“Sé de gente que se ha quedado ralladísima, que ha acabado en el psiquiátrico, que conducía en un accidente de tráfico, ha muerto el copiloto y desde entonces… no ha funcionado”, deplora Miguel Jiménez Luján (66) entre sorbo y sorbo de un té en un ínfimo bar aledaño a la sede en Madrid de la Sociedad General de Autores de España (SGAE), a la que pertenece en calidad de presidente de su Consejo Territorial en la Comunidad Valenciana. “Sustentar toda una movida en base a las drogas lo veía muy raro. Eso es lo que más impactó: la decadencia tan grande que sufre Valencia cuando las drogas hacen su entrada a saco; es cuando al término ‘bacalao’ le ponen una ‘k’. Eso ya no me interesa”.
Luján ha sido de todo en la escena musical de Valencia (y, por extensión, del resto de España) desde finales de los setenta. Apostado en diferentes posiciones ha ejercido de lo que los ingleses llaman “mosca en la pared”: un testigo de excepción. En muchas ocasiones también de protagonista directo de lo que ocurría en la ciudad donde creció, y que durante más de una década se convirtió en la capital europea del estrépito musical y las drogas de diseño. Todo lo que vio y vivió se ha animado a ponerlo por escrito en el libro Historia verdadera de la ruta del bacalao (así, con “la ruta” tachada y “bacalao” con “c”), completa crónica y elaborado censo de aquellos frenéticos años.
Defiende acaloradamente la tesis de que el “bacalao” fue una cosa y “la ruta del bakalao”, otra. Este último termino, arguye, hace referencia solo al declive del famoso (y a veces infame) fenómeno levantino. “Trato de disociar las palabas ‘ruta’ y ‘bacalao’ —explica—, que no se dieron nunca juntas en Valencia hasta finales de los ochenta. Era una ruta que hacía gente que venía de fuera en autobús por garitos donde pinchaban música que llamaban bacalao. La gente iba poniéndose hasta el culo de todo, sin dormir. Se quedaban cuatro días, y se generalizó el no cerrar las discotecas. Skoop se hizo célebre porque cerraba solo dos horas, de seis a ocho de la mañana, para limpiar; y la gente se quedaba dentro”.
La situación geográfica de Valencia, abierta al mar e imán de turistas europeos, influyó para bien y para mal en el apogeo y el funesto desenlace. Para bien, porque el abordaje de jóvenes de otros países, con gustos musicales distintos de los que aquí proliferaban, contribuyó a enriquecer de nuevos sonidos las maletas de los DJ. “Las guiris belgas que venían escuchaban a Front 242. En Madrid estar toda la noche estar pinchando ese tipo de música electrónica dura era impensable; en Valencia sucedía”, dice. Para mal, porque por Valencia entraron las drogas, primero la cocaína y, poco después, las de diseño.
“Hasta entonces, las únicas drogas que conocíamos eran la mescalina [ubicua en los primeros años del bacalao] y los canutos”, expone. “La mescalina estaba bien, porque no te hacía ponerte pesado. Pero hacía 1987 llega la cocaína, y la gente pasa más tiempo en el váter que en la pista. Luego, el cristal y otras drogas sintéticas”. Se produjo entonces un natural hermanamiento entre estos estupefacientes que producen gran agitación y la música que se pinchaba. “Eran drogas que generan ansiedad, y cuando la gente sale a la pista, la música de Simple Minds ya no le vale; quieren tun-cha, tun-cha, tun-cha. El sonido mákina. Si no estabas drogado, no se podía soportar. Para soportarlo necesitas esas drogas, y para esas drogas necesitas esa música. Eso derivó en redadas, noticias en televisión y las calles se llenaron de gente en plan: ‘Toma lacasitos”, describe.
