El uso del holocausto es uno de esos asuntos que recorren la espina dorsal del cine de las últimas décadas, aunque tal dispendio no haya tenido siempre la misma fortuna. En esta ocasión,'Cine Uppers' ofrece 'La guerra de Hart', una película con un alegato bien estructurado en el escenario de la Segunda Guerra Mundial. Su guion nos traslada al 16 de diciembre de 1944, durante la batalla de las Ardenas. Colin Farrell da vida al teniente Thomas Hart, capturado por los alemanes y enviado como prisionero de guerra a un campo de concentración, y Bruce Willis se pone en la piel del coronel William McNamara, oficial estadounidense de mayor rango que está al mando de los prisioneros.
Película de barracones y frustraciones humanas que se consumen en botellas de alcohol, sonorizada por la compositora Rachel Portman con el dramatismo suficiente para sembrar congoja en las butacas. Con un arranque escalofriante, el espectador avanza durante los 128 minutos de metraje hacia el horror que padecieron millones de judíos, sin cortapisas ni arengas moralistas. El largometraje está basado en la novela homónima de John Katzenback y, dirigido por Gregory Hoblit, se estrenó en Estados Unidos, pocos meses después del atentado contra las Torres Gemelas, cuando aún bullía entre los escombros la desolación y la conmoción.
Con su interpretación, Willis consiguió que el público aplaudiera y aclamara su presencia en un registro diferente a sus papeles habituales, de la acción a la comedia, que tan buenos réditos estaba dando a la industria. Se alejaba también de otra etapa de su vida privada, marcada por su relación con la actriz Demi Moore, madre de sus tres hijas, de la que se divorció en 2000 después de 13 años de matrimonio.
A este actor siempre le ha acompañado su fama de rebelde, bravucón, follonero y alcohólico. Cuesta creer que durante su adolescencia sufriera acoso por parte de sus compañeros de instituto a causa de unos problemas de tartamudez que le obligaban a tomarse varios minutos hasta completar una sola frase. Para el show-business no es un hombre fácil. A Terry Gilliam, por ejemplo, le pasma tanta vulnerabilidad en ese porte fuerte y peligroso. Irreverente, siempre elige la provocación, como hizo después de un partido de baloncesto cuando repitió la frase de ‘Jungla de cristal’: “Yippee-Ki-Yay” (hijo de puta). Enseguida se excusó culpando el exabrupto a los desajustes horarios y a su tendencia a sobrestimar su capacidad de estar activo sin dormir lo suficiente.
Tuvo la fortuna de empezar a perder pelo inmediatamente después de que alguien hiciera correr el rumor de que la calvicie es un signo de virilidad, vigor sexual y testosterona a raudales. Y entonces decidió raparse y erigirse como digno representante de la alopecia en Hollywood. En 2007 apareció de esta guisa en la cuarta entrega de ‘Jungla de cristal’: sexy, fuerte y varonil. Se ganó la admiración de muchos hombres y mujeres, a pesar de que la ciencia no tardó en anunciar que nada tiene que ver la calvicie con ese anhelado plus de masculinidad de las estrellas que, como él, acostumbran a rivalizar en testosterona.
Su pose es desafiante, la mirada punzante y la lengua mordaz. Se mueve en la polimetría y ha cultivado casi todos los géneros, aunque el rugido de las armas le provoca especial excitación. El director Kevin Smith dijo que había sido una tortura trabajar con él, nunca obedecía. “Es el más infeliz, amargo y mezquino capullo con el que me he topado”, aseguró.
Ahora parece que le cuesta avanzar, como si se batiera contra su propia sombra. Puede que Bruce Willis sea infinitamente más grande que cualquiera de sus personajes, aunque no haya sido jamás un héroe lo que se dice ejemplar. Realiza cameos para películas que ni siquiera se estrenan o en títulos en los que su presencia se reduce a su imagen en el cartel promocional como puro reclamo. Con más o menos escenas, Bruce Willis sigue sumando y sigue siendo uno de los actores más rentables. Lo más probable es que sea un reservista a la espera de rescate.
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