A los 15 años, Bruno Catalano (62 años), tuvo que abandonar su país natal, Marruecos. Era el pequeño de tres hijos de una familia humilde de Juribga, cerca de Casablanca, y aquella travesía en barco hasta su destino, Marsella (Francia), cargado con una maleta llena de recuerdos, le marcó de por vida. Pensó que le arrancaban una parte de sí mismo. "En mi obra siempre busco el movimiento y la expresión de los sentimientos, doy forma y cera desde la inercia para darles vida. Viniendo yo mismo de Marruecos, llevé estas maletas llenas de recuerdos que represento tan a menudo. No solo contienen imágenes sino también experiencias, deseos: mis raíces en movimiento", dice en su página web.
Es difícil llegar a él y en contadísimas ocasiones ha concedido una entrevista. Sin embargo, en las anotaciones que deja a pie de obra, en su biografía y en su libro 'Introspective' desliza el sentido de su arte. La sensación de desarraigo infantil se repitió cuando, a los 18 años, embarcó como marinero. Durante algo más de dos años navegó por todo el mundo, sin un hogar fijo. "Mientras fui marinero, estaba siempre dejando parte de mí en diferentes países y lugares y es un proceso por el que todos pasamos. Siento que esto ocurre varias veces durante la vida. A todo el mundo le han desaparecido piezas en su vida que no volverá a encontrar".
Con el tiempo tuvo la necesidad de plasmar tanta pérdida en el arte y fue dándole forma hasta llegar a su colección 'Los Viajeros', un muestrario cargado de simbolismo de figuras humanas a las que les falta una parte del cuerpo, como metáfora del vacío que queda cuando uno se ve forzado a dejar su tierra, su vida y su gente y también de esas piezas que uno va dejando allá por donde pasa.
Parece que están suspendidas en el aire, como si flotasen o levitasen. Realmente hay una sutil unión a través de la maleta. Destacan por su realismo. El propósito de Catalano es que parezcan vivas. "El significado puede ser diferente para cada uno, pero para mí las esculturas representan un ciudadano del mundo".
Antes de trabajar con el bronce, probó con materiales más rudos, como la arcilla. Despertó su vocación en 1981 y empezó a formarse en un taller de modelado y dibujo. Enseguida aprendió todos los secretos de este material y en 1985 adquirió un horno en el que coció sus primeras figurillas de barro.
Una visita a Venecia, unos años antes, fue decisiva para que se forjarse en él el gusto por el arte, los detalles, la moda y la singularidad. Sus fuentes fueron Rodin, Giacometti o Bruno Lucchesi. Sin embargo, él da un paso más allá con este surrealismo del vacío en el espacio.
Empezó con estatuillas de unos 30 centímetros en esa fundición instalada en su propia casa. Equilibrando realismo y surrealismo, volcaba en ellas imágenes que tenía grabadas en la memoria, sus vivencias y deseos. Después pasó al bronce fundido. Esta última es su técnica actual, bronce tratado a fragmentos y coloreado en mate.
Con el tiempo, sus personajes han progresado y se han hecho cada vez más grandes, algunos de tres metros. En sus manos, la escultura deja de ser una materia muerta: "Busco el movimiento y la expresión de los sentimientos. Hago emerger nuevas formas de la inercia y logro suavizarlas para darles nueva vida". Sus viajeros realmente existen, son personas que ha ido conociendo a lo largo de su vida: el marinero, el piloto, el hípster, el ejecutivo. A cada uno le imprime una personalidad y un bagaje vital.
Es el caso del caballero de mediana edad con ojeras y cansado, explorando el horizonte con el pensamiento suspendido entre el pasado, el presente y el futuro. En su mano izquierda, una maleta en la que guarda sus vivencias. Ese equipaje, además de hablar del personaje, constituye el punto de apoyo de la escultura, el que une, casi de modo invisible, las dos piezas.
En él transporta nostalgia, orgullo y la esperanza de una vida mejor. Todo lo que posee cabe en una maleta y en el camino se va despojando de lo que creían esencial quedando en absoluta fragilidad. Es el hombre que él define "desfragmentado, desestabilizado y desorientado. Camina tanto hacia su salvación como hacia su perdición". Una de sus esculturas más apreciadas es la de Van Gogh, el pintor que también fue despojado de todo.
La parte ausente que deja en cada una de estas figuras-casi siempre parte del torso- es el fragmento que se queda cuando uno emprende el viaje y también la huella que va dejando en el camino. La partida y el desarraigo son su temática recurrente. 'Los Viajeros' fueron expuestos por primera vez en Marsella, en 2013, con motivo de su capitalidad europea de la cultura.
Desde esa fecha han recorrido China, Bélgica, Suiza, Argentina, Brasil, Estados Unidos y España, entre otros países. Cada escenario es una nueva oportunidad para el viajero, una petición de confianza al ciudadano. Estos cuerpos lacerados se incorporan al paisaje urbano y entablan con sus gentes un inquietante diálogo. La interpretación puede variar según el espacio, la luz, el punto desde el que se mira o la capacidad imaginativa del observador. Es difícil que deje indiferente.
De cada pieza Catalano realiza ocho copias y cuatro pruebas, aunque cada una acaba siendo diferente. 'Los Viajeros' están repartidos por todo el mundo y forman parte de las colecciones privadas más prestigiosas. Van vestidos, calzan mocasines y llevan relojes en las muñecas. Por eso es más fácil reconocerse en cualquiera de ellos.
La obra cobra especial significado ahora que asistimos a una de las mayores crisis migratorias de las últimas décadas. Casi cinco millones de ucranianos han salido del país desde que empezó la invasión rusa. En el personaje inacabado se advierte la pérdida de identidad cultural, el desarraigo, el dolor. El crítico de arte italiano Enzo Di Martino dice que de ellos emana "una especie de identificación entre la vida humana y el viaje". El regreso sería, en su opinión, la verdadera meta.