El desfase duraba días, y las discotecas comenzaron a ampliar horarios para acoger a tan enloquecida clientela. “Algunas, para atraer público, abrían cuando otras cerraban”, prosigue. “Para los domingos por la mañana se inventaron el eslogan: ‘Los domingos del Señor’. Y a partir de ahí empieza la ruta destroy: la gente bebiendo en los aparcamientos, un DJ poniendo música a 140 o 150 BPM [beats por minuto: cuando más alta es la cifra, más acelerada es la música] y todo el mundo empastillado hasta las cejas, oliendo mal… Eso no tiene nada que ver con una revolución social y cultural que surge después del franquismo”.
De aquí que Jiménez prefiera centrarse en el “bacalao” sin “ruta”, a su parecer una movida cultural simultánea a las de Madrid, Vigo, Barcelona… y similar incluso por su cariz etimológico. Igual que en Madrid la gente usaba frases como: “Menuda movida” para definir algún hecho llamativo, en Valencia decían: “Menudo bacalao”. “A esa nueva ola de Londres, Madrid, Barcelona…, en Valencia le dimos una vuelta de tuerca más, un toque más de vanguardia, el punto fallero que tenemos, la pólvora en la sangre, el mar”, subraya.
En ese primer bacalao, inmensamente más sugestivo desde un punto de vista cultural, Jiménez ejerció de elemento catalizador. Nacido en Fuentealbilla (Albacete), siendo aún niño se trasladó con su familia a Valencia, donde creció. Ya entonces se sintió atraído por la musica: de pequeño se encerraba en la buhardilla de su casa a cantar “La última noche”, de Los Albas. Convenció a su padre de que le comprara un tocadiscos con la excusa de que iba a seguir un curso de inglés en discos de vinilo. Hacia 1973 o 1974 montó un grupo con unos amigos, en el que tocaba el bajo y cantaba. “Venían las niñas a los ensayos y te creías que eras la leche, sin serlo”, recuerda.
Al volver del servicio militar, en 1979, abrió el restaurante Genaro, uno de los emblemáticos de la playa de Las Arenas, donde los locales para comer y beber se suceden en ordenada hilera. No tardó en ponerse de moda, tanto por su idílico enclave —las mesas estaban situadas literalmente sobre la arena— como por la visionaria novedad de albergar una cabina de DJ gracias a la cual desde por la mañana se podía escuchar música de Steve Winwood, Jim Capaldi, Bob Marley… Por las noches, humo generado con hielo carbónico (como el que se esparce en los conciertos) creaba una atractiva atmósfera para desgustar productos del mar a la luz de las velas y la luna. Tanto disc jockeys como propietarios de discotecas lo escogieron como punto de reunión para establecer relaciones. “Ahí me di cuenta de que sin música no iba a ningún lado”, dice Jiménez.
Creyó que en 1982, año excelso para España por acoger la Copa del Mundo de fútbol, iba a forrarse; no fue así. Además, empezó a experimentar síntomas de agotamiento. “La hostelería es muy esclava”, comenta. Traspasó el restaurante a unos amigos y con lo que sacó montó una tienda de discos, Zic Zac, con su hermano y otro socio. Se dio cuenta de que los DJ querían estar a la última, salirse de los éxitos manidos. “Veíamos que había un hueco: necesitaban una tienda para comprar discos de importación”. Llegaron a tener cuatro sucursales. “Los DJ venían por la mañana a almorzar con nosotros, fumar unos petas y escuchar nueva música. Se sentían como en casa. Empezamos a vender como rosquillas”. Mantuvo las tiendas operativas trece años, hasta 1996.
Primero al frente del restaurante y a continuación, y de forma más elocuente, en las tiendas de discos, Miguel Jiménez comprobó cómo en Valencia eclosionaba una escena cultural multidisciplinar que nada tenía que envidiar a las de otras capitales: esa primera hornada del bacalao. Es la etapa que reivindica en su libro. “Quiero quitarle importancia a esa imagen peyorativa y resaltar que hay un momento anterior, de 1979 al 1987, que es importante. Durante la dictadura vivimos años de austeridad cultural. Oíamos que había unos melenudos hippies, había síntomas de rebeldía, pero estábamos acongojados. Nuestros padres habían vivido para trabajar. Se muere Franco y se abre un mundo”.
