Como cada tarde de lunes a jueves a las cuatro y media, Jero Ramiro (62) traspasa un discreto portón situado junto a la entrada del bar de los locales de ensayo Rock Palace, cerca de Atocha, en Madrid; asciende por una angosta escalera y abre con su llave otra puerta, bastante añosa, al otro lado de la cual hay una amplia y funcional sala con media docena de sillas, otras tantas guitarras, amplificadores y, en las paredes, fotos de tiempos pasados. Hasta las diez y media de la noche estará impartiendo clases particulares de guitarra, actividad que viene realizando desde 1985. “El dinero que he ganado de tocar en directo me ha venido muy bien para ahorrar, pero nunca lo vi como mi principal fuente de ingresos: no habría podido mantenerme”, dice.
Quizá para el gran público su nombre diga poco; para los aficionados más longevos al heavy metal en España, Jero Ramiro es una leyenda. Como fundador, guitarrista y compositor de Santa, el primer y único gran grupo de rock duro con una mujer como cantante (Azucena Dorado), vivió los años gloriosos de este género musical en nuestro país.
Un periodo en realidad breve —desde 1981 a 1987, básicamente— en el que el heavy, al menos en Madrid, era, más que un estilo, una forma de vida que atrapó a miles de adolescentes rebeldes que llenaban parques (la palabra “botellón” aún no se usaba, pero era lo que hacían), vagones de metro y garitos algo cutres con su pelo largo, sus pantalones elásticos, sus camisetas negras y aquellas entrañables cazadoras vaqueras sin mangas repletas de parches con logos de grupos en la espalda.
En aquellos años, bandas como Barón Rojo, Obús, Panzer, Banzai, Ángeles del Infierno, Sobredosis o los propios Santa formaban la línea de fuego del heavy español. En la capital, sobre todo en barrios como Vallecas, Carabanchel, Aluche, Arganzuela, Hortaleza, Villaverde o Vicálvaro, y fuera de la capital, en municipios como Leganés, Alcorcón, Móstoles y Pinto, arrastraban más incondicionales que los grupos de pop de la movida madrileña; mientras estos actuaban en locales pequeños como Rockola, los músicos melenudos abarrotaban grandes recintos. Y no precisamente porque fueran más comerciales.
“Tocábamos en estadios de fútbol, plazas de toros, pabellones deportivos… Lugares donde entraban, de media, cinco mil personas. Fue una época dorada que recuerdo con gran cariño”, dice Manuel Manrique (62), guitarrista y compositor de Sobredosis, quinteto de Carabanchel que publicó dos álbumes en 1983 y 1985, producidos por miembros de Obús. “Yo había crecido escuchando de todo, incluido rock progresivo: King Crimson, Yes, Emerson, Lake & Palmer… Pero salieron Obús y Barón Rojo y pusieron el heavy de moda”.
En febrero de 1984, Barón Rojo llenaron dos noches el Pabellón del Real Madrid, espacio que acogía en sus visitas a España a titanes internacionales como AC/DC o Kiss. Un par de años antes, la banda de los hermanos Armando y Carlos de Castro, José Luis Campuzano (Sherpa) y Hermes Calabria había tocado en el festival de Reading, en el Reino Unido, con Iron Maiden, Michael Schenker Group, Gary Moore, Y&T y otros históricos del rock acerado. En 1982, Barón Rojo llegó al número uno de Los 40 Principales con su canción “Los rockeros van al infierno”, y en 1985 con “Breakthoven”; también en el 82, Obús hicieron lo propio con su emblemático “Va a estallar el obús”.
Todas las grandes companías discográficas querían tener en su catálogo bandas de heavy metal. WEA fichó a los afilados donostiarras Ángeles del Infierno; Mercury, sello de Fonogram, lanzó a Mazo; Hispavox contrató a los reputados Banzai y, más tarde, a Sangre Azul, de sonido más edulcorado. Estos grupos aparecían asiduamente en la única televisión que había en España. Bella Bestia, formación llamativa por su glamurosa estética de maquillaje, laca y ropa de estampados animales, llegó a aparecer en el “Un, dos, tres”, siendo presentada ni más ni menos que por la insigne Mayra Gómez Kemp (y el objeto que escondía la siguiente tarjeta para los concursantes era el cinturón del cantante, Pancho Martín).
Jero Ramiro tuvo un papel protagonista en aquella abrasiva metalurgia. Antes de Santa, había militado en el grupo de Ramoncín y en Ñu, banda por la que, debido al carácter tiránico de su líder, el cantante y flautista José Carlos Molina, los músicos entraban y salían con pasmosa rapidez (Rosendo fue uno de los primeros), lo que a la postre tuvo el efecto positivo de convertirla en lanzadera de jóvenes talentos.
