A Manolo Kabezabolo empezaron a caérsele los dientes a una edad temprana. “Ya de jovencito perdí muchas muelas, no sé por qué. Con 40 años, toda la dentadura de arriba. Abajo me quedaron ocho piezas”, explica. Aquel escaso reducto inferior no tardó en batirse en retirada. “A los 46 ya no tenía ni un diente”, revela. Alega razones genéticas: “Mi padre también los perdió bastante joven”. Aunque no es el único motivo: “Deben de haber influido los excesos y la dejadez —concede—, porque no es que me haya cuidado la boca excesivamente”. Ahora tiene 58 años y desde hace más de diez utiliza dentadura postiza.
Los dientes son, junto con el speed, las letras subversivas, la cresta punk, la esquizofrenia y la infinidad de leyendas urbanas que circulan sobre su persona, uno de los elementos iconográficos que rodean la figura de este atípico músico zaragozano.
En 2014 lanzó un disco titulado 'Si todavía te kedan dientes, es ke no estuviste ahí'. Su portada mostraba un amasijo de objetos desordenados sobre una mesa, entre los que había una dentadura metida en un vaso con agua. La canción que lo abría repetía la idéntica salmodia: “Si todavía te quedan dientes, es que no estuviste allí”. Ahora, diez años más tarde, se ha estrenado un documental, dirigido por J. Alberto Andrés Lascasta, con el mismo título.
“Cuando me propusieron hacer el documental —explica—, yo tenía en mente contar un poco mi historia, no sabía de qué manera, si en forma visual o en forma escrita. Así que me lo planteé como una oportunidad genial para para hacerlo. Han sido cuatro años de rodaje. La verdad que ha habido algún momento algo crítico, tuve unos problemas de salud el verano del año pasado… Al final se ha resuelto todo bien y estoy muy contento con el resultado”.
La vida de Manuel Méndez Lozano (nombre que se impuso al nacer a nuestro inefable protagonista) da sin duda para un documental, y quién sabe si para un largometraje dramático, una comedia, un thriller psicotrópico o una película de terror. Nació en el seno de una familia conservadora, de padre castrense, lo que forjó su carácter contestatario. “Tanto lo militar como la iglesia católica han estado muy presentes en mi familia y para mí siempre han sido dos piedras a las que golpear. Han influido en mi rebeldía”.
Pasó gran parte de su juventud internado en un hospital psiquátrico, donde le diagnosticaron primero esquizofrenia; tiempo después, trastorno bipolar. Sostiene que las drogas le salvaron la vida.
“Cuando estuve en el psiquiátrico de Sant Boi en el año 88 —relata—, caí en un estado bastante vegetal. Salía, pero no hablaba prácticamente con nadie o lo hacía con monosílabos”. Su trastorno mental y la copiosa medicación le dejaban K.O.
“Recuerdo que tomaba cerca de treinta pastillas diarias. Me despertaban a las tres de la mañana para darme un par de pastillas para que siguiera durmiendo. Yo era un conejillo de indias totalmente”. Un día, unos colegas le invitaron a una rayas de speed. “Aquello fue para mí fue una salvación, la verdad. O sea, no quiero decir que sea una forma buena de hacer las cosas, pero a mí me solucionaron la vida porque estaba estaba en un estado bastante catatónico”.
¿Como define él la locura? “Ay, ay, ay, ay”, dice, dudando de si adentrarse en terreno desagradable. “La locura… pues a veces es lo que nos ayuda a mantenernos vivos, creo yo; para locura, ya está este mundo, ¿no? Y la cantidad de barbaridades que vemos a diario”.
El speed (o spiz, como lo escribe en títulos de sus canciones) es una metanfetamina que estimula el sistema nervioso central y se presenta en forma de polvo blanco que se disuelve en agua o en bebidas alcohólicas. A los pocos minutos de su ingesta, el consumidor experimenta una rabiosa sensación de euforia que no dura mucho, por lo que se ve impelido a recurrir a otra dosis, a otra y a otra.
Esta ha sido la droga de referencia para Manolo, aunque ha probado todas. “Me daba vidilla, facilidad para hablar y una soltura que yo creía que por mí mismo no tenía. Con el tiempo me empezó a sentar un poco mal. Hace tiempo que apenas lo pruebo, salvo honrosas excepciones”, afirma. Nunca ha sufrido una sobredosis de nada: “Tenía mis excesos pero no me ha dado ningún patatús”.
Ese periplo por centros, que dura prácticamente hasta nuestros días (el verano pasado hubo de ser internado en uno), el sentirse incomprendido por la sociedad y el haber probado la soledad en su acepción más cruda han marcado una existencia complicada. Dice que ha sufrido mucho. “También por mi forma de ser: mi cabecita tiende un poco a la negatividad y la depresión. Esa parte, unida a mi paso por psiquiátricos y las situaciones en que me he visto en la vida, han tirado para ese lado”, dice.
