No existe en el diccionario una palabra que sirva para describir con precisión a Julián Ruiz (71) a excepción de “inefable”, que designa, precisamente, aquello “que no se puede explicar con palabras”. Productor y periodista musical, locutor de radio, columnista deportivo, escritor ocasional, extravagante dandi, experto cinéfilo y erudito egiptólogo son algunas de sus facetas.
Es un eterno niño travieso a quien encanta recordar sus increíbles anécdotas personales junto a grandes de la música como David Bowie, Lou Reed, Paul McCartney, Mick Jagger, Björk o Coldplay. También un impenitente coleccionista: asegura que atesora un millón de discos compactos, diez mil películas, cinco mil libros sobre Egipto y 600.000 vinilos. Varios cientos de estos, muchos de ediciones raras y difíciles de conseguir, se exponen bajo el título Los vinilos de Plásticos y Decibelios en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid hasta el 18 de septiembre.
“Mientras preparaba la exposición, me maravillaba de lo que iba encontrando en mis estanterías. ¿Pero esto lo tengo yo? Claro, la memoria no puede abarcar tanto. Me volvía loco. Pero me han robado el alma al no incluir tres mil discos más que debían haber formado parte de la muestra”, dice medio quejándose, medio orgulloso.
Cuando hablamos con él son las doce de la mañana, la hora a la que antaño solía levantarse de la cama. Ahora ha adelantado dos horas el despertador. Le pillamos en la cabaña-estudio que montó hace años al lado de su chalé, en un elegante barrio del norte de Madrid. Su colección de vinilos la alberga repartida por varias casas. “No me cabe ya todo”, se lamenta.
Tiene su propia teoría del actual auge del venerable formato. “¡El streaming maravillosamente ha resucitado el vinilo!”, se carcajea. “La gente está hasta los huevos de oír música sin saber quién la ha hecho, quién es el productor, quiénes son los músicos… La música se ha convertido en un condón: de usar y tirar. Y no puede ser. En su día Sony se cargó el vinilo inventando el CD: como los japoneses no caben en sus islas, lo hacen todo pequeño. Habría sido muy fácil hacer discos compactos grandes, como los vinilos. Y lo sugerí, ¿eh? Pero nada. Philips también se bajó los pantalones, y le ha pasado factura: ahora no vende más que bombillas”.
Desde finales de los setenta, Julián Ruiz ha sido un pez gordo de la industria musical. Ha producido discos de Tino Casal, Alaska y los Pegamoides, Aviador Dro, La Orquesta Mondragón, Danza Invisible, Cómplices… También proyectos propios, como Elbosco, en el que mezcló música chill out con las voces angelicales de los niños de la Escolanía del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (su single Nirvana llegó a sonar en la banda sonora de la película de Danny Boyle Millones), o CCCP, con el Moscow Military Ensemble entonando clásicos del rock. “Para mí es lo mejor que hecho”, admite. “Solo escuchar al coro del ejército rojo: ‘She don’t lie, she don’t lie, she don’t lieee… Cocaine!’… es muy grande”.
Aun así, la música nacional nunca ha estado en lo alto de sus preferencias. Siempre han tocado más su fibra sibarita el glamur y las cuidadas producciones de las estrellas internacionales. Con el tiempo, su opinión del pop español ha ido a peor. “Ahora mismo está catatónico. Si la máxima estrella es una chica que no canta ni nada…, ¿cómo se llama? Rosalía, que ni sabe vocalizar, ni cantar, ni tiene buenas canciones. Es una producto de AEG [Anschutz Entertainment Group, importante promotora latina de música en vivo], porque la recomendó Juanes. Antes yo hacía discos para España… Ahora no pegarían aquí. A mí me gusta la música exquisita, y el reguetón y la mierda que hacen todos, dándole la vuelta a la misma canción de Jennifer Lopez, es absurdo. ¡Que Raphael siga siendo la máxima estrella lo dice todo!”.
El negocio del pop ha cambiado mucho desde aquellos tiempos en que Ruiz era ubicuo. “La música ha pasado de moda”, decreta. “No sé por qué las televisiones ya no emiten conciertos. La MTV se lo cargó todo. Ahora los jóvenes están locos con el fútbol, los videojuegos…, y la música, que era la gran sensación de los sesenta, los setenta y los ochenta, ha decaído”.
