El frío es quizá la frontera más real que existe. No hay un muro o una línea que lo marque, o un cartel que anuncie 'Frío, aquí'. Tampoco hace falta. El frío se te mete dentro, como la tos o las manías, y de golpe descubres que estás atrapado en su territorio, a su merced. A veces todo lo que conseguirás exclamar es 'Señor Frío, no me mate'.
Pero la clemencia, a decir verdad, no es su fuerte. De nada sirve pedirle que se haga a un lado, que te deje en paz. No atiende a súplicas. No le importas. Al frío no le gusta escuchar. Le gusta hablar el primero y el último, y que todo el mundo asienta y simplemente diga 'Soy muy friolero'.
Pero otras veces también pensarás que nada malo podrá hacerte el frío, en especial ese que irrumpe en octubre, mientras puedas ponerte un jersey. La sola palabra 'jersey' imita a la señal de stop. Como vocablo, está varios grados por encima de la mayoría de sustantivos, adjetivos o verbos. En cuanto al objeto en sí, equivale a un amuleto. Un jersey es moda, pero también es superstición, y, por supuesto, estrategia.
Cuando te enfundas uno para enfrentarte a las bajas temperaturas le estás diciendo a la cara a ese frío que pretendió cogerte por sorpresa: "¿Te crees que me acabo de caer de un guindo?".
En el momento que vistes el primer jersey de la temporada se acaba la liviandad en la que te instalaste al empezar a salir de casa en mangas de camisa, y al poco en manga corta. Pero la vida es así: te declaran la guerra y debes defenderte. No puedes apostarte indefinidamente en la frivolidad. Su exceso te empuja a la ruina. Cuando las cosas se ponen feas, no te queda más salida que abandonarla. En ese sentido, el jersey siempre habla en serio. Al menos tan en serio como el frío.
Hay algo de agradable en regresar al jersey después de mucho tiempo, durante el que tal vez flirteaste más de la cuenta con el calor. Digamos que el primer jersey del otoño es una de esas cosas tristes capaces de ponerte contento, como cuando se acaban las vacaciones y, sin embargo, encuentras acogedor el hecho de retomar las rutinas.
Habitualmente, el jersey que te salva de la tempranera acometida del frío es uno viejo, al que llamas 'mi jersey favorito' porque lo usas a menudo y te da pena que no tenga nombre. ¿Quién no se enamora de una prenda alguna vez? Puede ser un jersey, un abrigo, un vestido, unos zapatos. No sé si es amor, pero podría serlo.
Hay belleza en esa pasión por ciertos objetos. Un día te vistes, te miras al espejo desde un ángulo, desde otro, desde uno más, y le dices al jersey "Te quiero", por cómo te cae y te hace sentir, por cómo te arranca el frío de dentro. Al poco casi oyes que él responde "Yo también".
Y entonces transcurren los otoños y los inviernos y no dejas de ponértelo. Es posible que tus amigos, en una mezcla de humor y seriedad, te pidan que te deshagas de él. No es tanto que esté pasado de moda como que te lo han visto demasiadas veces. Te sienta bien, pero ese no es el problema, dicen. Simplemente, le es demasiado familiar. Empiezan a tenerle manía.
En cambio, tú no te cansas de usarlo. Alargarás su vida por todas las veces que no supiste qué ponerte y te salvó de ese dilema. Tu ropa favorita dice a veces más de ti que tus apellidos o el lugar del que vienes. La identidad es algo cambiante, pero el amor entre un cuerpo y un jersey, no.