Dejémonos de mensajes: hablemos
El escritor Juan Tallón reflexiona en su nueva columna sobre la importancia de recuperar la conversación. Cara a cara. Lejos de pantallas
"En un momento dado el mundo aceleró, cambió y ahora ya casi cualquier cosa se resuelve sin acudir a ninguna parte, solo haciendo clic: lo grande, lo pequeño, lo sencillo, lo complejo, lo inane, lo trascendental, lo remoto, lo próximo. El dedo se volvió un dios, todo lo que media entre tú y el exterior"
Algunos amigos empiezan a saltar en movimiento de WhatsApp, para no despeñarse. Se cansaron de tener demasiadas noticias de todo el mundo, de escribir por escribir, de leer cada mensaje por si acaso, de reenviar, de borrar rápido, en fin, de tener que estar disponibles continuamente. Y cada vez usan menos algunas redes sociales. «Hay que mantenerse ignorante», dice uno de ellos. Casi me recordó a Junta Larssen, aquel personaje de Juan Carlos Onetti que protagoniza 'El astillero', al que el narrador define como alguien que «sabía pocas cosas, y rechazaba muequeando a las que lo rondaban queriendo ser sabidas». Este amigo parecía, de pronto, alguien necesitado de perder noticias ajenas, vivir a su aire, acordarse poco de los demás y de las montañas de humo que arrastran. Saber cosas, cosas que además carecen del menor interés, te sustrae horas de vida.
Ciertos días la ignorancia ofrece más consuelo que el conocimiento. Hace la vida más fácil, contribuye a que fluya, aunque no vaya a ninguna parte. Por momentos, no ir a ninguna parte, pero que entretanto no suenen ni se acumulen avisos de mensajes nuevos, es un planazo. «Además, tengo la sensación de que últimamente hago casi todo con un dedo», añadió. Ahí acabé de entenderlo absolutamente.
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Hubo un tiempo en que no había demasiadas cosas que pudiesen hacerse con un dedo, fácilmente. El mundo se caracterizaba por ofrecer resistencia. Como mínimo, tenías que pegarte una ducha rápida, vestirte aunque fuese mal, salir de casa y hacer no sé qué recados. Pero en un momento dado el mundo aceleró, cambió y ahora ya casi cualquier cosa se resuelve sin acudir a ninguna parte, solo haciendo clic: lo grande, lo pequeño, lo sencillo, lo complejo, lo inane, lo trascendental, lo remoto, lo próximo. El dedo se volvió un dios, todo lo que media entre tú y el exterior. Ejecuta cualquier deseo. Comunicarse con amigos, resolver trámites, hacer compras, devolverlas, pagar deudas, se reduce a tu dedo. Y en esas, el mundo se estrecha, las percepciones disminuyen, la realidad se vuelve impersonal.
La generación que vio llegar a casa los teléfonos fijos con escepticismo mantuvo durante años la teoría de que si había algo que hablar con quien fuese, lo lógico era ir a verlo en persona, en caso de que viviese en la misma ciudad. Esta teoría la desarrollaba muy bien el escritor argentino Ricardo Piglia, que contaba que el día que instalaron en su casa un teléfono, su padre reunió a la familia y puso en claro para qué no debía servir el aparato. «A los amigos», advirtió, «se les visita en su casa, no se les llama».
Después de esa generación vino otra que ya se pasaba el día colgada al teléfono, hablando sin parar. Hablaba tanto que al colgar no podía recordar de qué había hablado. Y entonces, al cabo de las décadas, emergió una nueva clase de individuos que sintió que hablar era cansino, nunca acababas de hacerlo. Cuando tiene que decir algo, prefiere mensajearlo. Porque se hace solo con un dedo. Y en estas estamos ahora.
¿Cuánto más podemos seguir así, sabiéndolo casi todo de los demás continuamente, y haciendo cualquier cosa con rigurosa sencillez? No sé, pero por lo pronto, otro de los amigos que desertó de WhatsApp me confesó que «tal vez lo siguiente sea escribir una carta a mano por placer, a alguien del que hace años que no sé nada, ponerle un sello y enviarla. Por cierto, ¿sabemos si siguen existiendo los sellos y si aún hay que lamerlos para pegarlos?». No supe qué decir, aunque por si acaso dije que sí, y después traté de imaginar el vuelco al corazón que iba a darle al destinatario cuando abriese su buzón. No somos tan viejos que no recordemos lo maravilloso que era recibir cartas escritas a mano.