Alfredo Piedrafita, de Barricada a fotógrafo de naturaleza: “Puede que sea una afición un poco friki, pero no hago mal a nadie”
‘Alf’, como le conocen sus seguidores, le ha cogido el gusto a perderse en el bosque, camuflado y muchas veces solo, para sacar instantáneas de animales, sobre todo de aves nocturnas
“Una Nochebuena que mi mujer y mi hijo estaban con gripe, como no íbamos a celebrar nada, me fui al monte y me pasé horas y horas haciendo fotos”, nos cuenta
“Disfruto muchísimo en los conciertos y soy una persona muy social, pero también me encanta esto. Me aporta mucha paz interior y mucho relax”, explica
“Paso del ruido al silencio en nada, en un momento, ahora mismo”, dice Alfredo Piedrafita. Durante una semana, hasta ayer mismo, ha estado en Barcelona ensayando con su grupo actual, Miss Octubre; cuando hablo con él —son las diez y media de la mañana—, acaba de llegar a casa, a las afueras de Pamplona, tras permanecer las horas del alba en el monte con su cámara para “ver si han venido los cucos, las abubillas y todo ese tipo de aves que durante el invierno se van fuera y empiezan a venir por aquí; es un poco el símbolo de que empieza la primavera”, explica.
En efecto, para los aficionados al rock de este país, “Alf” es sinónimo de estruendo. Puso su guitarra distorsionada al servicio de Barricada treinta años, desde 1983 a la disolución de la banda pamplonesa en 2013; compuso muchos de sus temas memorables. También ha producido a grupos no menos atronadores como Tijuana in Blue, In Vitro o Dikers, la formación de su hijo Iker. Ahora compagina su ocupación rockera con una actividad silente, muchas veces solitaria, que le absorbe hasta el punto de querer echarse al monte por la noche o al amanecer y fotografiar, camuflado con el terreno y con esplendentes resultados, los pájaros que con su dulce gorjeo rompen el sigilo de la naturaleza. “Puede que sea una afición un poco friqui, pero no hago mal a nadie y la disfruto muchísimo”, dice.
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Algo más que una afición —ya ha publicado tres libros con sus instantáneas: La estación perpetua (2014), con cuyos beneficios se compraron sábanas, sillas de ruedas y pañales para un campamento de refugiados saharauis; el infantil Érika, no soy perfecta (2018); y Del ruido al silencio, con imágenes de aves (de finales de 2022)— en la que confluyen dos de sus grandes pasiones. Una, de toda la vida: el amor al campo. Piedrafita creció en el barrio de Txantrea, en las faldas del monte Ezcaba, por donde él y sus amigos se perdían de niños explorando flora y fauna. “De aquello aprendí a distinguir ciertos pájaros y otros animales, lo que ahora me viene muy bien porque lo recuerdo”, señala. En la actualidad reside en un pueblecito a seis kilómetros de la capital, también aledaño al monte.
La otra pasión es relativamente reciente. Hace once años, cuando Barricada daba sus últimas bocanadas, decidió emprender un viaje de seis meses por Australia con su mujer. A fin de inmortalizar la abrumadora orografía antípoda, compró una buena cámara réflex. “En Australia me aficioné a la fotografía”, admite quien hasta entonces solo hacía fotos casuales en reuniones familiares y de amigos. “Es un país que en cuanto a naturaleza es increíble, impresionante. Mires donde mires, tienes una maravilla. Era una de las cosas que sabíamos que teníamos que hacer en esta vida, igual que más adelante fuimos a Islandia a ver auroras boreales”. Regresó a Navarra con el gusanillo dentro y empezó a realizar fotografías nocturnas con un equipo cada vez más sofisticado.
Escondido y camuflado
Al principio instalaba una barrera de infrarrojos conectada a la cámara, que abandonaba en el bosque por la noche. “Cruzaba los dedos para que cuando el ave pasara por ese haz de luz del infrarrojo, disparase la cámara y pudiera sacar la foto”, nos cuenta. “Con las jinetas no hay más remedio que hacerlo así, porque te perciben a través del olfato y no se acercan. Por la mañana yo regresaba al monte y ya no era ver si tenías la foto, era ver si tenías la cámara. Con los flashazos en medio de la noche, podía llamar la atención de cualquiera”.
Actualmente se interna entre los árboles y al borde de riachuelos y se esconde, aguardando el momento, bajo lo que entre los profesionales se denomina hide: un parapeto de camuflaje gracias al cual permanece inadvertido por los pájaros que busca inmortalizar. “Es como una red que te cubre totalmente como la que utilizan los cazadores, pero yo, en vez de llevar escopeta, llevo la cámara de fotos. Me he visto a las seis de la mañana en verano, en la orilla de un río, con los pies metidos en el agua, esperando un martín, por ejemplo. Igual te tiras varias horas esperándolo y no aparece, porque tienen su manera de actuar como seres vivos que son”, dice.
