Niño, padre o abuelo. No hay nadie que en algún momento no haya echado al menos una partida al futbolín. Un juego de lo más simple que nos trajo el fútbol en versión reducida, haciéndolo apto para aquellos que son algo torpes con las piernas pero siempre soñaron con chutar el balón. Pese a que hay varias versiones, lo cierto es que su invención se le atribuye a un español, al gallego Alejandro Finisterre, nombre por el que se conoce a Alexandre Campos Ramírez. Poeta, escritor e inventor, tomó su apellido de su lugar de nacimiento y vivió parte de su vida exiliado, pero un bombardeo durante la Guerra Civil hizo que le trasladaran a un hogar de convalecientes en Cataluña, donde surgió el famoso futbolín.
Según explican desde la Real Academia de la Historia (RAH), Finisterre fue hijo de un fabricante de calzado que a los cinco años se trasladó a A Coruña, ciudad en la que vivió hasta que a los 15 años se mudó a Madrid para cursar el bachillerato. Allí tuvo que hacer varios trabajos porque la empresa de su padre había quebrado para así poder pagarse los estudios, haciendo de peón de albañil o corrigiendo tareas de niños de preescolar.
Durante esa etapa conoció al poeta León Felipe con el que forjó una gran amistad. En aquellos años fundó el periódico Paso de Juventud y empezó a firmar como Alejandro Finisterre en artículos políticos o poemas propios. Y se plantó en 1936 y la Guerra Civil. Cuando tenía 17 años, en pleno asedio a Madrid, un bombardeo lo sepultó, pero fue rescatado y trasladado a Valencia, aunque finalmente fue a parar a Cataluña.
Allí, mientras se recuperaba junto a sus compañeros, se lamentaban porque no podían jugar al fútbol. "Como me gustaba el tenis de mesa pensé, ¿por qué no inventar el futbolín?", resalta The Guardian. Este mismo diario cuenta en el obituario dedicado al poeta en 2007 cuando murió en Zamora que Finisterre había encontrado un carpintero, Francisco Javier Altuna, para construir la mesa y tallar las figuras, y finalmente patentó el invento en 1937 durante su estancia en Barcelona.
Al acabar la guerra se exilió a Francia y, según cuenta National Geographic, perdió los documentos de la patente, razón por la que no se conoce cómo era el primer futbolín. Más tarde, en 1948, se mudó a Ecuador, donde retomó su trabajo como editor y la poesía, pero allí solo estuvo unos años, ya que terminó mudándose a Guatemala en 1952. En Cabo Santa María consiguió perfeccionar su técnica y comercializar el futbolín al añadirle unas barras mejores de acero y una mesa de caoba. Durante su estancia en Guatemala conoció al Che Guevara, con el que termina uniéndole una gran amistad y echando más de una partida al futbolín.
Sin embargo, al parecer durante el golpe de estado en el país por parte del coronel Castillo Armas, el régimen franquista aprovechó para devolverlo a España con un secuestro que resultó frustrado, aunque el segundo sí que terminó siendo efectivo y tuvo que volver a España.
Como resalta la RAH, en el vuelo que le prepararon se fue hasta el lavabo del avión y 'fabricó' una bomba falsa al envolver una pastilla de jabón con papel de aluminio con la que amenazó a la tripulación, consiguiendo así desviar el avión a Panamá y, una vez allí, se va a México. A lo largo de su estancia en el país, edita varios títulos de poesía de diferentes autores hispanohablantes exiliados, donde además se le propuso como miembro de la Real Academia Galega.
Volvió a España durante la transición y se casó con la cantante lírica María Herrero y fue, precisamente en su vuelta a España, cuando descubrió cómo se había expandido el futbolín y el éxito de masas que era aquel juego que, en su día, surgió en un hospital catalán en plena Guerra Civil.
No obstante, antes de Alejandro Finisterre se cree que hubo otros inventores previos del futbolín. Según cuenta National Geographic, varios países lo construyeron a finales del siglo XIX, pero no llegó a triunfar en ninguno hasta que, a comienzos del siglo XX, un suizo creó el suyo y tuvo cierto éxito hasta el punto de fundar una sociedad para producir sus futbolines en otras regiones europeas. Todo esto antes de que Finisterre patentara su invento en 1937.