En medio del inmenso matalotaje de nombres que inunda Spotify, semioculto entre cantantes de reggaetón con millones de seguidores y leyendas del rock que no les andan a la zaga, un creador musical asoma discreto con temas instrumentales de cariz electrónico y sonido tenebroso. Publica veintitantos al año y tiene 3.800 oyentes al mes en esa plataforma (casi diez mil en YouTube Music). Se llama Iker Jiménez. Y sí, es el famoso director y presentador de Cuarto milenio.
Ciertamente, resulta más fácil imaginar al reputado periodista con un magnetofón en un cementerio que tocando un piano. Por su enorme popularidad, pocas facetas de su vida quedan lejos del ojo público; hasta de su vida privada conoce detalles la gente. Pocos están al corriente, sin embargo, de esta sorprendente parcela que desde tiempos recientes ocupa gran parte de su tiempo. “En estos cinco años he pasado seguro cerca de mil noches, muchas horas, explorando”, nos dice. En su modestia, llama “explorar” a “componer”, y prefiere definirse como “atmosferizador” antes que como “músico”.
Como queda claro por la descripción inicial, Iker Jiménez no aspira a convertirse en un nuevo Alejandro Sanz. Su música está fuertemente ligada a su interés por lo oculto. De hecho, la mayoría de sus piezas están compuestas para ambientar las historias que cuenta en su programa. En la actualidad, hasta un 70% de la música que se escucha en Cuarto milenio ha nacido en su estudio casero. Pero su perseverancia ha derivado en tal volumen de temas, unidos por un estilo común, que a día de hoy engrosan una obra vasta con entidad propia.
Crónicas de apariciones extrañas, avistamientos de ovnis, fenómenos paranormales, desapariciones inexplicables y sucesos extraordinarios le inspiran, pues, para componer. “En mi estudio tengo dos pantallas: en una, el programa de edición musical, con las partituras digitales y la instrumentación, y en otra, toda la información gráfica de la historia, y te diría (me van a llamar loco) que para mí es una experiencia chamánica, porque a veces hago cosas que no sé muy bien cómo he hecho, y que luego me cuesta descifrar. Parto de unas premisas, sabiendo qué armonías y escalas voy a usar, pero luego hay un proceso creativo en la música que a mi parecer es muy misterioso y que te arrebata de lo que pensabas hacer y te lleva a otra parte. Se basa mucho en el impacto que me producen las imágenes o la historia”, explica.
Su tema más reciente (cuando se escriben estas líneas) se titula Andes, 1972 y está basado en la tragedia del avión que se estrelló en la cordillera andina, traída ahora de nuevo a la actualidad por el director J. A. Bayona en su película La sociedad de la nieve. “Conozco a varios supervivientes —dice—, así como una serie de historias increíbles que no se cuentan. Cuando los supervivientes han escuchado el tema, han alucinado: plasmaba lo que habían sentido”.
Quien haya seguido la trayectoria de Iker Jiménez desde sus primeros días en la radio, sabrá que el comunicador se ha caracterizado por cuidar al máximo el sonido de sus espacios. Las dramatizaciones como de radionovela enfatizaban la crudeza de los tétricos casos. Más adelante supo dotarlas de imágenes, de impactante estética, para televisión. Parte importante en ese culto al sonido ocupa la música. The dragon, de Vangelis (1978), fue la sintonía de Milenio 3, el programa que durante trece años condujo en la Cadena SER. Sus reflexiones finales en Cuarto milenio cobran especial dramatismo con el fondo de Shine on you crazy diamond, de Pink Floyd (1975).
“Toda mi vida he empleado música para acompañar la lectura, la concentración, en el trabajo, en los viajes, en investigación y en algo muy relevante, que creo que es parte del éxito que yo he podido tener: ya cuando hacía radio, sabía emplear muy bien músicas. La gente decía: ‘Es que Iker cuenta bien las cosas’, pero la elección musical era clave”, dice. En 2015, cuando concluyó su etapa en la SER, procedió a vaciar el archivo sonoro del programa. “Si los otros programas tenían de media 200 músicas, en el nuestro había casi cinco mil. Cierto tipo de música para mis contenidos era fundamental”, señala.
