A Robert Mitchum le encantaba contar la anécdota del día que se despertó en un hotel, sin saber cómo había llegado hasta allí y con una mujer desnuda durmiendo al lado. El actor salió corriendo tan despavorido que se le olvidó el reloj. Pero unas horas después su esposa, Dorothy, apareció en casa con el reloj: la mujer del hotel era ella y habían decidido pasar la noche ahí después de una noche de juerga juntos.
Si a Mitchum le encantaba aquella historia era porque retrataba su estilo de vida desparramado y clandestino, pero también porque tenía un final feliz. El tipo duro por excelencia del Hollywood clásico no era tan fiero como lo pintaron (escribía poesía, cantaba calipso y se pasaba horas en la biblioteca), pero sí vivió atormentado por unos demonios que jamás comprendió y que intentó acallar con litros de alcohol. Nadie bebía como Robert Mitchum. Claro, que nadie hacía nada como Robert Mitchum.
Bobby apenas tenía un año cuando su padre, un obrero de ferrocarril hijo de inmigrantes irlandeses, murió aplastado por un vagón en Charleston (Carolina del Norte) en 1918. De niño lo expulsaron del colegio por liarse a puñetazos con su director así que pasó la adolescencia, que lo pilló en plena Depresión, dando tumbos durante años hasta acabar en chirona: a los 14 años lo detuvieron en Savannah (Georgia) por vagabundo y fue condenado a 180 días de trabajos forzados reparando vías de tren. Igual que su padre, pero encadenado a los demás presos.
Mitchum se escapó sin terminar su condena y regresó con su familia. Eran tan pobres, solía recordar él, que solo tenían un traje para los dos hermanos de modo que tenían que turnarse para salir. Con el paso de los años Robert Mitchum empezó a construir un escudo para gestionar su vergüenza: se comportaba como si nada le importase un pimiento hasta acabar creyéndoselo. Esa actitud lo convertiría en una estrella de Hollywood.
En 1940, a los 23 años, se casó con su novia de la adolescencia, Dorothy. El matrimonio tendría dos hijos y acogió a Petrina, la hija que Robert tuvo con otra mujer en 1954. Las infidelidades del actor, que siguió casado con Dorothy hasta su muerte, solo contribuyeron a forjar una leyenda en un tiempo en el que beber, fumar y ligar sin parar no se consideraban compulsiones sino galones en la solapa de la virilidad. Un tiempo en el que se les llamaba "vividores" e incluso se alababa la paciencia y lealtad de sus esposas.
El periodista Manuel Román ha contado que Mitchum vino a Barcelona en 1956 para rodar 'No serás un extraño' y lo primero que hizo fue irse a buscar prostitutas en Las Ramblas. En Madrid, cruzaba la Castellana cada noche desde el Hilton donde se alojaba para pasarse horas bebiendo en un bar americano lleno de "chicas del descorche". Cuando le avisaban de que faltaban diez minutos para el cierre, el actor pedía varios vasos de whisky y a continuación se iba al hotel con una o varias de esas chicas.
Precisamente lo que convirtió a Robert Mitchum en una estrella de Hollywood es que, al verlo, el público sentía que había vivido mucho. Consiguió su primer trabajo en el cine, como figurante en 'Sabotaje' de Hitchcock, gracias a sus pintas de delincuente. La nariz rota venía de sus tiempos de boxeador, el párpado caído venía de una pelea de bar y la actitud imperturbable venía de las noches de insomnio que lo angustiaron durante toda su vida.
El mito del tipo duro encerraba dolor, pero Mitchum era demasiado hombre (o, al menos, se empeñó en serlo hasta las últimas consecuencias) como para plantearse qué significaba esa angustia. Prefería tratar de acallarla con alcohol.
Su carrera estuvo marcada por tres géneros: las bélicas, los westerns y los noirs. Aunque su plan inicial era rodar 60 películas del oeste y retirarse, sintió ganas de forjarse una carrera más diversa así que empezó a cerrar los ojos cada vez que disparaba un revólver de fogueo hasta que dejaron de ofrecerle papeles de cowboy. El resto de su carrera consistió en aplicar un consejo que le había dado Humphrey Bogart: "No importa de qué se trate, sencillamente oponte".
Lo que lo diferenciaba del resto de estrellas es que no tenía reparos a la hora de interpretar a hombres crueles, siniestros o desalmados. No temía por su imagen pública. De esa actitud salieron sus papeles más icónicos: el mafioso de 'Regreso al pasado', el (falso) reverendo de 'La noche del cazador', el violador de 'El cabo del terror', el detective privado de 'Adiós, muñeca'. "Mira, yo solo tengo dos expresiones", solía decir, "mirando de lado o mirando de frente". O tal y como lo definió una de sus amantes, Shirley MacLaine, "se ve a sí mismo como un lobo solitario que lo único que espera de la vida es que el techo no gotee".
Mitchum se pasó toda su carrera empeñado en desmitificar Hollywood. Explicaba que lo primero que hacía cuando le ofrecían un papel era mirar cuántos días libres tendría. Aclaraba que no sentía nada por ninguna de sus películas porque solo habían sido empleos temporales. Y el público disfrutaba tanto con su cinismo en pantalla y fuera de ella que cuando lo detuvieron por posesión de marihuana, un escándalo que habría hundido la reputación de cualquier galán, su popularidad solo aumentó.
