Hacer vida normal, casi alegre, es uno de los grandes retos del ser humano, mientras al mismo tiempo quizás el mundo se derrumba, como ya ocurría en Casablanca. No se puede vivir, seguir vivo cada día sin enloquecer, a menos que aprendas a fingir normalidad, que no pasa nada, aunque ocurra casi todo, y feo. El disimulo representa una constante en la historia. Tal vez nadie es una sola persona, de modo que puedes ir pasando de una a otra sin dejar de ser tú mismo, y lidiar sucesivamente, incluso en el mismo día, con el desasosiego, la risa, el cansancio, la frivolidad, la queja, el placer...
La vida normal, con sus infinitos asuntos vulgares, es un milagro realizado. Se abre paso en mitad de cualquier horror. Hace unos días, cuando se cumplieron cincuenta años del estreno de El Padrino, de Francis Ford Coppola, alguien me recordó una secuencia que tenía casi olvidada. Peter Clemenza y Rocco Lampone reciben la orden de matar a Paulie Gatto, el guardaespaldas de Vito Corleone que se vendió a los Tattaglia y facilitó que tiroteasen a su jefe. El día que deben cumplir con el mandato, Rocco y el propio Gatto pasan a recoger a Clemenza a su casa para dirigirse a Nueva York y hacer distintos recados. Cuando está subiendo al coche, la mujer de Clemenza le recuerda desde el porche: «No te olvides de los cannoli».
Ese día, al regreso de la gran ciudad, se detienen en un solitario paraje. Clemenza sale a mear al borde de la carretera. Mientras, a sus espaldas oye tres disparos, sin llegar a volverse. Rocco acaba de abatir a Gatto, que cae sobre el volante. «Deja la pistola; dame los cannoli», le pide Clemenza a su socio, que le tiende el paquete con el postre y se alejan del vehículo y el crimen. Esa manera de acordarse del encargo, y tomar los cannolis, restando importancia al cadáver, es quizás la máxima expresión de la vida normal, que se impone a la vida desacostumbrada del asesino.
Hacer como que no pasa nada, a la vez que a tu alrededor el mundo está en guerra, te sitúa ante cierta incomodidad moral, pero ¿cómo no ignorar temporalmente esa molestia? Los rigores propios de la existencia acaban por absorberte. La vida normal exige la rendición total varias veces al día, y se le concede. Quizá sea una forma de instinto, al que no podemos sino someternos porque es más fuerte que la voluntad.
Todo en torno a ti te va pidiendo alternativamente que resuelvas problemas, que te distraigas, que te preocupes, que no te preocupes, que te encargues de un par de recados, que cocines, que ganes dinero, que bromees, que te tires en el sofá, que bebas, que tiendas una lavadora, que te lleves las manos a la cabeza, que hagas un bizum, que frivolices, que llores, que estés ciego, que planches, que tomes nota, que te olvides de todo, que limpies los zapatos, que hagas, en fin, lo que tienes y lo que no tienes que hacer. «Haz vida normal» te aconseja a menudo el médico para ir dejando atrás recientes achaques. Esa clase de vida, la normal, es siempre el problema y la solución.