Se veía venir hace unos días, pero las últimas previsiones del tiempo terminaron por confirmar el peor escenario: por temas de logística (la Ciudad del Rock de Arganda del Rey era un lodazal) y de seguridad (la borrasca Oscar podría devenir en tormenta eléctrica sobre Madrid), la primera fecha del Primaver Sound en la capital se ha terminado suspendiendo este mismo jueves. Los carteles de viernes y sábado siguen vigentes. Adiós a las actuaciones de New Order y Blur y a la fecha que marcaba el estreno, por todo lo alto, del macro festival en la ciudad, con un ingreso previsto de 40.000 personas diarias.
De hecho, desde las clásicas imágenes del lodazal de Woodstock en 1969, hasta macroeventos contemporáneos como Rock en Río o Glastonbury, las inclemencias climáticas han sido un tema crucial en la organización de este tipo de festivales. Al punto que muchos de estos eventos llegan a incorporar el concepto "lodo" entre sus reclamos publicitarios, como hicieron los sucesivos Woodstock 94 y 99 el "rainy Coachella". Se dice que el Espárrago Rock, uno de los pioneros de los festivales en España, o Extremúsika, cerraron porque no pudieron remontar la suspensión de varias fechas por las lluvias.
En los últimos años, y en particular después de la Pandemia, los festivales se han convertido en una experiencia social, una especie de catarsis colectiva, en la que convergen varias actividades culturales, económicas y turísticas. Según el Anuario de Estadísticas Culturales del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, en España se celebraron 874 festivales de música en 2021. Este auge no es nuevo, hace ya varios años que el sector musical abarca las propuestas festivaleras, debido al cambio de modelo de negocio: cuando la venta de discos quedó planchada por las plataformas de streaming (reproducción en continuo), la gran fuente de ingresos pasó a ser la música en directo.
Pero hay que admitirlo, con el paso del tiempo, hay asuntos logísticos de los macrofestivales que se hacen difíciles de asumir. Pero hablemos primero de lo que tienen de bueno, que es mucho.
Una de las lecciones que nos dejó la pandemia es que las personas no llevamos bien el encierro y el aislamiento. Y qué mejor demostración de nuestra voluntad de comunión que saltar, cantar y bailar rodeado de miles de personas. La experiencia de los colectivo se vuelve más palpable (y sudable) que nunca. Además, por supuesto, está el nivel de los carteles que suelen reunir a lo más top del momento y a viejas glorias musicales, con lo que tengas la edad que tengas, y tanto si eres de Rosalía como si eres de Depeche Mode, siempre habrá algo para tí en un gran festival. Por otro lado, el precio del abono no suele ser barato, pero puede 'rentarte' si consideras la cantidad de espectáculos a los que puedes asistir. Vamos, que te puedes pasar ventilar a Neil Young, Belle and Sebastian y Halsey en una tarde. Y eso es impagable.
No solo el clima puede jugarte una mala pasada si eres festivalero maduro. Una de las experiencias más duras para cualquier adulto es la interminable cola de los lavabos: esas filas de módulos azules que rápidamente se ven convertidos en espacios no aptos para olfatos sensibles y personas con una flexibilidad distinta a la de un acróbata. El tiempo necesario para sacarle provecho a tu abono es también un detalle en contra. Llega un momento en el que el cuerpo pide cena tranquila, hidratación y descanso, y esas seis horas de Sónar ya no parecen tan buena idea cuando llevas tres o cuatro y te empieza a fastidiar la espalda. Por otro lado, llega un momento en el que, ok, quieres ver a P.J Harvey, pero no tienes idea de quienes son Pusha T o The war on drugs y aunque quisieras ya no tienes tiempo de ponerte al día. No te salen las cuentas. Por último, la vuelta a casa, tanto si has ido en transporte público, como si has venido en coche, puede ser el infierno. Caminar treinta o cuarenta minutos (jaloneado por la chavalería) en pos del metro o el coche, y después de haber pasado la noche dando tumbos, no es de rigor, punto. Además, para periodistas como Nando Cruz, autor de 'Macrofestivales, el agujero negro de la música' (que te animamos a leer), tales eventos son espacios de hiperconsumo o turbocapitalismo. Y sin embargo, como le dijo el mismo a Infolibre: "Como mínimo somos víctimas y culpables [...] Y dices yo no vuelvo más a este sitio infame pero al año siguiente te anuncian a tu artista favorito y te lo comes con patatas".
"Una cosa que es muy importante para un festival es que el producto que se consume es, al final, la experiencia", apunta la profesora de los Estudios de Artes y Humanidades de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) Alba Colombo, directora del máster universitario de Gestión Cultural e investigadora principal de Festivals, Events and Inclusive Public Space (FESTPACE), un proyecto europeo que analiza el uso de los espacios públicos en Europa para todo tipo de acontecimientos. "Lo que el público compra no es tanto un concierto, sino todo lo que vive dentro del evento". Más allá de la música, esto puede incluir una pulsera, el merchandising, la decoración, la comida… y un entorno "instagrameable". "También es un gran atractivo el hecho de ir descubriendo grupos: uno conoce a los cabezas de cartel y alguna banda en particular, pero ir probando y ver qué resulta interesante entre todas las propuestas es lo que diferencia a los festivales de comprar una entrada para un concierto concreto", dice Colombo.
Hay, pues, tantas experiencias festivaleras como personas hay en el mundo. Tengas la edad que tengas. Por eso te animamos a que pruebes con este tipo de eventos. Piensa que puedes, también, ir acompañado de tus hijos, hacer un poco de ejercicio y actualizar tu gusto musical: siempre te puedes llevar una sorpresa mayor y descubrir que eres fan de los Japanese Breakfast y no te habías enterado.