Pero su labor comienza antes, con el trabajo de campo, que considera “tan importante como tener una buena cámara [el usa una Canon R-7] o un buen objetivo” (entre otros, de 150-600 y de 28 mm; “Tanto como en guitarras no me he gastado. Ahora debo de tener catorce o quince guitarras, he tenido más en otros tiempos”, afirma). Consiste en “ir y pegarte muchísimas horas de observación, tomando notas… A qué hora suelen aparecer, por dónde. Luego ya es cuestión de colocarte tú escondido, poniendo un par de flashes esperando que no se asusten, y de ir corrigiendo para que cuando el cárabo llega al charco de agua, se vea el reflejo, o que se vea el fondo del cielo rojo del atardecer por detrás. Es un ejercicio continuo de prueba y error”, describe. Seis o siete años ha tardado en dar con la clave de la foto perfecta.
Esa vigilancia constante depara momentos inauditos, como cuando fue testigo de cómo un pájaro carpintero se hacía el muerto al sentirse amenazado por la cercanía de un azor. “Hizo pluf, como que se cayó sobre la rama. Estaba yo con un amigo y le dije: ‘No sé qué le ha pasado, si le ha dado un infarto o qué’. Nada de eso: estaba haciéndose el muerto, camuflándose con la madera del árbol, tumbado, donde casi no se le veía. Conseguir hacer esas fotos y vivir esos momentos es increíble. No habría podido pensarlo ni en mis mejores sueños”.
Noches buenas
Su franja favorita es lo que los fotógrafos llaman “la hora azul”, aquella, justo después del atardecer o antes de que salga el sol por la mañana, en que el cielo se tiñe de azul intenso. Alfredo se acompaña de suficientes pertrechos y viandas para soportar mejor los rigores de la espera. “Si hace de esas noches heladoras, me pongo varias capas de ropa, llevo café caliente… En verano puedo llevar agua o unas cervezas y bocatas si voy con amigos”. Tanto le llama este pasatiempo, que incluso una Nochebuena dejó a su mujer y a su hijo en casa para marcharse al campo a hacer fotos. “Estaban con gripe y como no íbamos a celebrar nada, pensé: ¿qué hago? Pues me fui al monte y me pegué… no sé, horas y horas, y pude ver un buen espectáculo”, relata.
Tan pintorescas experiencias propician anécdotas no menos extravagantes. Una noche que estaba fotografiando casas abandonadas, había montado ya su set de focos y linternas cuando escuchó un motor que se acercaba y distinguió un coche que se detenía. “Oí: ‘¡Alto, policía!’. Me preguntaron: ‘¿Qué hace usted aquí?’, y yo: ‘Pues estoy haciendo fotos’. Respondieron: ‘¿Fotos de noche? Eso es imposible’. Tuve que enseñarles la cámara para que vieran el resultado y se quedaron con los ojos abiertos. Decían: ‘¿Pero estas fotos salen así de noche?’. Les expliqué que sí, que si haces una exposición larga, entra más luz al sensor y se puede llegar a ver todo”, recuerda. (No ha sido la única vez que agentes del orden le han interrumpido alarmados.) En otra ocasión, Piedrafita y algunos amigos rastreaban un monte donde, se decía, habitaba un misterioso hombre solitario de violentas leyendas. “De repente se para un coche, se baja un señor con cara de mal genio y nos grita: ‘¡Qué, voy a tener que sacar la escopeta o qué!’. Mi amigo me daba con el codo diciendo: ‘¡Es él, es él!”, rememora ahora entre risas.
Paz e inspiración
“Es como la gente que hace meditación: estás viviendo el momento”, expone cuando le pregunto qué experimenta con sus excursiones fotográficas. “Eso es maravilloso, pero también lo es advertir los sonidos de la noche. El canto de algún búho en medio de un silencio brutal. O cuando oyes cómo el macho de la pareja de cárabos está reclamando a la hembra en época de celo, y cómo la hembra le contesta, y ves el juego ese que hacen… O cuando nacen los pollos y empiezan a volar, y puedes ver y y oír cómo el padre les enseña a cazar, a bañarse… Presenciar cómo los pájaros se relacionan entre ellos con diferentes tipos de sonidos… Es increíble estar ahí, completamente quieto, escondido, y ser testigo de esas experiencias maravillosas”.
Resulta llamativo que alguien que viene del ámbito del espectáculo, un mundo muy social, en el que los músicos siempre están rodeados de otros músicos, técnicos y fans, encuentre solaz en el sosiego de los rincones naturales apartados. “Me aporta mucha paz interior y mucho relax”, admite. “Disfruto muchísimo en los conciertos y soy una persona muy extrovertida, pero también me encanta el estar solo en el monte, o con amigos”, aclara.
Pero también le aporta inspiración para sus canciones. No son pocas las veces que los sugerentes sonidos de la naturaleza le han sumido en el estado adecuado para imaginar un riff de guitarra o las gratas imágenes de aves, árboles y arroyos le han dictado bellos versos. “A lo mejor estoy dándole vueltas a una canción que no sé hacia dónde llevar y en momentos así me ha venido la chispa. Me pasa también mucho con la bici: me gusta pegarme mis kilometradas. Pero luego hay que acordarse cuando llegas a casa. Si estoy haciendo fotos, puedo coger el móvil y apuntarme algo. Si estoy con la bici, ya lo tengo más complicado. Ahí tengo que tirar de memoria y repetírmelo muchas veces para que no se me olvide. Pero me ha pasado alguna vez también, ¿eh? De llegar a casa y preguntarme: ¿cómo demonios era aquello tan bueno que tenía?”.