesario como la empatía. "Detrás de una cena en familia aparentemente feliz nadie se detiene a pensar en la tensión al final del día de ese padre que cocinó, batalló con los estudios y peleas de sus hijos adolescentes, teletrabajó y se desesperó por no encontrar un minuto de silencio. Aún es más difícil de imaginar si el amigo que observa sus rutinas es alguien que perdió su trabajo o no ve a sus hijos desde hace tiempo".
A todo ello, Mahzad Hojjat, autora de ‘Psychology of Friendship’, añade nuestra mala salud mental colectiva. ¿Quién no está, si quiera levemente, deprimido? "Poco nos podemos ayudar si todos lo estamos", dice. No dejamos de escuchar historias de amistades quebradas, de personas que se han sentido decepcionadas por el comportamiento inmaduro e insolidario de algún amigo, de gente que siente que ha quedado aislada del grupo por no compartir celebraciones que consideró fuera de lugar y de alguno al que han dejado excluido de esas burbujas sociales que se han ido formando a medida que las medidas lo van permitiendo. Sigue siendo complicado conciliar el deseo de normalidad con los amigos con el miedo al contagio y la necesidad de proteger nuestra salud.
Ahora lo difícil, según apunta Dunbar, será que esas personas que han tenido una conducta hipervigilante y ansiosa retomen sus relaciones sociales sin presión y sin contar el número de veces que el otro se limpia con gel hidroalcohólico. Si hay un deseo que comparten tanto los lectores como los investigadores que se están ocupando del asunto es volver a disfrutar de la amistad tal y como la entendíamos. Con el grado de profundidad que uno desee, pero como diría Shakespeare, sujeta al alma con ganchos de acero.