Fue esa inclinación por la música la que, de forma casual, le llevó a finales de 2018 a adentrarse en el terreno de la composición. “No tenía la más mínima noción de música, ni había estudiado conservatorio ni teoría musical; nada. Un compañero del equipo de fútbol de veteranos en el que juego, me dijo: ‘¿Cómo no has probado nunca a hacer tu propia música?’. Respondí: ‘Hombre, cómo voy a probar, si tengo respeto sagrado a los compositores y a los músicos’. Me explicó que ahora mismo, si aprendes un poco de teclado, la tecnología te permite explorar con sonidos como antes era imposible hacerlo. Ahí empecé a explorar”.
Confiesa que con sus primeras grabaciones intentaba aproximarse a patrones básicos para sonorizar. “Luego he ido ampliando conocimientos. Soy muy insistente. Disfruto de la libertad de no componer con deseo de agradar a nadie, sino porque me he dado cuenta de que, acompañando el material, mis temas sumergen a la gente en una atmósfera concreta, lo que creo que es importante. Hay gente que escribe al programa preguntando: ‘¿Cuál es esa música?’. Y a lo mejor esa música es un lamento, son tres notas… Pero ha desempeñado su papel en ese momento con una imagen determinada”.
Desde entonces, sus creaciones se han ido haciendo progresivamente más complejas y elaboradas, fruto de la constante experimentación. “He explorado mucho, me he divertido mucho, y como soy bastante obsesivo, he invertido muchísimo. Ha sido un aprendizaje maravilloso. Es lo que más ilusión me hace todo lo que hago actualmente, porque es lo más sorprendente. Y, sobre todo, porque jamás en mi vida habría pensado que podría hacer esto”.
Si te gusta la música ambient o la electrónica de los setenta y no has escuchado nada de Iker Jiménez, ya estás tardando en hacerlo. Algunos temas, cargados de efectos sombríos, se asemejan a bandas sonoras de películas de terror; otros, como Bloodmud, Goia, Phandemia o Gran hotel, envuelven en texturas oníricas. Los sonidos vintage de Robota evocan a Jean-Michel Jarre. Pietá di Pasolini, más melódica, trae a la memoria a Joël Fajerman y su maravillosa Flower’s love (1979), mientras que Reality recuerda las secuencias repetitivas de Tangerine Dream en clásicos como Phaedra (1974) o Rubycon (1975).
“Son mis influencias clarísimas”, admite. “Exactamente es eso. Venero a mucha gente, pero especialmente a Jean-Michel Jarre, quizá por su música planeadora, a Vangelis, Mike Oldfield, Alan Parsons, Kraftwerk, Klaus Schulz, Tangerine Dream… De niño y adolescente ese tipo de música me impactaba mucho y la relacionaba con todos estos temas que siempre me han apasionado: el cosmos, el espacio, la posibilidad de vida en las estrellas… En mi primer programa de radio a los 17 años [en la emisora libre Onda Verde], ya empleaba a Jean-Michel Jarre, a estos que he mencionado y a muchos más. Lógicamente, lo que me sale, lo poco que sé hacer, va en esa dirección”.
A este rimero de variopintas influencias se une la audacia de su inexperiencia, lo que da lugar a pasajes y giros que a un músico profesional anclado en patrones académicos jamás se le ocurrirían. Distorsionar sonidos hasta dar con matices inverosímiles tiene algo de adictivo para el presentador. “Ha habido gente que me ha dicho que le parece muy experimental”, comenta.
“Me gusta mucho coger un sonido y con los sintetizadores deformarlo hasta conseguir una cosa que ni imaginaba. A veces experimento, como Schulz o Tangerine Dream, jugando con los osciladores, con los sintes… y veo qué pasa. Eso tiene un problema: no es tan fácil reproducirlo de nuevo. Es una especie de escritura automática que me ha enseñado mucho sobre mí mismo”.
Iker Jiménez ha invertido mucho dinero en hacerse con un buen grupo de instrumentos, secuenciadores y plataformas de edición. Empezó equipando su estudio con la estación de audio digital Pro Tools, al ver que su amigo Manolo Rodríguez, exguitarrista de Joaquín Sabina y Viceversa, Antonio Vega y La Romántica Banda Local y sonorizador en Cuarto milenio, era la que empleaba para la edición del programa.
