Septiembre equivale al «no va más» que pronuncia el crupier en la ruleta. De pronto las cosas se ponen serias, todo empieza, no hay vuelta atrás. Quizá empezar sea uno de los actos más hermosos y emocionantes que existen. Parece que la vida se presta aún a cualquier cosa. Todo está por hacer y puedes creer que esta vez sucederá algo nuevo… si por fin te animas a empezar de forma distinta. Hace unas semanas, en una de las charlas de El Patio Talks que organiza Mahou, con Elisabeth Duval y Belén Barreiro, se alertó de cómo la socialización está en riesgo, y nos preguntaron qué pequeña rutina incorporaríamos a nuestra vida para conectar con los otros de nuevo. Yo propuse dirigirnos cada día al menos a un desconocido, y ver qué pasa. Me parece que habría que entrar así en septiembre, cultivando extraños, para variar.
En general, las relaciones sociales van de la ignorancia al aprecio. Es común empezar de cero, no conociendo a alguien, y al cabo haciéndote su amigo. Digamos que el cero enriquece. Dirigirte a un extraño proporciona una expectativa. Por razones obvias, que tienen que ver con la pandemia, las restricciones, el miedo, hoy quedamos menos que antes para vernos y hablar; en ocasiones, cuando nos juntamos, lo hacemos para estar aislados, absortos en nuestros teléfonos. La distancia ya no solo está en lo lejos: también en la proximidad.
Fabricar relaciones, amistades, sería una alternativa esperanzadora a la exasperante tendencia a fabricar, por ejemplo, cosas. En la larga pugna que mantienen estas y las personas, van ya ganando las primeras. Es terrible. Llamo cosas a todo lo que hemos construido: edificios, carreteras, vehículos, muebles, botellas, smartphones, ropa y los infinitos objetos en los que se apoyan las vidas para no caer. Hormigón, asfalto, metal, plástico, cristal, lo llenan todo. Después de cientos de millones de años de historia en la Tierra, leí que este año la masa que representa el mundo artificial supera en kilos a seres vivos y plantas. Solo los edificios y las infraestructuras poseen más masa que los árboles y matorrales. Nueva York, con sus viviendas y calles, suma más kilos que los peces del mar. Nos aplastaron los sentimientos que desarrollamos hacia los objetos, que nos distraen del contacto de unos con otros. Nuestra historia es casi siempre una historia de acumulación. Vivir implica poseer cada vez más cosas artificiales, según la moda, que nos generen sensación de plenitud. Prescindir de algunas sin duda nos dejaría más tiempo para hablar con desconocidos, y conseguir que del cero surja cierta inteligencia y belleza.
Siempre hay que hablar con extraños. Siempre. ¿Y si de ahí sale una historia, una amistad, un negocio? Digo esto incluso después de comenzar a leer la novela de Julia Phillips, 'La desaparición', en la que dos hermanas de once y ocho años mantienen en las primeras páginas una conversación con un desconocido, aceptan que las acerque a su casa en coche, y no se vuelve a tener noticia de ellas. A los nueve años yo mismo me subí al automóvil de dos señores que no había visto en mi vida. Me abordaron a las puertas del colegio, a media tarde, para preguntarme dónde se había estrellado dos días antes un autobús escolar. «En un puente que hay al lado de mi casa; pero no murió nadie», les informé. Ingenuamente, me ofrecí a indicarles el camino. «Sube», me propuso el conductor. Quedaron tan agradecidos con mis instrucciones que al llegar me sacaron una foto. Resultaron ser periodistas. «¡Pero tú está mal de la cabeza! ¡Te podían haber secuestrado y asesinado!», calculó mi madre cuando se lo conté. Dos semanas después aparecí en la portada de la revista Motor 16 posando en el puente por el que se había precipitado el autobús. Toqué techo. Nunca he vuelto a ser portada de nada. Y todo porque que hablé con extraños.