"Después de largos años apostando por su vida -anota Marcela Serrano el 6 de febrero de 2020-, hoy el magnolio se atrevió a florecer. Su primera flor. Desperdiciar la vida es un pecado mortal". Tal es el espíritu de estas observaciones hechas, casi diríamos trazadas, desde la fascinación y la serenidad. Serrano empezó a escribir estas notas -que se resiste a llamar diario- en 2020, poco antes de que empezara la pandemia. Después, durante el encierro y en los dos años posteriores continuó anotando cosas con una única exclusión: no hablaría de lo que hacía ella misma durante el día, solo se limitaría a describir el comportamiento de todo demás, las personas, los animales, las plantas, las nubes, su propia memoria. El resultado es una especie de bitácora mínima y personal de la vida fuera de ella misma, pero desde un yo irrenunciable.
Empezó a escribir ‘A vuelo de pájaro’ en 2020. ¿Es un libro ligado a la pandemia? ¿Preferiría que no lo fuera?
La pandemia explotó cuando yo ya había comenzado este proyecto, y como duró tres años, tampoco cubrió el tiempo entero de la escritura. No pensé en un registro de pandemia, solo sucedió.
¿Qué la llevó, en todo caso, a elegir el formato ‘diario’?
Para ser rigurosa, este no es un diario. Son solo observaciones fechadas donde mi vida diaria está ausente. No relato mis acciones de cada día ni donde voy ni a quién veo, etc. Solo decidí observar 'a vuelo de pájaro' la realidad y anotarla. Para mí resultó ser un formato amable, que me daba enorme libertad pero también disciplina.
¿Es la misma persona la que escribe los diarios que la que los lee ahora?
Ahora no los leo.
¿Por qué fueron tan importantes las conversaciones con sus hermanas?
Tengo hermanas inteligentes y entretenidas, cada una funciona en un mundo diferente y aporta desde su propio ángulo. Somos dueñas de un “léxico familiar” y compartimos miles de recuerdos, lo que no es poco. Además, nos reímos mucho. Eso es lo más importante.
¿Qué espacio ocupan en su felicidad los otros, los suyos?
Un espacio grande: los afectos. Sin ellos se puede llegar a un grave egocentrismo y tanto el cerebro como el corazón empobrecerían. Al final, son los ojos de los otros quienes mejor te cuentan quién eres. Y en el momento final, al dar el último respiro, es lo único que cuenta.
A diferencia de otros amores, el amor a un nieto es algo que se aprende solo en la madurez. ¿Esperaba que fuera lo que es?
No, no lo esperaba. Veía a mis amigas hablar de sus nietos y no solo me aburría, las encontraba unas fanáticas. Es una vivencia terriblemente personal, muy difícil de explicar a otro que no ha pasado por ella. Y sí, solo la madurez puede abarcarlo, no cabe duda.
¿Qué se siente cuando empiezan a morir los amigos?
Algo cercano al fin. Se muere un poco con ellos.
¿Cómo es esa felicidad que le da mirar a los perros del campo?
Indescriptible. Es como si la lealtad misma se moviera, ladrase, se hiciera carne. Además, me siento protegida cuando los miro cerca de mí, nada muy malo puede pasar con ellos ahí.
¿Cree que el tiempo pasa de manera distinta a los 30 y los 70?
A los 30 lo desperdiciamos mucho, hacemos tantas tonteras, se vive en perpetuo movimiento y lo gastamos en ansiedades del futuro como si el presente anduviera muy lento. A los 70 ya se han tomado casi todas las decisiones claves y el tiempo resulta más propio, menos dado a que te lo arrebaten.
¿Cambia nuestra percepción del mundo?
Lo saludable es que cambie. Y que nosotras, las mayores, seamos flexibles con nuestras percepciones. Si no, es posible que te congeles; el congelamiento no solo te va dejando atrás en el mundo sino a la larga mata.
Releer a los clásicos es algo que solemos hacer pasados los 60. ¿Cree que es así? ¿Qué emoción nueva nos trae este reencuentro?
Lo fascinante es cómo cambian los libros según el momento en que los leíste. El Quijote de mis 14 años nada tenía que ver con el de mis 40, por ejemplo. El lenguaje va adquiriendo sentido en la medida que vas creciendo. Con Homero me pasó lo mismo. Y me llevó de la mano a muchas lecturas nuevas que resultaron ser una gran experiencia. Recuerdo un día en que le comenté a Carlos Fuentes una novela que había sido recién publicada y me respondió que a su edad ya no tenía sentido ni ganas de leer lo reciente, que ahora él solo releía.
¿Cómo le gustaría que escribiesen sobre usted?
¡No tengo idea! Prometo pensarlo.