'Eugenio', el documental sobre el auge y ocaso de Eugenio Jofra Bafalluy (1941-2001), Eugenio a secas, es en cierto sentido también una historia sobre la decadencia del chiste, en general. En 2005 The New York Times publicó una especie de obituario en el que su autor, Warren St. John, sostenía que el chiste como forma de humor murió "después de una larga enfermedad de, oh, treinta años". Fue una muerte solitaria, decía el periodista, sin un pariente cercano al que notificar la mala noticia. Cuando llegó la hora del entierro ya todo a su alrededor "eran frases ingeniosas y humor de observación". Hacía tiempo que el humor había cambiado.
Entre las causas del fallecimiento del chiste, el artículo citaba la corrección política, que había disparado el número de ofendidos; la feminización de la cultura, que dejó de transigir con el machismo de muchos chistes de oficina y bares; y en última instancia internet, cuando a finales de los 90 el mundo se lanzó a intercambiar un torrente demencial de chistes por email y las webs especializadas hicieron que todos estuvieran disponibles a la vez, por escrito, diluyéndose el efecto de lo que era, en esencia, una tradición oral.
Cuando cuentas un chiste asumes ciertos riesgos. Al fin y al cabo, haces que la conversación se detenga y que todos se centren en ti. Al arrancar es como si anunciases "ahora voy a hacer algo gracioso". Debes estar muy seguro de ti mismo para afrontar un instante así. Por eso ya muy pocas personas se atrevan con ello. En este sentido, casi nadie confió tanto en su talento sobre un escenario como Eugenio, de quien Amazon emite ahora el documental sobre su vida, dirigido en 2018 por Jordi Rovira, Xavier Baig y Óscar Moreno.
"No harás nada en esta vida", le decía su padre cuando era un niño. Pero a menudo la vida desprecia los vaticinios de terceros. A la postre, parece que Eugenio nació para contar chistes mejor que nadie justo durante las décadas que contarlos estuvo de moda. A finales de los 60, se subió a los escenarios para cantar con su mujer, Conchita Alcaide. Juntos formaban el dúo musical Els dos. En 1970, el dueño del pub Km, de Barcelona, observó que su repertorio era muy corto y que "Eugenio tenía un gancho muy especial para explicar chistes, así que le dije que entre canción y canción contase alguno". Pronto el público pasó a demandar menos canciones y más chistes.
Un día, a Eugenio se le ocurrió grabar un cassette con algunos de los mejores. Al no disponer de red de distribución, las citas se vendieron en las gasolineras. Pero de qué manera. Cientos y cientos de miles. Eugenio se hizo famosísimo. Iba para joyero y de repente se convirtió en unos de los humoristas más célebres de España. En 1980, metió a casi mil personas en el Florida Park de Madrid. En el mismo año, en la inauguración de la sala Plantea 2001, de Barcelona, la cola para verlo ocupó varias calles. Enseguida saltó a la televisión. Los programas se lo rifaban. Pasó de cobrar diez mil pesetas por gala a ganar medio millón. Y en su mejor época hacía ciento cincuenta galas al año.
El chiste estaba de moda. El éxito del suyo descansaba en el tono, el timbre y las pausas; importaba menos qué contase. Dominaba el tempo como nadie. Era, además, el primer humorista que se presentaba ante el público con cara de funeral. Alguna vez dijo que el humor no tiene que ver con estar contento. "El humor verdadero sale de la pena, de las desgracias. En esos momentos trágicos es cuando demuestras que tienes sentido del humor". De hecho, el día quizá más triste de su vida, en el que enterró a mujer, cuya enfermedad y muerte coincidieron con su salto a la fama, se subió al coche y condujo hasta Valencia para contar chistes. "Tuvo el santo valor y la sangre fría de empezar dedicándole la actuación a mi madre", dice en el documental uno de sus hijos. Después vinieron años increíbles, años peores, y al final años tristísimos. Su ocaso corrió parejo a la suerte del chiste, que dejó de tener gracia hasta que, a lo mejor, un día la recupere.