El precio de las cosas, por Juan Tallón
El escritor Juan Tallón reflexiona sobre el precio de las cosas
Cuando algo reclama su interés nadie se queda tranquilo mientras no comprueba cuánto vale, y si podría permitírselo, aunque no esté pensando en quedárselo.
El coste de las cosas representa uno de los modos más universales de organizar el mundo
Nos encanta conocer el precio de las cosas. Tal vez nos encanta sin querer, como una forma de instinto o tic nervioso. No queremos conocerlo porque vayamos a comprar esas cosas necesariamente. El precio completa el círculo del conocimiento. Es como descubrir en el último momento al asesino de la película: en ese instante queda instaurada la tranquilidad. A veces no sabemos si las cosas nos gustan del todo hasta que no las contemplamos desde todos los ángulos, y eso incluye su valor de compra, que marca la diferencia entre poseer finalmente las cosas o dejarlas donde estaban, para que las compren otros. Ese último paso hacia el saber es un instante de enorme suspense: algo te llama la atención, buscas la etiqueta, le das la vuelta, y boom, el precio.
Es difícil renunciar a mirarlo. ¿Acaso somos monstruos desdeñosos, gélidos? Quién tiene tanta sangre fría. Cuando algo reclama su interés nadie se queda tranquilo mientras no comprueba cuánto vale, y si podría permitírselo, aunque no esté pensando en quedárselo. "¿Cuánto cuesta?" se volvió hace ya tiempo una de las frases clarificadoras de la humanidad. A veces por encima de "¿Qué es?" o "¿Para qué sirve?". Al fin y al cabo, eso lo puedes averiguar tú mismo después de comprarlo, al llegar a casa y entrar en Google.
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En la calle Pombal de Santiago hubo un pequeño negocio regentado por un matrimonio mayor. Él usaba jerseys con bolas y los bolsillos del pantalón le abultaban muchísimo. Ella vestía de negro y no era muy habladora. Los artículos a la venta no tenían marcado el precio, pero los cogías, o los señalabas con el dedo, y ella cantaba lo que costaban desde la caja, como en una especie de ópera. Nunca como entonces el precio me pareció un acontecimiento tan bello.
El coste de las cosas representa uno de los modos más universales de organizar el mundo. Resultó siempre de lo más práctico dividir las cosas en baratas y caras. Si pretendías comprar algo, estudiabas detenidamente el género, mirabas la etiqueta del precio un par de veces, y decías "esto sí" o "esto no". En cierta época la vida parecía más fácil: cara o barata. Fin de la historia. Pero el mundo cambió rapidísimamente, fue como si retiraran el viejo y pusieran uno nuevo en una operación sin demasiada logística, exenta de dificultad, como cuando cierra un negocio en tu calle y al cabo de unos días aparece un emprendedor, sustituye el letrero antiguo por el nuevo, y una mercería se convierte en una lavandería. Cuando ahora echas un vistazo a los precios para comprobar el realismo de la vida, ya casi ninguno es barato.
Poco a poco perdió encanto el acto comprar. No sé si se puede hablar de romanticismo; si se pudiese, las compras también habrían perdido eso. Antes necesitabas algo, o lo descubrías y te enamorabas de él, y en última instancia el precio decidía qué hacías. Si era razonable, casi siempre lo adquirías. Lo razonable, sin embargo, fue dando paso a lo exagerado. Cada vez hay menos margen para la sorpresa: las cosas son caras, por lo general. Oyes decir "IPC" y ya sabes que la historia acaba mal. Los precios producen en ti ya solo un efecto destacado: la desmoralización. Incluso cuando compras algo, porque lo necesitas o te gusta mucho, te lo quedas con cierta tristeza, al pagar demasiado por ello.
Quizá el deseo perfecto para 2022 sea encontrar gangas.