"Ponen una del Oeste". Esto es lo que decíamos con arrebato cuando éramos pequeños (los entusiastas, más que nada) y daban un western en el cine del barrio o del pueblo. Y la pandilla asistía como un solo hombre, nunca mejor dicho, porque a las chicas, por razones que la ciencia desconoce, nunca les ha hecho demasiada gracia ese mundo que huele a pólvora, a sudor de caballos, a whisky malo y, por qué no decirlo, a sobacos de vaquero (lo más parecido que existe en la naturaleza al tocino rancio de un jamón estropeado). Aquella masculinidad rígida ya no está afortunadamente tan presente, pero la épica del western con la que nos construimos la identidad sigue siendo un reclamo para elegir con qué película disfrutar como un niño.
El cine era el cine del oeste. Lo demás eran películas. Lo que pasa es que la mayoría eran muy malas o muy simples o demasiado americanas (estadounidenses), de modo que a edad muy temprana tuvo que afinarse el paladar para apreciar los grandes platos servidos por John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh.
Aunque todos ellos eran sistemáticamente eclipsados por la presencia astral de ese epifenómeno llamado John Wayne, un producto del cosmos física y metafísicamente irrepetible, un ser que actuaba, pero que no era actor, que aparecía en una película, pero que pertenecía al mundo, una fuerza natural a la que para manifestarse le bastaba solo con la presencia. Dicho más sencillamente, un tipo que se creía lo que hacía, es decir, que creía que era pistolero de verdad y que defendía de verdad a las mujeres y a los niños y a los desamparados de buen corazón (esto era obligatorio) que aparecían por el plató. Y me temo, a tenor de sus posiciones políticas, que también creía que mataba de verdad.
El caso es que con paladar fino o basto la asistencia a una del oeste era un ritual colectivo a base de pipas y altramuces que se iniciaba mucho antes de la función y que terminaba mucho después. Antes, se miraban y remiraban el cartel y los fotogramas publicitarios que colgaban por lo general en la fachada del local, y discutía con los colegas la presunta trama, los presuntos amores y los presuntos muertos y las presuntas hazañas. Estos preámbulos formaban parte de la excitación generada por la película y, de hecho, eran necesarios para llegar a la sala con el nivel adecuado de tensión para presenciar los terribles conflictos en los que se hacía imprescindible –industrialmente imprescindible- que siempre ganaran los buenos.
A la salida, tres cuartos de lo mismo. La película se prolongaba no solo con comentarios sobre el nivel de placer obtenido, sino también mediante la exploración de otras posibilidades que la narración no había contemplado, de tal modo que si en vez de esto hubiera pasado esto otro, entonces, tal vez, habría pasado lo de más allá, y entonces el final sería este y diferente. También se reproducían escenas de la película, duras conversaciones de los protagonistas, duelos de pistola, peleas simuladas de puñetazos…, menos besos -que eso estaba prohibido por la autoridad competente y por la ausencia de las colegas necesarias para que eso resultara apetecible e incluso posible-, todo lo demás era propenso a la reinterpretación.
Luego, a lo largo de la semana y por lo general, la excitación iba remitiendo, aunque puntualmente se suscitaba alguna escenificación, más bien sin venir a cuento y como por una insurgencia o revelación repentina del recuerdo de la película. Por supuesto, indelebles en la memoria, quedaban los detalles que nos acompañarían el resto de nuestras vidas, como la mirada fría ante el enemigo, la mano apoyada en la cadera (donde debería haber una culata), las declaraciones amorosas en tono sentencioso con el rostro pétreo (como quien dicta sentencia) o la sensación interna de invulnerabilidad ante el enemigo, el fracaso y las tribulaciones de la vida (que es solo una sensación y que es solo interna).
Pues bien, a día de hoy, debemos confesar que ver películas del oeste es otra cosa, más individual y clandestina, por supuesto, y absolutamente mal vista por la sociedad de amigos, no digamos por la familia. Eso siempre en el supuesto de que se encuentre una película del oeste con los ingredientes clásicos y que no sea un subterfugio para un thriller psicológico o un drama encubierto de luchas de clases o, peor aún, un pretexto para un festival irrespirable de vísceras y violencia.
También hay que dar por sentado que estas películas o sucedáneos ya no van a verse a una sala comercial, sino que acontecen en el salón de casa y en el anonimato. La sesión suele empezar cuando todos se han ido a la cama o de viaje y mediante alguna vieja grabación, salvo que ocurra el milagro de encontrar algún western moderno o no en las plataformas digitales o por ahí.
Es imprescindible un vaso de whisky hasta el borde o de algo fuertemente psicodélico que haga bullir la imaginación, pues esto es lo que sustituye a las antiguas conversaciones con los colegas antes y después de la proyección: todo debe pasar en la cabeza de uno, pues no hay nadie más. Así, uno debe comentar consigo mismo, contradecirse, retarse y darse de puñetazos simulados, y para eso es obligatoria alguna clase de ingesta no dietética. La ventaja de estas sesiones onanistas es que nadie va a disputarle el papel de John Wayne. En cuanto a los besos, seguimos en la misma disyuntiva, pues los alrededores siguen despoblados de posibles socios.
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