La policía efectuó una redada en casa de un amigo de Mitchum, donde estaba con la actriz Lila Leeds fumando marihuana, y un juez lo condenó a 43 días de cárcel. Mitchum estaba tan convencido de que su carrera se iría al garete que cuando le preguntaron su ocupación dijo "exactor". Se equivocaba. La revista Life sobornó a los funcionarios de prisiones para conseguir fotografiarlo y la imagen de Mitchum, con el uniforme de preso y fregando con su parsimonia desafectada habitual, causó sensación entre sus fans.
El mayor de ellos era su entonces jefe. El magnate y megalómano Howard Hughes se había hecho con el control de la RKO y le prometió a Mitchum la lealtad incondicional del estudio. Lee Server, el autor de la biografía más completa sobre el actor 'Baby, I Don't Care' ("Cariño, no me importa", una frase de 'Retorno al pasado' y un estilo de vida para Mitchum), especula con que los complejos de Hughes explicaban su obsesión con Mitchum: el empresario escuchimizado, paranoico y con voz de pito se pasó toda su vida anhelando una virilidad tan abrumadora, natural y despreocupada como la de Robert Mitchum. Por eso pasaba las noches en su cine privado viendo sus películas sin parar, en especial 'Retorno al pasado'.
Al salir de la cárcel Mitchum declaró que había sido una estancia feliz. "Nadie me envidiaba. Nadie quería nada de mí. Hacía mi trabajo y me dejaban en paz", celebró. Hasta el lote que pidió al entrar en prisión, dos galones de leche y cuatro cartones de tabaco, se adscribió a su leyenda. Tres años después la justicia limpiaría el expediente de Mitchum al concluir que la policía le había tendido una trampa, pero él no quiso hacer pública esta corrección. Al fin y al cabo, su arresto supuso una publicidad excelente para sus siguientes estrenos: 'Rachel y el forastero' y 'El gran robo', dos de los mayores éxitos comerciales de su carrera.
En los 60 empezó a dar tumbos, su cinismo se transformó en falta de ambición y su apatía en misantropía contra con sus compañeros. Rechazó clásicos como 'Patton', 'Vidas rebeldes' o 'Harry el sucio' porque no le apetecía trabajar con esa gente. Y en pleno auge del hippismo, la contracultura y el rock, Robert Mitchum se convirtió de repente en una reliquia de la América más rancia.
En 1970 'La hija de Ryan' lo devolvió a la cima, aunque años después Mitchum confesaría que su rodaje fue el momento más bajo de su vida y llegó a planear su suicidio. El guionista de la película lo convenció para que al menos terminase de rodarla antes de poner fin a su vida. "Tuvimos que editar la película seleccionando los planos en los que no pareciese a punto de desmayarse", diría el montador de 'La hija de Ryan'.
Directores como Nicholas Ray, John Huston o Vincente Minelli coincidían en su teoría de que la legendaria indiferencia de Mitchum era una máscara con la que él intentaba protegerse de las decepciones y de las humillaciones. Pero el consumo de alcohol empeoró con los años y el romanticismo del tipo duro dio paso al miedo y la preocupación ante un hombre con graves problemas de agresividad.
En una ocasión tiró al jefe de conductores del rodaje de 'Callejón sangriento' al mar desde un dique de la bahía de San Francisco, después de destrozar un despacho en el estudio, porque su coche de recogida se retrasaba. Warner lo despidió y lo reemplazó por John Wayne.
En otra ocasión arrojó una pelota de baloncesto contra una periodista, sin motivo aparente, con tanta fuerza que le rompió dos dientes. El actor tuvo que indemnizarla con el sueldo íntegro de la película que estaba estrenando aquella noche, 'Cuando fuimos campeones'.
Durante el rodaje de 'El sueño eterno', quiso impresionar al rebelde Oliver Reed y se bebió una botella de ginebra en una hora. El actor de 'Safari en Malasia' Jack Hawkins aseguraba que Mitchum era capaz de beberse 50 vasos de ron antes de la cena. Y tras una controvertida entrevista en la que cuestionaba la veracidad del Holocausto en 1983, Robert Mitchum ingresó en la clínica Betty Ford para un tratamiento de desintoxicación.
Mitchum pasó sus últimos años prácticamente retirado de la vida pública. Ocasionalmente hacía anuncios indignos de su trayectoria, como una campaña en la que aparecía vestido como un detective de cine negro para anunciar bolsas de basura. En 1993 visitó el festival de San Sebastián para recibir un premio Donostia en honor a toda su carrera que agradeció con su modestia socarrona habitual.
"Mido un metro 82, peso 83 kilos, he hecho 40 o 50 películas y cuatro o cinco obras de teatro. Y he sobrevivido", dijo al recoger el galardón. El avión había perdido su maleta, así que su esposa Dorothy tuvo que salir a comprarle dos camisas y dos calzoncillos para la gala. Y en la cena el matrimonio rechazó las delicias vascas que le ofrecían e insistió en que quería un bocadillo de calamares y un pacharán porque el actor lo echaba de menos desde que rodó 'Villa cabalga' en el Madrid de 1968.
Robert Mitchum fallecería cuatro años después, en 1997, a pocos días de cumplir 80 años. Sus décadas fumando le provocaron un enfisema aunque él se negaba a ponerse una mascarilla de oxígeno: "Es una estupidez", decía, "solo la necesito para respirar".