La música que escuchan nuestros hijos adolescentes no es música. Es ruido, tal y como lo define la RAE: “Sonido inarticulado, por lo general desagradable”. Una pastosa mezcla de estrépitos sintéticos generados por ordenador, ritmos machacones y letras que van de lo ininteligible a lo ominosamente obsceno. Para nuestros oídos bien entrenados en la escucha de obras maestras del rock y el pop (y puede que del soul, el jazz o la música clásica), eso que se meten los chavales en vena a través de sus pabellones auditivos es una vergüenza, un odioso atentado contra las normas más básicas de la musicalidad. Da igual que hablemos de reggatón, de trap o de cualquier otra variedad de producto infumable que incite al bailoteo: no es música y ya está.
Reconócelo: si tienes hijos en tan complicada edad, lo has pensado alguna vez. Pasado el arrebato inicial, te das cuenta de que sí es música, aunque la catalogas como mala, simplona, toda igual. Yo mismo, cuando he dejado que mi hija de 14 años elija la música que suena en el coche (aguantarla de morros todo el viaje es peor), no he podido evitar soltar: “¡Esto es una mierda!”. Al instante te arrepientes del exabrupto, pero no varía tu opinión. ¡Qué fue de los solos de guitarra! ¡De esos agudos prolongados de los cantantes de rock! Te gustaría que los chavales dejasen de consumir eso que te parece basura y descubrieran la buena música, que casualmente es la que te gusta a ti. Pero no hay manera.
Por si te sirve de consuelo, nos sucede a todos. Incluso a los músicos profesionales les cuesta hacer entrar en vereda a sus hijos. Cuando le entrevisté para Uppers, Mikel Erenxtun me contó había tirado la toalla en lo que a inocular el gusto por el buen rock a sus vástagos se refiere. “Lo he intentado como si no hubiera un mañana. Me da pena que mis hijos no escuchen la música que a mí me gusta y prefieran música urbana, que no me emociona lo más mínimo y la desconozco”.
Y añadía que, en los trayectos en coche, “yo pongo mi música y mis hijos van con auriculares escuchando sus mierdas”. A mí aquello mi sirvió de alivio: si le pasa a alguien que ha criado a sus hijos en un arraigado ambiente musical, ¿cómo no va a pasarme a mí?
Piensas que no debe de ser tan díficil: basta con sacarlos bruscamente de la cama, llevarlos a rastras al salón, encadenarlos como a presos al sofá y ponerles un disco de The Beatles, da igual cuál. ¿Qué puede fallar? Bastarán los primeros acordes de cualquiera de sus gloriosas melodías para que apostaten de sus endiabladas preferencias y abracen la religión del rock. Pero, por toda respuesta, torcerán el gesto, pondrán cara de asco y te espetarán: “Vaya rollazo”. La terapia de choque no funciona en este caso.
En tus momentos zen, si los tienes, te das cuenta de que se repite la historia: estás actuando exactamente igual que tu padre cuando en tu juventud hacías temblar la vitrina del comedor con los acordes de AC/DC. “Eso no es música, es ruido”, sentenciaba el buen señor. A ti, en cambio, te parecía sinfonía de dioses. A su lado, Wagner, Machín, Serrat o lo que quiera que escuchaban tus padres, era garantía de bostezo.
Sin embargo, según pasaron los años, y sin dejar de apreciar la guitarra de Angus Young, empezaste a aceptar que la música orquestal, el bolero y los cantautores están, de hecho, bastante bien. Lo cual te hace albergar esperanzas de que, después de todo, tu hijo algún día entrará en razón.
No obstante, si eres un amante de la música, estás en tu derecho de querer inculcar esa sana pasión a tu hijo. ¿Acaso no ha heredado la afición por el mismo equipo de fútbol e incluso tu nariz? Estará heredando algo bueno. “Se ha demostrado que la música tiene efectos positivos en nuestro cerebro”, explica Abel Domínguez, psicólogo infanto-juvenil y director de Domínguez Psicólogos.
“Beneficia nuestro estado anímico, nos produce bienestar, estimula la creatividad, nos divierte y entretiene, aporta identidad a los pueblos a través del folclore, refuerza nuestra identidad individual y es una forma de expresar emociones que sentimos y para las que no teníamos palabras”.
No puedes cambiar algo sin antes comprenderlo. De modo que se impone hacer el esfuerzo sobrehumano de tratar de entender por qué a tu hijo le chifla esa música y no otra. De entrada, hay un importante componente social. Como indica el psicólogo, si tu hijo escuchara a Pink Floyd sería el “rarito” de la pandilla, algo que no le apetece lo más mínimo. “Si quiere que le acepten en un grupo, va a haber un factor de presión social para escuchar la música que los demás escuchan”, dice.
Y, en ese contexto, lo más normal es que se sientan atraídos por la música que se hace hoy. “Son letras un tanto radicales que impactan mucho en la adolescencia y que van en la línea de su manera de pensar. Para los adolescentes todo es blanco o negro, estás con ellos o contra ellos, eres de los buenos o de los malos… No se encuentran cómodos en los grises. El trap, el rap o el reggatón tienen ese punto de rebeldía, de hablar de cosas políticamente incorrectas, como el sexo”, añade el experto.
