Cuando era pequeño, Raúl Rodríguez veía a Martirio, su madre, como un personaje de cómic. Martirio se dejaba en casa su normalidad y, enfundada en un disfraz (peinetas míticas, infalibles gafas oscuras), como los ídolos de Marvel, hacía feliz a la gente con su arte. “Me parecía una superheroína”, dice él ahora.
“Transfigurada, transformada y con poderes. Tenía poderes creativos y sociales: podía hacer otra lectura de la copla, del cante, de la imagen, del papel de la mujer. Son cuestiones para los que hace falta tener poderes un poco sobrenaturales. Era muy divertido para un niño. Todavía hoy en día, cuando la acompaño en sus conciertos o produzco sus discos, tengo la sensación de estar trabajando para una superheroína. Pone voz cantando a muchas cosas que no se pueden decir hablando. Lo sigo viviendo muy fascinado”.
Luego Martirio (Maribel Quiñones) regresaba a casa y se reencontraba con su hijo. “Cuando él tenía 14 o 15 años me di cuenta de que iba para artista”, recuerda la cantante y compositora. “Estaba haciendo la comida y decíamos: vamos a hacer la gitaná. Se venía a la cocina y yo empezaba a cantarle flamenco antiguo mientras él acompañaba. Después se metía en la habitación y empezaba a tocar por Jimi Hendrix”. Otro superpoder: Martirio ejercía a la vez de artista y madre con envidiable soltura.
“Hemos estados juntos, le he hecho las papas fritas con huevo, pero no era un hijo colgado de mí. Lo ha hecho muy fácil siempre. Su padre, mi exmarido [el cantaor Juan Rodríguez, Tacones], se ha enrollado siempre muy bien, y tengo unas amigas que son sus titas y que me han ayudado mucho. Pero él siempre ha sido muy maduro. El pianista Chano Domínguez decía: ‘Este niño se ha comido a un viejo”.
Para mayor regocijo de ambos, Raúl Rodríguez, que ya ha cumplido los 50, y Martirio, que tiene veinte años más, se convertirían, con el tiempo, en asiduos colaboradores. Raúl ha producido muchos discos de su madre y ha tocado la guitarra con ella innumerables veces en directo. Hoy él celebra sus tres décadas en la música con un concierto que se celebra el 5 de junio en Madrid en el que, además de otros ilustres con los que ha colaborado (Kiko Veneno, Javier Ruibal), no faltará la mujer que le trajo al mundo. “Me siento superorgullosa. Es lo mejor que he hecho en mi vida”, dice Martirio de su hijo.
Aunque son estrechos compañeros de trabajo, no suelen comparecer juntos ante los medios. Viéndoles compartir un pequeño sofá se constata la admiración mutua, el respeto y el cariño que la cantaora onubense y el prestigioso guitarrista se profesan. “No hay nadie que me entienda mejor”, sentencia ella.
“Cuando tengo dudas, él está siempre con una lucidez enorme. Y cuando llegamos a la verdad, es más hermoso que con nadie, porque la relación es de cordón umbilical artístico. Le tengo muchísimo respeto y él a mí, y dentro de ese respeto resulta fácil, pero hay un trabajo previo de ponermos de acuerdo no solo en la música, sino en la vida. No diré como somos amigos, porque dicen que los hijos no deben ser amigos de los padres, pero tenemos una confianza plena. Yo lo considero mi amigo, desde luego. Para mí llega a ser un oráculo muchas veces”.
Podría pensarse que las parcelas de madre-hijo y cantante-guitarrista se solapan a menudo, pero logran diferenciarlas. “Se consigue separarlas —dice Martirio—, lo que pasa es que como madre soy muy pesada. A veces me tiene que decir: ‘Que tengo ya unos años’. Funcionamos mucho como compañeros en la música”.
Raúl Rodríguez es un músico sin igual. Licenciado en Antropología, aúna en su obra la investigación formal de las dinámicas del folclore y ese aspecto ameno que nunca debe faltar en la música. “En la universidad —explica— empecé a buscar cómo funciona el fenómeno creativo por dentro: si es una cosa de los dioses, de la tierra… Creo que está en todo lo vivo, en permanente cambio buscando una reproducción. Y pienso que las ideas funcionan de la misma manera. Hay algo orgánico en la creatividad. Trato de avanzar desde la tradición con conciencia creativa: es la única manera real de poder avanzar”.
A los nueve años ya tocaba la batería, a los 13 se aficionó a la guitarra y a los 15 formó sus primeras bandas. Inevitablemente, creció rodeado de música. “Tengo la suerte —dice— de haberme criado en un ambiente muy musical, con Martirio, Veneno… Los primeros que hicieron fusión musical con el flamenco. Veía que los mayores se divertían haciendo algo con mucha libertad, y quería jugar a lo que jugaban los mayores. Tengo la sensación de que no he dejado de jugar. Aunque es un oficio, he tratado de no perder de vista la parte lúdica”.
Su primer proyecto profesional fue el dúo Caraoscura, el cual, auspiciado por Kiko Veneno, debutó en 1994 con el disco Qué es lo que quieres de mí. En él colaboraban el propio Kiko como productor y guitarrista, Raimundo Amador y otro insigne del rock andaluz como Antonio Rodríguez, batería de Smash. Justo después se incorporó a la banda de Kiko Veneno y, casi al mismo tiempo, a la de Martirio, con quienes no ha dejado de cooperar desde entonces.