Cuando abandonó Ñu en 1981, Jero fundó Piel Metal; en 1982 se fue a la mili y hasta el campamento de Cáceres le llegaban ecos de la revolución metalera que agitaba Madrid. A su regreso, le hablaron de Azucena, una chica que cantaba por la radio (y muy bien) en el programa de Paco Pérez Bryan. Juan Luis Serrano y Fernando Sánchez, bajista y batería de Obús, querían producir una maqueta a la volcánica vocalista y pidieron a Jero que fuese el guitarrista.
La maqueta de Azucena gustó al sello Chapa Discos, de Zafiro, en el que grababan Obús y Barón Rojo; pero en su elenco ya figuraba una solista femenina (Luz Casal), por lo que sus jefes preferían que Azucena formase parte de un grupo. Serrano y Sánchez delegaron en Jero la tarea de constituirlo: así nació Santa. En 1984 vio la luz su primer disco, Reencarnación, del cual todos los temas, excepto dos, estaban firmados por Jero Ramiro. Los programas de radio especializados (al frente de los cuales estaban El Pirata, aún hoy en la brecha, y Mariano García, fallecido en 2012) pincharon sin tregua el álbum, que fue un gran éxito —de él se vendieron veinte mil ejemplares—, situando a Santa en lo más alto del escalafón rockero. En 1985, actuaron con Barón Rojo en las fiestas de San Isidro y reunieron la inusitada cifra de doscientas cincuenta mil personas.
Contra pronóstico, tres años después, la escena del rock duro iniciaba su imparable caída. El pop pasó a considerarse la música oficial de los ochenta, mientras los grupos heavies, incluso los que habían alcanzado estatus de superestrellas, eran barridos del mapa. “Lo llevé muy mal”, confiesa Jero.
“De repente, el heavy ya no tenía cabida en las radios. Recuerdo que en una entrevista preguntaron a Alaska qué opinaba de Obús, Barón Rojo… Respondió: ‘Si vamos a empezar a hablar de eso, me voy ahora mismo’. Cuando yo tocaba con Ramoncín, ella era una de las que nos seguían a todas partes. Yo pensaba: ‘¿Y esta tía? ¡Qué manera de tirar por tierra a grupos que no le han hecho nada!’. Los periodistas se volvieron muy modernos. Fue una sacudida. Decidieron que la música debía ir por otros derroteros y se encargaron de que así fuera”.
“Alaska y los Pegamoides se adueñaron de los ochenta”, sentencia Manuel Manrique, de Sobredosis. “Fueron los grandes beneficiados. Les dieron La bola de cristal, el programa de Paloma Chamorro… Todo para la típica cuchipandi. Los rockeros nos quedamos totalmente fuera de juego. La historia se ha tergiversado”.
“Los grupos de pop eran más digeribles”, opina Armando de Castro, guitarrista de Barón Rojo. “Querían ser revolucionarios pero eran todo lo contrario. Tuvieron apoyo mediático e institucional. Seguro que en ese movimiento había cosas que merecían la pena, el pop tiene que existir, pero que no se arroguen la exclusividad del vanguardismo y de lo elitista, porque eso desde luego que no. El rock siempre ha tenido que pelear en muchos más frentes que el pop, y bandear con todo tipo de dificultades y prejuicios sobre el aspecto, las costumbres… Se nos imputaba todo lo malo, lo satánico y lo antisocial”. Su hermano Carlos apostilla: “Pensábamos que era una injusticia. Nosotros, que llevábamos toda la vida peleando, teníamos que ir mendigando para salir en televisión, y salíamos porque estábamos en los primeros puestos en las listas de ventas. Y, aun así, nos ponían muchas trabas”.
En los noventa, y a modo de cruel puntilla, una nueva recua de grupos guitarreros, más radicales, terminó por derribar los últimos bastiones del heavy metal. “Surgió el rock combativo, medio punk, primero con Barricada, más tarde con Boikot, Porretas… Grupos que parecía que pensaban que tocar bien no molaba, ni cambiarse para subir al escenario: salían con el vaquero sucio, con la cartera en el bolsillo de atrás, la camisa de cuadros, el pelo graso… Cuajó la idea de que el rock duro era incómodo, se nos metió a todos en el mismo saco y las compañías ya no nos querían”, dice Jero Ramiro.
También influyó el carácter endogámico del hard rock nacional: “La gente del heavy se ha encerrado mucho en sí misma”, añade. “Rechazaba a quien no tuviera sus gustos y no se vistiera igual. Y al final te cierras puertas, te conviertes en un gueto”. Un gueto que quedó en manos de tres locutores de radio y los dueños de un par de compañías independientes, sagaz gavilla que, si bien seguía apoyando el rock duro, era plenamente consciente de que si las bandas obtenían éxito fuera de su coto privado, se les acababa el negocio.
En ese ingrato trance, los más de aquellos ídolos rockeros hubieron de buscar otros trabajos para salir adelante. En 1985 Jero había empezado a dar clases de guitarra —al principio en la academia Rockservatorio, de Hermes Calabria, batería de Barón Rojo; después por su cuenta— al constatar que la entusiasta acogida de Santa no daba grandes dividendos. Tras casarse en 1986, “necesitaba estabilidad”, señala.
