Este jueves se cumplen diez años de la partida de Peter Seamus Lorcan O'Toole, auténtica leyenda del cine del s. XX. Contaba Richard Harris, otro de los grandes, que en una ocasión estando en plena función shakesperiana en un teatro irlandés, ambos actores decidieron pasar el tiempo que no estaban en escena en el bar de la esquina: "Bebíamos mirando el reloj y calculando los minutos que necesitábamos para volver al teatro y entrar a escena", recordaba Harris. La rutina les funcionaba función tras función. Hasta que un día, claro, se olvidaron. Cuando la actriz que les daba el pie en el escenario ya estaba a punto de decir la líneas, el apuntador tuvo que salir corriendo hacia el bar para traer de regreso a los amigos. "¡Volved! ¡Volved! ¡Os toca!" dijo desesperado. Harris y O'Toole apuraron sus tragos y salieron corriendo hacia el teatro. Harris, que debía entrar primero, llegó al escenario con tanto ímpetu (y tanto alcohol en el cuerpo) que tropezó y fue a caer sobre el regazo de una señora en la primera fila. "¡God Lord! -dijo la buena mujer- Harris está ebrio!", a lo que el actor contestó estoicamente: "Señora, si usted cree que estoy ebrio espere a ver como llega O'Toole".
O'Toole tuvo otros partners en su mítica escalada etílica. Uno de ellos fue Peter Finch. Les gustaba estar 'on the lash' (algo así como 'la marcha' madrileña por sucesivos e interminables bares). En una ocasión, volviendo a casa de Finch decidieron parar a tomar la última en un bar diminuto que era el único que quedaba abierto. Tras unos cuantas 'últimas', O'Toole y Finch estaban tan ebrios que el dueño del pub se negó a seguir sirviéndoles. ¿La solución? Comprar el bar. Al día siguiente Finch recordaba vagamente haber extendido cheques a nombre del dueño. Ambos amigos acudieron a intentar recuperarlos pero no hacía falta, el tipo del bar les regañó y rompió los cheques en ese momento. Les cayó tan bien que se hicieron amigos y, naturalmente, decidieron parar en su bar cada día durante el resto de la temporada. Un buen día el hombre del bar se murió y O'Toole y Finch acudieron a su entierro, pero iban tan borrachos que se equivocaron de entierro y estuvieron un buen rato consolando a los perplejos deudos del desconocido.
Hay infinidad de historias como esta. Como la vez que O'Toole se entró a camello en el programa de David Letterman (dromedario que compartía su afición por la birra y se metió una entre pecho y joroba allí mismo). O la vez que despertó cuatro días después en la casa de 'alguien' sin tener idea de cómo había llegado allí. “Lo que tenía ese grupo de actores era una estupenda locura, una locura lírica”, solía decir Harris. En ese grupo de actores estaban también otros grandes bebedores como Michael Cane -al menos una botella de Vodka al día caía seguro, en sus buenos tiempos-, Richard Burton -se decía que cuando sabía que la película era mala tenían que rodar sus escenas con él actor sentado o tumbado porque no se podía tener en pie de borracho- u Oliver Reed -que además de beodo tenía un físico impresionante, y murió en pleno rodaje de 'Gladiator' cuando, borracho como una cuba, retó a un grupo de jòvenes a un concurso de pulso y le dio un infarto. Reed, por cierto, debe tener el récord británico de consumo de 'pintas': se dice que se llegó a beber un total de 126 (unos 71 litros) en 24 horas. No sea permitido el desperdicio.
En 1976 la salud de O'Toole estaba tan deteriorada por el alcohol que tuvo una pancreatitis que casi lo lleva a la tumba: le extirparon parte del estómago y los intestinos y se le prohibió terminantemente beber. Algo que el actor cumplió a rajatabla... durante algunos años. Ya en sus años otoñales se le podía ver más discretamente con una copa de vino en la mano. Incluso hay una historia suya en pleno festival de San Sebastián, al que acudió en 1990 para presentar una versión restaurada de 'Lawrence de Arabia'. Conocedores de su habitual ruptura de la prohibición de la bebida, los organizadores le pusieron chaperones que lo seguían a todos lados para evitar que se desbande. Fueron tan celosos que al actor no le quedó otra alternativa que descolgarse por la ventana del Hotel Reina Cristina para escapar de sus captores, con la mala suerte de que lo vieron dos periodistas españoles que pasaban por allí y le retuvieron para pedirle una foto. Terminaron pillándolo. La vida no siempre es justa.