En aquellas décadas, Ruiz simultaneaba su labor como músico y productor con la de periodista y locutor musical. Prácticamente cada semana viaja a Londres, Nueva York, Los Ángeles o París para entrevistar a las leyendas del pop y el rock. Admite que echa de menos esa época, que deparó inolvidables momentos, como el detalle con que el cantante de los Rolling Stones compensó su ausencia en la entrevista concertada. “Fui a Nueva York a entrevistar a Mick Jagger y el tío no se presentó”, recuerda. “Cuando regresé al hotel tenía una botella de Moët & Chandon, el más caro, y una tarjetita que ponía: “Disculpa, Julian [pronuncia su nombre en inglés], nos vemos mañana”. Y lo hicimos al día siguiente”.
Pero de todos los colosos de la música, con quienes más estrecha relación mantuvo fue con Lou Reed y David Bowie, ambos ya tristemente fallecidos. “Lou me llamaba a menudo por teléfono, sobre todo por un trabajo que él estaba preparando sobre Edgar Allan Poe. Me pedía consejo. Y yo le conté algunas cosas. Siempre que venía a España era cariñosísimo conmigo, lo mismo que si yo iba a verlo”.
Su primer encuentro fue tan surrealista como memorable. “Lo conocí raíz de un artículo mío en Popular 1; lo leyó, dijo que quería conocerme y cuando vino a tocar nos presentaron. Estuvimos en el Hotel Princesa de Madrid, con Rachel, ¿te acuerdas de aquella travesti? Me puso antes que a nadie el disco Lou Reed Live, y a las cinco de la mañana me dijo: ‘Vamos a buscar una farmacia, que quiero comprar jerinquillas’. Y nos ves buscando farmacias de guardia para comprarlas. Y eso no se le olvidó nunca. Cada vez que me veía, decía: ‘Es mi amigo Julian”.
“Y David Bowie…”, prosigue. “Sentía una amistad conmigo fuera de lo común. Me contó algo que no contó a nadie: cómo dejó de fumar. Cuando nació la hija que tuvo con Imán, la modelo le prohibió fumar. Porque él seguía fumando, lo que le llevó al by-pass… En pleno diciembre en Nueva York tenía que salir al balcón a echarse un pitillo. ¡Se quedaba pajarito! Dejó de fumar para no pasar frío”. Cuando evoca a estos músicos, los llama por su nombre de pila, como a viejos amigos: “Lou”, “David”… Algunas de las vicisitudes con ellos las escribió en su libro Plásticos y decibelios (titulado igual que el programa de radio que pilotó durante décadas), publicado en 2006.
De su padre, periodista deportivo y subdirector del diario Pueblo, heredó su pasión por el fútbol, cuya actualidad desmenuza sin medias tintas (como todo lo que hace) en su afilada columna de prensa El cortador de césped. También por vía paterna le viene su afición a la elegancia en el vestir.
Cierto que algo estrafalaria (trajes de colores chillones y camisas de psicodélicos estampados no son el colmo de la discreción), pero elegante al fin y al cabo. Björk, anonadada, le llamaba “the jacket man”, “el hombre de las chaquetas”. Y epatar a la histriónica islandesa en materia de vestuario no es fácil. “Es mi único vicio. Nunca me he gastado el dinero en coca”, dice.
“Mi padre era un dandi vistiendo, aunque de otro estilo; era otra época. Pero ese gen me viene de ahí. De pequeño yo veía cómo vestían los Beatles, Cream, los Yardbirds, los Who, y dije: yo me visto así. Es así de simple. Tú has visto dos o tres armarios, pero tengo ocho o nueve. El artista tiene que vestirse de estrella. Eso se lo he dicho yo a Chris Martin [de Coldplay], con quien tuve una discusión al respecto, y sabes que es muy buen amigo mío. Y se lo digo siempre: ‘No puedes salir al escenario como si fueses alguien del público’. ¿Por qué los Rolling Stones siguen siendo lo que son? Porque se visten para salir a un escenario. Incluso Paul McCartney”.
“Soy muy afortunado: he podido dedicarme a todo lo que me gusta y me ha salido bien”, concede. Podría estar jubilado, pero su carácter inquieto no le permite treguas. Prepara la segunda parte de su disco Mr. Instrumental, con versiones instrumentales de canciones clásicas y temas propios. En noviembre viajará a Egipto a celebrar el centenario del descubrimiento de la tumba de Tutankamon. “Será mi vigésimo tercera visita”, explica.
Se pasa el día conectado a Tidal, incluso mientras escribe de música o de fútbol. Comienza sus jornadas con un frugal desayuno (“una tostada pequeña con aceite, una galleta sin…, de esas que no engordan, y un plátano”) y, antes de irse a dormir, se limita a un tomate y poco de jamón de York. “Para estar a punto de cumplir 72 [el 26 de junio es su cumpleaños], tengo buena apariencia”, presume. “Me conservo bien, ¿eh?”.