No dejó la música: en 1992 fundó Saratoga, quizá el último estandarte del género. “Hemos pasado épocas muy duras. Cuando presenté la maqueta de Saratoga, no había manera de que nos fichara nadie”, explica (finalmente fue el sello Avispa el que apostó por ellos). Tras algún periodo alejado del grupo, que aprovechó para publicar un disco instrumental en solitario (Tenebrarium, de 2008) y otros tres con un nuevo grupo, Santelmo (“La aceptación fue bestial, pero luego hay que salir de Madrid. Ibas a Sevilla y había cuarenta personas; ibas a Málaga y había setenta…”), en 2014 regresó a Saratoga, con los que sigue actuando. Este pasado junio compartieron escenario con Kiss, Deep Purple, Europe o Helloween en el festival Rock Imperium de Cartagena.
Armando de Castro se dedicó quince años al sector del taxi, a veces como conductor, otras como propietario. “Tuve muchos detractores por ello”, revela. Él y su hermano Carlos, además, se emplearon en una empresa española de electrónica de sonido llamada Altair, con sede en Tres Cantos (Madrid). “Del rock duro no se ha podido vivir”, prosigue Armando. “Has podido tener una etapa puntual de mucho trabajo, pero siempre con la incógnita de lo que vendrá después. Llega un momento que piensas: ‘Con este bajón, hay que hacer otra cosa’. Te has casado, tienes hijos, responsabilidades, y ya no puedes estar dependiendo de si haces una gala este fin de semana, dos al mes o quince al año. Debes tener algo más estable, que se complemente con la música. El rock no ha dado para echarse a dormir”.
Otros probaron suerte en la hostelería. Antes de transformarse en celebridad televisiva y apreciado tiktoker, Fortu Sánchez, el carismático cantante de Obús, aprovechó sus dotes culinarias para abrir tres restaurantes (entre ellos, Casa Fortu en la localidad madrileña de Chinchón); a día de hoy mantiene abierto el Fortu Blues Bar en Eurovillas (Nuevo Baztán). Tras abandonar Santa, Azucena publicó dos discos en solitario, de nula repercusión; se retiró de la música, abrió un pub en el barrio de Lavapiés y, más adelante, un chiringuito en la playa de Alicante; falleció en 2005, con 49 años. “Todo lo que de agresividad y poderío derrochaba Azucena en el escenario, fuera de él era pura fragilidad”, la describe Jero.
El primer disco de Sobredosis, Caliente como un volcán, incluía un tema titulado “Chico”, de premonitoria letra: “Chico, cambia, el rock no te dará para vivir. Chico, cambia, olvida tus sueños y créate un porvenir”. Su guitarrista, Manuel Manrique, siguió su propio consejo. Siempre le había gustado dibujar, por lo que, ante la dificultad de labrarse un futuro como músico, aprendió el oficio de diseñador gráfico de forma autodidacta. Ha trabajado con algunas de las más prestigiosas agencias de publicidad del país, como Contrapunto o Bassat. En 2011, con su excompañero de grupo Luis García, batería, fundó el estudio Bass Drum Boom, que diseña los parches de bombo que llevan impresos los logos de las bandas. Sigue tocando la guitarra (ahora en el grupo Mr. Rock) y prepara un disco que actualiza las canciones de de Sobredosis.
Carlos Pina, cuyo rocoso vozarrón dio identidad a Panzer, encontró salida como locutor radiofónico. Durante años dirigió y presentó programas de rock en Radio 3. En una entrevista concedida en 2020 a El giradiscos, declaró: “Me ganado la vida con la radio. Con la radio pude sacar a mi familia adelante”. Hubo quien logró reciclarse sin bajarse de los escenarios, como Carlos Raya, guitarrista de Sangre Azul, quien con el tiempo pasó a ser músico de confianza de Quique González y Fito Cabrales. O como Javier Mira, guitarrista de Tritón, que ejerce de productor y ha sido director musical de espectáculos teatrales. Obús y Barón siguen tocando; Bella Bestia, por iniciativa de su bajista, Pepe Mari, desempolvaron el colorete y celebraron con algunos conciertos (y de forma discreta) su cuadragésimo aniversario en 2022.
Cinco minutos antes de que llame a la puerta el primer alumno del día, Jero organiza el aula donde pasará las próximas seis horas. Me cuenta que el más joven de sus pupilos tiene 17 años; el mayor, 70. Este último es un importante abogado, y con él, y con otro veterano estudiante, arquitecto de profesión, Jero ha hecho buena amistad. Salen juntos a cenar con sus parejas. Algunos discípulos tienen sus propias bandas de heavy, “pero cuando aprenden las armonías de jazz de Wes Montgomery o Django Reinhardt, les encanta. El rock es muy pasional, pero como música es limitado”, dice Jero. Elige la guitarra con la que hoy iniciará la rutina laboral que repite a diario desde hace casi cuarenta años. “He logrado mantenerme gracias a esto”, dice.