¿Sabe lo que es sentirse querido? “Sobre todo por el público en general”, responde. “He notado por su parte, además de admiración, un cariño y una cercanía que me han ayudado muchísimo. Por mis amigos también me he sentido querido, aunque ha habido casos en que se ha roto esa amistad. Y por la familia me siento querido pero de una forma que no me acaba de convencer”. Comenta que sus hermanos le han apoyado mucho, “pero mis padres son un caso aparte. Nunca se han preocupado de mi carrera musical, ni creo que sean conscientes de lo que he llegado a conseguir”. ¿Se ha sentido solo? “Sí, muchas veces. Hasta estando acompañado”, lamenta.
A finales de los ochenta empezó a dar conciertos acompañado solo por su guitarra eléctrica, de la que no es precisamente un virtuoso. Al principio publicaba maquetas en casete que determinado sector del público compraba en masa. Por la temática de sus canciones y el sonido de su instrumento se le catalogó enseguida como cantautor punk, aunque su forma de cantar, algo desganada, no transmitía la rabia que supuraban sus letras.
Ya en sus primeras grabaciones insultaba a los militares, la religión e incluso a la democracia. Han pasado tres décadas y sigue haciendo suyos tan agrios mensajes: “Sí, sí. El convencimiento ha ido en aumento. Me sigo identificando completamente con esas letras”.
Otro de sus temas se titula “Vota idiota”. ¿Acude a las urnas cuando nos solicitan el voto? “No”, confiesa. “Solo voté cuando el referéndum de la OTAN [en 1986]. Es la única vez, Y como voté que no y salió que sí, me dije: ‘Esto va mal’. Aparte, nunca me he visto representado por ningún partido. Y no creo que tal y como está montada la política en este país se pueda revolucionar nada por nuestras vidas”.
A menudo se le describe como “antisistema”. Pero definirse por oposición a algo no es realmente definirse. ¿Cuál sería su sistema soñado, aquel con el que Manolo Kabezabolo estaría contento? “Sería un camino a recorrer bastante largo —contesta—, que debería empezar con una educación de base. Mi ideal sería la anarquía, pero la anarquía no como sale definida en los diccionarios; la anarquía basada en la cooperación, en la empatía y en el respeto siempre, claro”.
Un respeto que desmienten otros de sus títulos, como “La rebelión”, en el que anima a “quemar esta nación”. “Pero es una violencia que surge como respuesta a otras violencias mayores. La violencia de los desahucios, de las familias que no tienen para comer, la de los genocidios como el de Gaza”, justifica.
Alrededor de Manolo Kabezabolo han circulado multitud de historias que han engordado su halo de personaje maldito. La mayoría son falsas. Una de las que más sorpresa le causó la escuchó en México. “Me preguntaron si era verdad que yo mataba perros en los parques. Tenía fama por allí de que iba matando perros y los colgaba. Es la cosa más extraña que he oído sobre mí”, dice.
Contra todo pronóstico, todo este tiempo ha podido vivir solo de la música. “Y cuando no me ha llegado, me he apretado el cinturón para salir pa’lante”, explica. No ha tenido hijos (“siempre tuve claro que no quería”), y desde hace cuatro años mantiene una relación con Pilar Albiac.
Su chica ha coescrito con él las canciones de su próximo disco, que se está elaborando gracias a un crowfunding de sus fans. “Son veintidós temas y hay colaboraciones de todo tipo de la escena del rock del estado. Creo que va a ser una cosa especial. La temática de las letras va a gustar. Hablo de temas sociales, hay un poco también de volver a las juergas, un poco de amor… Un poco de todo”.
A Pilar la conoce desde hace cuarenta años; eran colegas. “Ella tenía 13 años y yo 17”, desvela. “Éramos de los primeros punkis que salían por Zaragoza. Cuando ella tenía 14 le hice la primera cresta. Recuerdo que yo salía a tocar con mi guitarra por los bares y ella estaba por allí. No fue hasta hace cuatro años que nos hemos juntado”.
Y añade sacando su lado más romántico: “En todo este tiempo la había tenido en mente”. Ambos residen en un pequeño pueblo de Lleida, un un sitio que describe como “un club privado que antes era un cámping, en una caseta de madera que nos hicimos. Y aquí, con nuestra perrilla, que es bastante grande, nos pegamos los días”.
Pese a muchos años al límite, su última analítica refleja buen estado de salud. “Sale todo perfecto. El médico me dijo que estoy como un toro. También estoy estabilizado con la medicación de psiquiatría (solo tomo litio) y parece que toca ahora una temporada buena. Me recomiendan un poco de ejercicio, no quedarme en la cama todo lo que me apetece y buena alimentación, y procuro seguirlo”. Así que en breve lo tendremos de nuevo siendo el azote de la sociedad bienpensante.