Calcula Alejo Stivel en su recién publicada autobiografía el dinero que se ha gastado en drogas y estima que con él podría haber comprado cuatro casas en buenas zonas de Madrid. “No digo que no me gustaría tenerlas, pero que me quiten lo bailado. Que he bailado mucho”, dice. No se arrepiente de nada: “Si acaso, de haber dejado mi faceta de cantante veinte años. Podría haberla compaginado con la de productor, pero por otro lado no habría podido producir todo lo que produje”. Ni siquiera lamenta el haber abandonado un Audi en perfecto estado en la calle porque no le apetecía ir a recogerlo. “Como dicen los cubanos: ‘Lo que sucede, conviene’. O como dicen los yanquis: ‘No hay que llorar por la leche derramada”.
Realmente llama la atención que el músico y productor argentino, de 65 años, no abjure de ningún pasaje de su agitada vida, rica en luces y sombras. Las luces: la fama y el éxito tempranos con Tequila, una juventud de placeres sin límites, pasta a espuertas, el haber trabajado codo con codo con muchos de los grandes de la música de este país. Las sombras: un consumo cotidiano de drogas, que le paseó por barrios marginales de Madrid o Nueva York, y la consiguiente debacle económica, que dejó su cuenta bancaria a cero y le obligó, para remontar, a ejercer de dealer en Los Ángeles. “Lo vivía como una gran aventura, como si estuviera dentro de una película de acción. Le podía ver incluso la parte divertida. Lo tenía bastante naturalizado”, dice.
Añade: “Me arruiné dos veces. Aunque comida y techo tuve siempre. Pasé, eso sí, del BMW al bonobús. Pero no me pareció trágico. La pérdida de seres queridos, eso sí es trágico. Quedarte sin dinero casi te diría que es un buen ejercicio: aprendes a no hacer depender tu felicidad de tu cuenta bancaria. Puedo ser feliz en un hotel de cinco estrellas en Maldivas y comiendo en un restaurante de menú”.
Sostiene que su crianza le ayudó a tomárselo con filosofía: su madre (Zulema Katz), actriz, pasaba periodos de escasez; su padre (David Stivel) era millonario y disponía incluso de chófer. “Los altibajos no me dieron miedo. Hay gente que se arruina, no puede soportarlo y se quita la vida. Si un año gano mucho dinero, me voy de vacaciones a algún sitio idílico; si no, me quedo en mi casa tan ricamente”.
Yo debería estar muerto, el libro de memorias de Alejo Stivel, es un jugoso bocado para cualquier aficionado al rock. Como las leyendas internacionales del género —y al contrario que las de aquí—, no se calla nada. “Al escribirlo, me salí de mi vida cotidiana y tuve que hacer una especie de viaje astral para localizarme en otras épocas de mi vida y tratar de recordar cómo me sentía entonces. Lloré, me reí, pasé por todos los estados emocionales”, explica.
Afirma que lo escribió de principio a fin en el móvil: “No tengo ordenador. Los ojos me quedaron como dos kiwis y tengo un dolor de cabeza medio crónico. Hubo un día que me desperté, cogí el teléfono en la cama, me puse a escribir y cuando miré el reloj habían pasado quince horas”.
Ahora que ya está en las librerías, Stivel experimenta un extraño pudor: piensa que tal vez se ha expuesto demasiado. “Te pones a escribir y me pasó como a los concursantes de realities, que se ponen a hablar y se olvidan de que hay cámaras delante. En algún punto me puse a bucear y salieron cosas que ahora pienso: ‘Joder, cómo conté eso’. No era consciente de que luego eso iba a leerlo una persona en su casa. Ocurre también cuando escribes una canción. Ahora me siento como si hubiera ido caminando desnudo por la calle”.
No era partidario de poner sus vivencias por escrito. “Lo decidí ante la insistencia de mi entorno y mi editora. Llevo años oyendo: ‘Escribe un libro y cuéntalo todo’. No me lo planteaba ni de coña. Escribir una canción de tres minutos me resulta trabajoso, como para ponerme a escribir un libro. Al final tiré la toalla y dije: ‘Vale, ok’. Puse una condición: que fuese un libro gráfico”.
Si valioso es el contenido del volumen, no lo es menos su continente: su portada remite a los libros de los setenta (con buen criterio, pues evoca sus orígenes) y el diseño interior de su amigo Fernando Rapa conjuga con maestría texto e imágenes. “Soy un artista pop y quería un artefacto pop, que se asemejara más a una revista que a un libro”, señala Stivel. Para dar el visto bueno final, ambos mantuvieron una reunión por Zoom de ¡ocho horas!
La obra está estructurada en tres partes: su infancia y primera juventud en Argentina, la locura de Tequila (y su posterior bajada a los infiernos) y su resurgimiento como productor de reconocido prestigio. Fue Tequila, ciertamente, el proyecto que puso su nombre en el mapa; un grupo formado por dos argentinos y tres españoles que, a finales de los setenta, aglutinó tres corrientes que apenas comenzaban a brotar: el rock and roll nacional, el fenómeno fans y la nueva ola.
“Hay muchas claves del éxito de Tequila”, reflexiona ahora. “Y ninguna de ellas es decisiva. Sumas todas las claves y el resultado no llega a describir lo que pasó. Están las canciones con mucho gancho, la estética, la ropa, la actitud, el sonido… Pero la clave más importante no tiene explicación, no podemos definirla, porque es algo mágico”.
