Entre los miles de cosas que ya no son lo que fueron, una muy destacada es el desastre total. No hay desastres totales, grandes descalabros, como los de antes. Su pérdida de prestigio es notabilísima, no demasiado alejada de decadencias célebres como las del bicarbonato, Facebook, los colgantes con medallitas de la virgen. Pronuncias o escribes "desastre total" y nadie a tu alrededor se inmuta; ni por supuesto deja de hacer lo que está haciendo, pues tan importante no será otro desastre total. Tremendo.
Hubo un tiempo en que frente a un gran desastre tu casa, el vecindario, todo el país, el mundo se paralizaba, para seguir la evolución de los acontecimientos con atención y miedo. También entonces el fin del mundo gozaba de otro estatus, cierto, y ante la sola idea la gente verdaderamente temblaba. En muy contadas ocasiones el final amenazaba con llegar, todo sea dicho, pero de pronto se acerca dos o tres veces al día. Equivale a un latazo de primera, a una capa de polvo, sin más, y de la misma manera que se despliega, a continuación se va de puntillas y la vida sigue.
No es solo que la misma expresión "desastre total" haya perdido energía, credibilidad, es que ya todo el tiempo, en cualquier esquina, parece haber algún desastre total, con la consiguiente banalización del desastre. Hasta la carta de Marina Castaño a Cela publicada esta semana, si nos ponemos, puede caer en la categoría de calamidad rotunda, perfecta. Aunque a la vez tiene gracia. Y eso es terrible, porque nada totalmente ruinoso puede ser al mismo tiempo fuente de diversión o risa. Y sin embargo lo es.
Hace unos años, una amiga estaba cenando con sus hermanas, sus padres, unos primos repelentes y su tía, muy anciana. En mitad del postre, la tía avisó: "Creo que me voy a morir...". Nadie pareció escucharla, salvo la familia, que bastante agobiada estaba con la tarta de chocolate. Habían inoculado ya la idea de que ningún desastre total es grave. Dedujeron que era la típica frase de anciana una noche atrabiliaria. Uno de los sobrinos incluso preguntó "¿Ahora?", como si le viniese mal. Nadie reaccionó, y lo siguiente fue que la tía dejó los cubiertos en la mesa, se acomodó, inclinó la cabeza y murió, casi automáticamente. No veía tanta puntualidad desde aquel día que una conocida de Iñaki Uriarte lo llamó y le anunció: "Me muero el jueves". Y el viernes, en efecto, acudieron a su entierro.
Los desastres totales a los que asistimos a lo largo del mundo, a diario, parecen escasamente definitivos e irreversibles. O al menos hacemos como si ese fuese su alcance. Son una invitación a la indiferencia. Nos veo capaces, cuando la adversidad arrecia, de sentir ganas de recitar "aunque ya nada nos devuelva la belleza en las flores o el esplendor en la hierba, no debes afligirte, porque la belleza permanece en el recuerdo".
Bajo nuestro estilo de pensamiento blando se ha desarrollado una extraña confianza en que, si te distraes viendo reels en Instagram, por ejemplo, cuando te des cuenta el desastre total se encauzó solo. Nuestra capacidad para sumirnos en el entretenimiento proporcionará la solución a los más difíciles retos y amenazas. Queda muy bien ilustrado, aunque sea través de la sátira, en Don’t look up. El mundo va a desaparecer en seis meses, sí. ¿Y? Quizá suene raro, pero más importante será centrarse en ganar las próximas elecciones o en hacer planes de vacaciones para el próximo año.