Resultado de sus investigaciones, en 2014 publicó su primer disco en solitario, Razón de son, que ha dado lugar a una trilogía en la que se sumerge en los sonidos de lo que llama el Caribe afroandaluz. Ha inventado un instrumento (el tres flamenco) y trotado por todo el mundo trabajando con músicos de distintas latitudes o dando conferencias.
“Acabo de estar en Madagascar, que dicen que es el país más pobre de África, y dos semanas después he viajado a Nueva York, una de las grandes ciudades del país más rico del mundo. Entro en contacto con músicos de otras partes del planeta. Al final, realizas un trabajo de campo antropológico tomando la música como técnica de conocimiento que te facilita conocer esa cultura: penetras en el alma del músico, que es penetrar en una parte muy importante de esa cultura”.
Ni que decir tiene que Rodríguez, sin renunciar a sus raíces, se ve a sí mismo como un ciudadano del mundo. “Comprendo a quienes se aferran a su región: todos buscamos la subsistencia, y ante la duda, nos agarramos a nuestro pueblo, nuestra nación o cualquier cosa que nos dé seguridad. Pero formamos parte de un mundo que es muy amplio, en el que estamos obligados a convivir. Por eso me dedico a reforzar esos lazos de unión, para demostrar que es posible esa convivencia”.
Es consciente que desde ese aproximación tan académica a la música es difícil llegar al gran público. “En general no estamos preparados para pensar. Están consiguiendo que no pensemos en nada. Sin embargo, tiendo a creer que hay maneras de enviar el mensaje y que le vaya llegando a una inmensa minoría”, dice.
Más que con los artistas supervendedores se identifica con la escuela de Kiko Veneno, Javier Ruibal, Santiago Auserón o Jackson Browne (con todos ellos ha colaborado): “He aprendido de ellos que el arte es una forma de vida, y la vida tiene que ser una obra de arte. No es solo un trabajo: estamos aportando un punto de mira de apertura a la sociedad”.
La fama… Un concepto contra el que madre e hijo parecen haberse aplicado un barniz impermeable. La detestan. Nunca se aprovechó Raúl de la popularidad de su madre (ciertamente grande en los ochenta y noventa) para hacerse famoso, aunque no le disgusta que incluso hoy muchos sigan describiéndole como “el hijo de Martirio”: “Para mí es un honor”, dice. “Es normal: la gente te tiene que ubicar”.
Pero añade: “Mi gran éxito es no ser famoso. Es difícil de explicar, porque hoy cualquier persona quiere ser famosa aunque no haga nada. Podemos pensar en ejemplos de hijos de otras artistas famosísimas que han tenido la desgracia de crecer de cara al público, y de ser tan conocidos que no han podido conocerse a sí mismos. He tratado siempre de ser invisible a esa fama, de ser indetectable. Ni mis padres me han vendido ni yo los he vendido. Buscamos dedicarnos al arte sin que la fama se convierta en un obstáculo para la vida”.
En eso también ha heredado el talante esquivo de Martirio. “Siempre he tenido claro —dice ella— que no me gustan las alfombras rojas ni el boato ni el brillo, que quiero seguir una carrera y por eso sigo aquí, con ganas; Raúl ha visto lo efímero que es ser famoso por ser hijo de. Nos hemos negado a eso ambos, y te aseguro que hemos perdido dinero, pero la calidad de vida que tenemos es increíble. Todavía hay gente que me pregunta si hace mucho tiempo que conozco al guitarrista: eso no tiene precio”.
Mucho han cambiado la música y los gustos del público desde que Martirio se diera a conocer primero como componente de Jarcha y, más tarde, como solista en discos como Estoy mala (1986) o Cristalitos machacaos (1988). Artista única, fusionó (y sigue haciéndolo) copla y flamenco con otros estilos, como el pop o el jazz, con letras cargadas de enjundia e ironía.
“Echo de menos letras que te emocionen —dice Martirio—, que te diviertan, que te hagan llorar, pensar, reivindicar, que te hagan más libre. La música que se promociona hoy en día es homogeneizante, homologable, uniformante y va dirigida fundamentalmente a no pensar, a no hacerte levantar para pedir lo que necesitas; dirigida al dinero. El dinero siempre ha mandado, pero en este siglo creo que manda más que nada. Y eso me produce muchísima tristeza”.
Todo lo contrario a la tristeza es lo que a ambos les produce el saber que la tercera generación de los Rodríguez Quiñones lleva el arte en la sangre. “Mis hijas están viviendo la música de una manera muy natural”, afirma Raúl. “La mayor, Lúa, de 14 años, toca la guitarra, el bajo, canta… Ya tiene su pequeña banda. El otro día debutó en el instituto y estuve haciendo de técnico de apoyo. La pequeña tiene 9”.
Como dice la henchida abuela: “Las niñas ven que no es pesado ser artista, porque no somos famosos. No hemos buscado la fama y eso es una alegría muy grande: pueden venir conmigo en el metro o al mercado y no hay fotógrafos en la puerta. Ellas han visto como disfrutamos y han querido disfrutar y se les ha enseñado a disfrutar. Y cuando disfrutas de una cosa, te interesa y ese interés te lleva a pasar las horas estudiando sin que nadie te obligue”. Apostilla Raúl: “Hay relevo, y creo que es una cosa muy bonita”.