Ahora que ya sabes por qué a tu descendiente le ha dado por estas músicas irritantes, lo vas a tener más fácil para llevarlo al redil. Desde luego, lo que no debes hacer bajo ningún es menospreciar sus gustos. “Decirles que la música que ellos eligen es una birria, que eso no es música, que la rima es burda…, supone criticar algo que les da identidad, por lo que es una mala forma de intentar conseguir que se abran a otros tipos de música”.
Están en la edad de la rebeldía, y cualquier comentario en tono imperativo va a provocar visceral rechazo. Como bien sabes, basta que indiques a tu hijo que no haga algo, para que lo haga. “Como les digamos: ‘Quítate los cascos y deja de oír lo que llevas en el móvil que vamos a escuchar juntos una canción’, van a vivirlo como una imposición y se van a plantar”.
Mucho más efectivo es picar su curiosidad. ¡Ah, la incansable curiosidad de los adolescentes, que les empuja a explorar cosas nuevas, no siempre saludables! “Es algo que tienen los adolescentes muy a flor de piel”, refrenda Abel Domínguez. Aprovecha ese impulso natural para despertar su intriga por la buena música. Contarles anécdotas de la historia del rock, curiosidades impactantes, hablarles de grandes personalidades como John Lennon o Elvis Presley les familiarizará con esta cultura.
Muchas series actuales incluyen en su banda sonora canciones de los ochenta: háblales de ellas, de lo que significaron, de sus autores. Mientras tanto, inicia alguna hábil maniobra destinada a generar desapego hacia la música que escuchan. “Podemos generar un debate y preguntarles su opinión sobre lo que dicen esas letras o el lugar en que dejan a la mujer”, propone el psicólogo. Empezarán a ser críticos (si no lo son ya) con los exabruptos machistas que marcan la pauta en el reggatón.
Es de gran ayuda hacerle ver que la música es parte importante del día a día en la familia. En uno de sus vídeos en redes sociales, el guitarrista y profesor Luis Calzada sugiere para este fin que “la música en casa sea protagonista. Si a tu hijo le pones con frecuencia canciones de la radio, lo más variada posible, si le pones vídeos, vas a exprimir su creatividad”.
También aconseja llevarles a conciertos cuanto antes: “Van a ver un espectáculo de luces, de colores, de sonidos, que aunque no entiendan en su totalidad, les va a llamar muchísimo la atención, como les llama la atención la tablet o una peli, pero ahí van a estar viendo a una persona de carne y hueso tocar un instrumento”.
Si eres un entendido en rock, puedes hacer una importante labor didáctica. Con toda probabilidad, esa canción que gusta a tu hijo a ti te recuerda a otras que se grabaron en el pasado, seguramente mejores. Sin cuestionar la que le gusta a él, plantéale que escuche esas otras, anteriores, que siguen una onda parecida. Hace un tiempo, el músico barcelonés The New Raemon me contó que había seguido esa estrategia con una de sus hijas.
Se refería a otro tipo de música, porque sus hijas son ya mayores y crecieron escuchando metal, pero como ejemplo es válido: “En una ocasión, Jazz había descubierto no sé dónde a Slipknot, y lo tenía a tope en su habitación; yo oía un infierno ahí… Le digo: ‘Hija, ¿qué estás escuchando?’. ‘Esto, Slipknot’. ‘¿Y te gusta esta música tan ruidosa? Verás, este grupo está guay, pero creo que te gustará más este otro’. Y le pasé discos de Converge. Slipknot no lo volvió a escuchar nunca. A veces necesitan que les des un empujoncito”.
También es bueno animarles a que hagan sus pinitos con algún instrumento. Puede que le cojan el gusto, y de ser así, aprenderán cómo se hace la música y llegarán a aceptar que la que se toca con instrumentos orgánicos tiene más mérito que la que se crea apretando un botón. Y si progresan, terminarán por percibir cuándo una progresión de acordes es compleja y original y cuándo es la misma secuencia facilona de siempre. Fomentará, en definitiva, su sentido crítico.
Y como forzar la situación no va a funcionar, más vale presentarles poco a poco los temazos de décadas pasadas a modo de juego. “Por ejemplo, durante un viaje en coche podemos invitar a cada miembro de la unidad familia a que elija dos canciones. Las escucharemos sin opinar sobre ellas, solo con objeto de propiciar la exposición. De esa forma, seremos más capaces de que nuestros hijos empiecen a vivir la experiencia de escuchar esas canciones que a nosotros nos hacen disfrutar”, afirma el psicólogo.
También puedes plantear como juego la escucha de una canción que tenga muchas versiones (por ejemplo, “Always on my mind”) y votar entre todos si os gusta más la de Elvis Presley, la de Willie Nelson o la de Pet Shop Boys.
Después de todo esto, la siguiente bronca con tu hijo será porque los vecinos se quejan de que pone Guns n’Roses a todo trapo a las tres de la mañana.