Los jóvenes valencianos tardaron solo un par de años en agitar la cultura con sus entusiastas expansiones. “De ese momento salieron el pintor Ximo Aldaz, que hizo la portada de Semilla negra; el dibujante Paco Roca; el diseñador Paco Bascuñán y su equipo de La Nave; modistos como Antonio Alvarado, Francis Montesinos; diseñadores gráficos como Mariscal; hay fotógrafos, periodistas, escritores…”, enumera. Un all star de creadores que tenían como denominador común la música. “Cuando salen, van a los mismos pubs y discotecas. A partir de 1982, todo explosiona: la gente sale bien vestida, guapa, perfumada, elegante; aprendimos que había que interrelacionarse y la importancia de la ceremonia del baile. Por eso es una revolución”.
Dirimir qué es más interesante, si la historia del bacalao o la del propio Miguel Jiménez, merece un largo debate del que cada lector extraerá sus propias conclusiones. Decíamos al principio que Jiménez lo ha sido todo en la música valenciana; además de propietario de un restaurante con cabina de DJ y de una tienda de discos y de incipiente escritor, ha sido mánager. Se trata de la faceta por la que se le conoce en la industria musical. “Mi profesión es mánager; un poco emprendedor también soy”, refrenda.
Inició su andadura como representante y persona de confianza de músicos al poco de inaugurar Zic Zac. Maxisingles que recibía con canciones de grupos como U2 remezcladas por productores de música electrónica llamaron su atención. “Pensé: ‘Molaría echar un gallo de los nuestros a pelear”, evoca.
Probó a aplicar la fórmula a Radio Futura, con quienes mantenía buena amistad desde que organizó un concierto de la banda de Santiago Auserón en Valencia. Conocía también a los productores británicos Joe & Duncan [Joe Dworniak y Duncan Bridgeman]. Visitó al grupo madrileño en el estudio cuando grababa el disco La ley del desierto / La ley del mar (1984) y, al escuchar “Semilla negra”, resolvió que era el tema óptimo para remezclar.
“La misión era que ‘Semilla negra’ se pinchara en las discotecas después de Simple Minds y antes de Lords of the New Church y que no pasara nada”, explica. “Y lo conseguimos”. Santiago Auserón estaba por la labor, y juntos convencieron a la discográfica del grupo (Ariola) de que lanzara 500 copias del maxisingle para repartir en otras tantas discotecas. Fue un éxito.
Posteriormente, Jiménez animó a la banda a que grabase en Londres su siguiente álbum, De un país en llamas (1985), producido por Joe Dworniak y Duncan Brideman. Como confirman los créditos del disco, “Miguel Jiménez preparó los contactos entre Madrid, Valencia y Londres y coordinó la producción”. “Estábamos en un hotel boutique precioso —rememora—, y llegaron Radio Futura con sus chupas de cuero, los pelos de punta… Al cuarto día los del hotel nos invitaron amablemente a irnos. Llegábamos a las cuatro de la mañana y salíamos a la hora de comer”.
Con Auserón ha recorrido el mundo de punta a punta. “Lo admiro enormemente. Estar a su lado es alimento intelectual todo el tiempo”, indica. También con Seguridad Social, al lado de los cuales estuvo quince años, los mejores en la carrera del grupo de José Manuel Casañ. Y, a partir de entonces, fue mánager de Girasoules, Amparanoia, Mártires del Compás y el guitarrista flamenco Cañizares, entre otros.
Y ahora espera a leer en qué circunstancias escribió el libro Miguel Jiménez, quien continúa trabajando con Santiago Auserón como mánager internacional. A principios de 2020 viajó con él y su banda a México, Colombia y Perú. “En algunos momentos notaba que me costaba seguir el ritmo al resto. En Bogotá, que es todo cuesta arriba, los demás subían y yo me iba quedando detrás”, recuerda. Tras un breve descanso en Valencia, volaron a Cuba para rodar la película Semilla del son. El 18 de marzo, en su habitación de hotel, no cesaba de toser. Lo ingresaron en un hospital. “A todos los que parecían tener síntomas de covid los recogían y los llevaban a hospitales”. Al cabo de cuatro días, pidió el alta voluntaria. “No nos oponemos, pero a lo mejor en el aeropuerto le quitan el pasaporte”, respondió la joven doctora que lo atendía.
