Rectificar y dar marcha atrás es dificilísimo. En cierto sentido, nos parece que la rectificación no está completamente inventada; o no a nuestra medida. Preferimos no jugar con ese fuego. Qué necesidad, ¿verdad? Además, la rectificación representa una cruel forma de desamor. Imposible no ponerte inmensamente triste el día que, de pronto, te ves obligado a admitir que te equivocaste y, para solucionarlo, llevarte la contraria.
Amamos demasiado nuestras ideas como para abandonarlas sin más, o porque resultan erróneas, o porque conllevan un coste demasiado alto, o porque 'otra cosa' desagradable e ingrata. Tenemos una opinión y nos desvivimos por ella, fin. ¿Hay algo más bonito en la vida que los empeños personales, que la cerrazón, que los caprichos absurdos, incluso que la hostia al final, cuando todo sale mal? Nunca lo admitirás de buena gana, pero probablemente sí.
En los momentos delicados, tras cometer un error, a menudo nos decantamos por agrandarlo, a ver qué pasa. Es lo lógico. Lógico hasta cierto punto. ¿O vamos a cambiar una hermosa decisión, exaltada, irracional, solo porque haya una alternativa mejor?
De vez en cuando también hay que poner los errores sobre la mesa, en lugar de evitarlos. Ya sabemos dónde acaban las historias en las que todo sale bien desde el principio: a menudo en el mismo lugar que las erráticas. Creo que nos agrada creer que tal vez un error, si insistimos en él, desemboque en un exitazo; quién sabe.
No quiero ni imaginar cómo sería la vida si siempre acertásemos. Sostenía Fiodor Dostoievski, en 'Los hermanos Karamazov', que los disparates son imprescindibles. "El mundo reposa en disparates y es muy posible que sin ellos no ocurriera nunca nada". Esto tiene cierto sentido.
Qué contaríamos de nuestra pasado si todo hubiese ido bien, sin errores, sin disgustos, sin meteduras de pata, sin pérdidas, sin sueños frustrados, sin averías, sin confusiones, sin conflictos familiares, sin suspensos, sin malentendidos, sin hostias. "La mayoría de cualquier cosa es siempre una birria", afirmó en algún momento Juan Marsé, y con eso hay que hacer milagros para que, pese a todo, la vida no decaiga.
Porque hay disparates, por ejemplo, hay también guerras. Es el engrandecimiento máximo del error, cuando se lleva tan lejos que durante un tiempo dos rivales tienen que tratar de aplastarse mutuamente. No sabemos si estamos ante el comienzo de una nueva contienda, pero tanto si se produce como si no, por ahora podemos apreciar cómo todas las partes van dando pasos hacia su estallido. Nadie echa el freno, nadie da marcha atrás. Al principio alguien lanzó un órdago, se lo devolvieron, y antes de que rectificar, y quizá parecer un perdedor, o un memo, pagando un precio pro ello, agigantó el error. Y ahí estamos ahora, esperando nuevos acontecimientos.
Tal vez dar marcha atrás sea un arte, imposible de dominar del todo. Incluso cuando simplemente lo haces en un automóvil. Mis dos únicos accidentes de coche han sido retrocediendo muy despacio, y sin mirar por el espejo, obviamente. El más bonito fue en Portbou, contra el memorial Walter Benjamin. Ya nos íbamos, así que retrocedí despacio con el Citröen Elysee de alquiler, a tientas, con total desprecio por el espejo retrovisor. Oí un "ctrahxtdfjltronch" espectacular. Me bajé, estudié los desperfectos, y volví al asiento del conductor. "La típica hostia", comenté con mis acompañantes. Tenía todo el sitio del mundo para retroceder, pero, como digo, es dificilísimo. Lo cómodo es siempre equivocarse.