Las serpientes, los roedores, el ascensor, salir a escena, hablar en público, subir a un avión… El miedo es natural en el ser humano y, desde que empezó la pandemia, el psicólogo Javier Urra no ha dejado de reflexionar sobre algunos temores ahora más frecuentes. "Es nuestro compañero de vida -dice-. Nos crea miedo todo aquello que pueda suponer una amenaza, real o imaginaria: contagiarnos, la enfermedad de un ser querido, la muerte, la ruina económica, la falta de trabajo, el dolor, una pérdida, la soledad, un cambio. Vivimos una gran crisis de confianza que crece a medida que no sabemos si las cosas mejorarán a corto o medio plazo".
Hablamos de una emoción básica que nos ha ayudado a sobrevivir como especie. Su función es adaptativa, puesto que nos previene de ciertos peligros o condiciones que pueden cambiar y nos prepara para afrontarlos huyendo, protegiéndonos o atacando. Su ausencia podría derivar en un comportamiento temerario o imprudente.
Sin embargo, algunas personas se paralizan, incluso cuando el peligro es imaginario. En ocasiones son miedos transmitidos por el entorno y la familia. Hay personas con mayor disposición a elucubrar historias amenazantes sin escatimar ningún detalle en su cabeza.
La ciencia tiene una explicación muy clara de lo que nos está ocurriendo. El tálamo es la zona que identifica el miedo a través de dos circuitos: la amígdala (emocional) y el neocórtex (funciones cognitivas superiores). La primera extrae la información de una manera inmediata desencadenando cambios fisiológicos y respuestas del sistema nervioso autónomo. El corazón bombea más oxígeno, las pupilas se dilatan y ocurre una mayor producción de las hormonas del estrés. La sensación de miedo invade el organismo, mientras que el neocórtex aún no ha tenido tiempo de reaccionar. Si ese estrés continuase en aumento, habría un riesgo grave de colapso.
Según el neurocientífico Joseph LeDoux, director del Emotional Brain Institute de Nueva York, el problema es que se transforma en ansiedad de forma muy rápida. Pone el ejemplo de una serpiente. Si te topas con ella, el corazón se acelera y el pensamiento se centra en el peligro. Inmediatamente, el miedo se transforma en algo más complejo: ansiedad. Entonces genera una cadena de pensamientos: "qué pasará si es venenosa, si tienes que ir al hospital, si mueres…"
Urra entiende que todo lo que está sucediendo pueda hundirnos en la peor de nuestras pesadillas, más por la impotencia de tener que combatir lo que no se ve. "Nos inquieta sentirnos atrapados. Más que nunca, necesitaríamos utilizar la razón y, sin embargo, nos embarga la emoción del miedo". Lo bueno es que, si somos conscientes, podemos al menos manejarlo. Estos son sus consejos:
Estamos rodeados de pensamientos catastrofistas, por lo que no es extraño que algunas personas entren en pánico. Y lo peor, según advierte el psicólogo, es que el miedo nos hace obedientes. "Una vez que somos conscientes -señala-, debemos manejar la ansiedad, racionar la información, evitar que todo nuestro pensamiento y emociones giren en torno a esa negatividad y dramatismo, no airear reiteradamente nuestras inseguridades". La buena noticia es que esto pasará. "Seamos prudentes y no tomemos decisiones definitivas". Conviene mantener la comunicación fluida, la conexión emocional, reservar espacios de intimidad y prestar atención a las necesidades de otros.
Habrá que identificar el miedo, darle nombre y exponer los motivos. ¿Es una amenaza real? Tal vez estemos derrochando una energía que sería muy útil para otras tareas. Plantándole cara aprendemos a activar partes de ese cerebro más lógicas y conscientes. La terapia de aceptación y compromiso de Kristy Dalrymple, de la Universidad de Brown, una de las más seguidas, tiene un planteamiento muy siempre: Acepta que tienes miedo y examina las causas, comprométete a superarlo y sé congruente contigo mismo. Esta actitud evita la respuesta inmediata de la amígdala.
Dice Javier Urra que lo que se respira en este momento es miedo, no precaución, prevención o respeto. Es una actitud poco pragmática que impide ocuparnos de lo realmente importante mientras el cerebro sigue enredado en temores que pocas veces se cumplen. La estadística está de nuestra parte. El 91% de nuestras preocupaciones no se cumplen, según un estudio de la Universidad Estatal de Pensilvania (Estados Unidos). Esta certeza debería ser suficiente para bajar el nivel de nuestra ansiedad, lo que mejoraría notablemente nuestra salud.
Tendemos a retroalimentar nuestros miedos con historias truculentas, en el caso del pavor a volar, o terroríficas, si el motivo son los muertos, por ejemplo. En el ejemplo de la pandemia, algunas personas procesan continuamente información que no siempre es veraz, provocando que sus temores sean desproporcionados y sobrepasen la línea de lo razonable. Antonio Cano Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS), alerta de que "la información menos verídica suele contener un nivel emocional muy alto y contagioso, lo que contribuye a transformarlo en miedo colectivo y anular nuestra capacidad de actuar y de tomar decisiones con cautela".
Cano Vindel aconseja recurrir a técnicas de relajación y respiración para reducir el estado de alerta y el estrés. Es fundamental relajar el cuerpo para tranquilar la mente y hacer una reestructuración cognitiva. "Por cada miedo, hay un montón de datos, hechos y argumentos más que convincentes. Si aun así esa persona no es capaz de controlar su ansiedad, lo más indicado es que pida ayuda psicológica". Y lanza una seria advertencia: "la medicación es un mal parche".
La recomendación final de Urra es conectar con aquellas situaciones en las que pudimos sobrevivir a los malos ratos, pensar en lo valioso que puede ser uno mismo para ayudar a los demás y pensar en quienes han superado baches en peores circunstancias. Y, por último, "transmitir a nuestros hijos un amor confiado, en lugar de miedoso, para que busquen sus propias respuestas".