Se vistió, salió del recinto y cuando caminaba entre los jardines que conducen a la puerta principal, vio que dos empleados de seguridad salían de la garita. “¿Usted es el paciente que se fugó?”, le preguntaron. “No, no, no me he fugado”. Lo devolvieron al centro, donde permaneció varios días más. Le hicieron pruebas de todo tipo. Llamó a Auserón: “Pírate hoy, porque me van a dejar encerrado y lo siguiente que van a hacer es ir a por ti”, aconsejó a su amigo músico. “¡Pero cómo voy a dejarte aquí!”, protestó Santiago. Finalmente cedió y volvió a España. Tras infinidad de chequeos, un doctor le avisó: “No tiene infecciones; ahora bien, en España visite al neumólogo, porque tiene dos efisemas en el pulmón”.
Eso hizo. Tras una primera prueba en Valencia, el médico le comunicó que tenía una capacidad pulmonar del 25%. “Me funcionaba solo medio pulmón de los dos que tenemos. Padecía fibrosis pulmonar”, explica. “Aunque es irreversible, inicié para frenar su avance un tratamiento de tres meses muy fuerte, que producía molestias estomacales. Afortunadamente no tuve que tomarme ni un solo Fortasec. Pasado ese tiempo, me dijo que tenía una capacidad del 18,5%”. Inmediatamente lo enviaron a la unidad de transplantes.
Allí quiso saber qué podía pasar si no se sometía a uno. “Le doy dos años”, contestó el especialista. Debían transplantarle dos pulmones; a la espera de los órganos, en octubre de 2022, le prescribieron ayuda de una máquina de oxígeno para respirar, a la que debía estar conectado 24 horas al día en su casa. Los meses pasaban mientras le hacían pruebas para calibrar su idoneidad de cara al transplante. “Si estás jodido del riñón o del hígado no te transplantan. Deben elegir dónde ponen los pulmones; no se los van a poner a un tío que va a durar tres meses habiendo otros que los están esperando”.
Dos veces lo llamaron para la operación, pero los pulmones recibidos estaban mal. Por fin, a la tercera, en diciembre de 2022, entró en quirófano. La intervención salió bien, pero… los inmunodepresores que tomaba para facilitar la adaptación de los órganos debilitaron sus defensas. Cogió una infección por criptococcus y se le encharcaron los pulmones. “Empezaron con drenajes, y en el primero me sacaron 1,3 litros. Afectó al corazón, de donde me extrajeron 700 mililitros. Y así días y días. El líquido de la cavidad pericardial se convirtió en gel, por lo que el drenaje no lo sacaba: en noviembre hubo que abrir otra vez y pelar el corazón como una naranja. No comía, y no hacía del cuerpo. Me quedé en 51 kilos”.
En los meses que estuvo postrado en su casa con oxígeno, aguardando el transplante, se decidió a escribir el libro. “Me dije: ‘Al lío. Es el momento de meterle caña a lo que ya tenía esbozado”. La idea del manuscrito había surgido en alguna de las comidas de Navidad que organiza anualmente y a las que asisten personas relevantes en la escena cultural valenciana: Encuentros de Propulsores, las llaman. “Hablábamos de que había que contar la verdad del bacalao. ‘Miguel, ponte a ello’, me animaban”.
Cuando se infectó por la bacteria, el libro estaba en imprenta. “Llegué a pensar que iba a ser una obra póstuma”, reconoce. El desenlace es feliz. En noviembre de 2023 salió del hospital y solo la mascarilla que lleva a todas partes recuerda el difícil trance. Y la única máquina que queda en su vida es aquel estilo musical cuya huella rastrea en Historia verdadera de la ruta del bacalao.