Otros amigos músicos, como Roberto Lloreda, y personas que ha ido conociendo, como el biógrafo español de Jean-Michel Jarre, le han ayudado a descubrir nuevas alternativas, como Logic PRO, que ahora usa para grabar al parecerle muy intuitiva. Ha comprado sintetizadores clásicos, como un ARP Odyssey —como aquel con el que Kraftwerk grabaron The robots (1977)— e instrumentos andinos que incorpora sutilmente para obtener tintes vaporosos.
Instaló el estudio en la parte alta de su casa, y allí se encierra varias noches a la semana. “Por nuestro pasado en la radio, tanto Carmen [Porter, su esposa y compañera de trabajo] como yo hemos sido muy nocturnos; siempre hacíamos programas de madrugada. Me he habituado a la noche, que es un territorio que inspira bien”, dice. Los arrebatos de inspiración a veces no coinciden con esos ratos de esparcimiento musical. “Es muy curioso: a veces tengo tiempo y no me inspira nada… Y otras no tengo tiempo, y siento la necesidad imperiosa de probar cosas. Cuando para mí es una afición. Por ejemplo, estoy elaborando la estructora de un programa, e imagino cómo con una flauta celta y unas determinadas notas podría hacer algo interesante. Hay una cosa que es enigmática de verdad: cuando te atrapa esa especie de virus creativo y la música te llama, es muy difícil no hacerle caso. Es lo bonito que tiene este arte. Son las interconexiones entre la mente y la música”.
Y añade que desde que hace su propia música, valora aún más la obra de sus ídolos. “Todos los que consideraba buenos, me parecen mejores”, apunta. “Antes podía decir: ‘Bueno, esta de Jean-Michel Jarre no es tan buena como esta otra, de Vangelis me gusta más aquella…’. Ahora soy consciente de la dificultad que entraña. Escuchas sus temas y piensas: ‘Joder, macho’. ¿Por qué estos tipos son maestros? Porque cuando tú te has introducido mínimamente en lo dificultoso que es crear algo que tenga consistencia, te das cuenta de lo maestros que son y de que por algo muchos llevan ahí décadas y décadas”.
La pasión por la música de Iker Jiménez no se limita al ámbito de la composición. Disfruta de la escucha de estilos muy variados. “Me gusta mucho la clásica, las revisiones que hace Jordi Savall, el folk…”, enumera. “Cosas de Mike Oldfield me llevaron a la música celta. Me encanta la música andina, la africana. Tengo predilección por voces muy especiales, como Lisa Gerrard, que era la cantante de Dead Can Dance. A algunos les puede sonar oscuro, pero es que esa música un poco gótica me ha gustado toda la vida. No estoy muy al tanto de lo último, aunque sí en el terreno de la música electrónica”.
“También me interesan Franco Battiato, clásicos españoles como José Luis Perales, Miguel Bosé, Los Chichos… Tengo gustos muy eclécticos”, prosigue. Tras el nacimiento de su hija Alma, que tiene ahora doce años, se ha visto sometido, como cualquier padre, a los rigores de la música infantil. “He pasado por todo el proceso lógico, incluidos los Cantajuegos”, revela. En el coche elige él la música, lo que, por ahora, ha servido para que el reggaetón no haya entrado en la familia a través de las preferencias de su pequeña. “Todavía no me ha tocado. Espero que ese momento tarde en llegar”, dice.
En el futuro, Jiménez piensa seguir dando rienda suelta a su creatividad musical, e incluso sopesa llevar a cabo algún proyecto más ambicioso y multidisciplinar. “Uno de mis sueños es hacer un evento”, anuncia. “Estoy muy metido también en la Inteligencia Artificial, porque soy curioso por naturaleza. He invertido bastante para explorar con fotografías que parecen extraídas de sueños. Me encantaría llevar a algún sitio especial la experiencia conjunta de música, relato y este tipo de imágenes, y sé que sería un viaje iniciático para mucha gente. El problema es el tiempo, pero me encantaría”. Y si Iker Jiménez se lo ha propuesto, no hay duda de que lo materializará.