Iniciar su trayectoria en Tequila y empezar a consumir drogas fue todo uno. Sospecha el autor que tal vez ha dedicado demasiadas páginas a los narcóticos en el libro. “Sí, estuve enganchado, por supuesto”, reconoce. “Pero mi enganche fue peculiar, primero porque me desenganché en una hora. Tomé la decisión y lo hice. Eso habla de que mi enganche no sería tan dramático. Tomé drogas mucho tiempo; la gente se engancha después de menos tiempo, pero no era el enganche que la gente puede imaginarse. El desenganche me hace plantearme cómo fue el enganche. Porque no es fácil desengancharse. Has adquirido la costumbre de tomarlas, como la costumbre de tomarte un café todas las mañanas. Y el entorno: tuve que cambiarlo de forma radical. Si no, habría sido imposible. Si mantienes un entorno tóxico, no puedes desengancharte”.
Según evoca en la autobiografía, un día se levantó de la cama, se miró al espejo y resolvió apartar las drogas de su vida. Visto el destino que corrieron músicos coetáneos, ¿qué habría sido de Alejo Stivel si no hubiera tomado esa decisión?
“No existía esa posibilidad. No la contemplo. Por la educación que tuve, me dotaron de unas armas emocionales para manejar mi vida que me dieron la capacidad de decidir. Por eso las dejé en un día. Consumí mientras me pareció divertido, quizá me extendí más de la cuenta; si lo hubiese hecho unos años menos habría sido igual de divertido, pero tenía el armamento para esa guerra. Me dije: ‘Tengo que parar esto’. Pero no entra en mi cabeza que no hubiera ocurrido”.
Drogas, rock and roll… Quizá de lo que menos habla en el libro es de sexo, y eso que, como rezó un titular de la época, Tequila llegaron para desvirgar España. La banda encontró en las jovencitas de principios de los ochenta su público más entregado. Sin embargo, Stivel pasa de puntillas por las imaginables noches de desenfreno con groupies en camerinos y hoteles. “Considero poco elegante contar esas historias. Hay cosas que uno no debe exponer, sobre todo si hay escenas donde involucro a otras personas. Prefiero hacer la vista gorda”, se justifica.
En 1983, la historia de Tequila terminó, y Stivel pasó varios años sumido en un improductivo periodo de autodestrucción. Fue cuando se quedó sin blanca. Tras cortar con las drogas, Nacho Cano le propuso trabajar con él en el estudio que el miembro de Mecano había montado para producir jingles publicitarios. Alejo trabajó a destajo, poco después se emancipó e instaló su propio estudio, ASK (sus iniciales).
Mientras, dos de sus excompañeros en Tequila, Ariel Rot y Julián Infante, volvían a saborear el éxito en Los Rodríguez. “Viví al margen de la industria discográfica, no consumía música. Me metía en el estudio a las diez de la mañana y salía a las dos o las tres de la madrugada. Sábados y domingos, sin vacaciones. Estuve aislado de todo. Los Rodríguez, Gabinete Caligari…, toda esa época me la perdí”, dice Alejo.
De grabar cuñas publicitarias pasó a producir discos, ganándose poco a poco el respeto de la profesión. Fue el productor de cabecera de M-Clan y el responsable del sonido del mítico 19 días y 500 noches, de Joaquín Sabina. También ha trabajado con La Oreja de Van Gogh, Carlos Núñez, la Cabra Mecánica, Andy & Lucas… Una tarea en la sombra y a veces ingrata, pues es habitual que tras ayudar a un artista a vender muchos discos, el músico elija a otro productor que cree mejor para grabar el siguiente.
“Es un clásico”, apunta Alejo comprensivo. “Me pasó con muchos. A veces a los artistas les cuesta pensar que parte de su éxito se debe a otra persona. Su ego necesita reafirmarse de que el éxito es exclusivamente por su talento. Lo encuentro… lícito, normal. Al principio me ofendía, pero después entendí que los artistas funcionan así”.
A fecha de hoy, Alejo ha producido 200 discos. Ha desempolvado su actividad como cantante, resucitando puntualmente Tequila (junto a Ariel Rot) o en solitario (a principios de junio publicó un single a dúo con Joaquín Sabina, “Yo era un animal”). A final de este año emprenderá una gira de conciertos por toda España, que incluye Madrid (21 de noviembre, Teatro Barceló) y Barcelona (28 de noviembre, Luz de Gas). ¿Se ve como los Rolling Stones, dándolo todo en los escenarios con 80 años?
“Los Stones —responde— van poniendo la pica en flandes, van estableciendo nuevos límites para todos los demás. Primero demostraron que los rockeros podían seguir en activo a los 45, ahora a los 80. No sé, dependerá bastante de mi salud física y de mis ganas mentales. Hasta hace unos años, podías verte con 80 en una residencia con una enfermera que te trae las pastillas. Pero si ves que los Stones, los Who y otros llegaron a esa edad y siguen, pues igual sí. O quizá me encuentre bien, pero prefiera irme a vivir a una choza enfrente del mar en Cádiz. No me planteo mucho más allá del año que viene”.