Así salíamos 'de fiesta' en los ochenta (visto 40 años después): “El lado hedonista no estaba lejos del oscuro”

  • Asier Ávila, guionista de documentales, narra en su libro ‘Fiesta’ cómo fue el nacimiento, esplendor y la caída de la escena de la música de baile en nuestro país.

  • “La máxima búsqueda de los jóvenes cuando salían de noche no era la música, sino el pasarlo bien, perder el orden”, explica el autor.

  • “El problema del éxtasis —añade— es que pasó a las discotecas y se convirtió en la droga necesaria para entender el fenómeno de la fiesta”.

Hubo en España década y media, o casi dos, en que se produjo un fenómeno que no ocupó en su día grandes espacios en los medios de comunicación; solo, quizá, cuando acababa mal. Aquel suceso, que abarcó todos los años noventa y parte de los siguientes, estuvo relacionado con la música de baile, los clubes nocturnos, los diurnos, empresarios sin escrúpulos, bandas de narcotraficantes o políticos que querían anotarse puntos. Ahora, Asier Ávila (47 años), que no es escritor ni periodista, sino guionista del sector audiovisual, cuenta en un libro titulado Fiesta. Una tragicomedia sobre hedonismo, fin de semana y música de baile (Libros del KO), a través de una serie de escenas fidedignas, cómo nació, eclosionó y se esfumó dicho fenómeno.

“Llega un momento —dice el autor vasco—, en que empecé a tratar de vender mis propias historias. Tenía varias que conectaban: las discotecas, la noche, la ruta del bakalao… Notaba que había una salida comercial: el documental sobre Locomía salió a los pocos meses. Había sensación de nostalgia. Una de esas historias es Megamix brutal, la historia de Max Music. En el fondo, mi sensación es que formaba un todo. La ruta del bakalao en Valencia no surge porque sí: hay ciertos elementos que se dan en toda España. Tenía el argumento de personajes con drama interno, que son trágicos, y me parecían muy sugerentes”.

En las tramas de su libro conviven con sorprendente maestría todos los elementos antes mencionados. “La estructura del libro es como de documental imposible”, explica. “Hay cincuenta personajes y dos mil escenarios. Es como si mi forma de narrar fuera una cámara. Me voy de un plano general, hablando de un contexto histórico, a un plano detalle de unos chavales que visten una bomber, muy habitual en algunos momentos concretos. Y así hago con el resto. Igual puedo hablar de la música que suena en esa sala y paso a hablar de un suceso que fue true crime. En un momento dado puedo ser muy descriptivo y luego me voy a algo mucho más ligero hablando del ambiente en una pista de baile. Es como si fuera un DJ. Son argumentos que colindan. Quería construir un todo a partir de partes pequeñas”.

La narración de Fiesta comienza a principios de los años ochenta, cuando se va tejiendo una copiosa red que incluye salas de fiesta en Ibiza, Madrid, Barcelona y otras ciudades, el lanzamiento de discos de remezclas como Max mix y la introducción en el mercado negro de drogas como el MDMA o éxtasis, con efectos estimulantes para quien la toma. A continuación, Ávila relata el subidón de esa especie de prodigio social, que termina a finales de la primera década de los 2000 con la crisis económica que asoló el país y, definitivamente, con la tragedia del Madrid Arena (2012), en que murieron cinco chicas durante un concierto de Steve Aoki.

Concede que, en ese proceso, la música “es un actor secundario”. Lo expone: “Ya hay libros que investigan qué música sonaba. La música de baile es muy interesante, cómo se convirtió en una industria masiva y cómo conectó con el espíritu del momento, pero los gustos son muy subjetivos. Algunas personas ven el techno o el house como arte y todo lo que pasaba alrededor como una expresión artística. A mí me cuesta: la máxima búsqueda de los jóvenes cuando salen de fiesta tiene mucho de otra cosa; no van a buscar la música que les gusta, sino el pasarlo bien, perder el orden. No tiene mucho de movimiento artístico”.

Era, en su opinión, un acontecimiento transversal: mientras las discotecas de Ibiza y algunas del centro de otras ciudades ejercían poder magnético sobre jóvenes con recursos, en las periferias se multiplicaban salas destinadas a chicos y chicas del extrarradio que buscaban una válvula de escape. “En realidad —dice Ávila—, todos los seres humanos hemos querido salir de fiesta. Lo que me motivaba de este fenómeno es que nace en los ochenta, con la llegada de la libertad, el hecho de que las mujeres pudieran bailar solas, con la tecnología como motor. Las discotecas comenzaron a diferenciarse por su público y su clase social. Durante muchos años había discotecas en cualquier pueblo. Llegué a escribir una pieza para el libro sobre un pueblo al sur de Madrid, sin nada alrededor, donde había una cantidad de discotecas increíble. La gente llegaba allí en autobuses. Estaba reventado. Fue absolutamente transversal”.

Las drogas y la noche

Ingrediente obligado en esta agitada crónica es la droga. Como dice el autor, “las drogas de diseño no han sido muy tocadas con coherencia y sin prejuicios. Ni la democratización del consumo recreativo, que es muy interesante”. Encontró que, hasta la llegada de las discotecas, el consumo era muy elitista. “Me interesa en especial el éxtasis, que no fue pensado para salir de fiesta; su creador lo recuperó porque podía ser una droga útil para superar momentos traumáticos. El problema es que pasó a las discotecas y se convirtió en la droga necesaria para entender el fenómeno de la fiesta”.

Añade: “Ahí está el misterio de todo: no está pensada para aguantar, ni te provoca estados que pueden provocar otras drogas. Su principal consecuencia es empatógena: provoca una conexión emocional con el otro, a veces física con lo que te rodea… Por ahí es por donde conectó con el fenómeno. En esos locales, donde al principio se pinchaba música revolucionaria, esta droga encontró su lugar. Los jóvenes que la probaban quedadan trastocados…, aunque en sucesivas tomas, seguro que no. La llegada del MDMA tiene algo de utópico: fue como ese fenómeno hippy que nunca se vivió en España masificado. Tuvo algo transformador, aunque después se nos fue de las manos”.

El libro de Ávila no rehúye instantáneas duras, en las que aparecen fallecimientos de jóvenes que acudían a esos recintos. A este respecto, indica: “Intento no tener un prejuicio sobre lo que hacían los jóvenes. Es innegable que en las discotecas ha muerto mucha gente, y que el consumo de drogas ha provocado muertes. Pero a veces las muertes se explican por combinación de muchas drogas a la vez, falta de información, de hidratación… Lo que sí está claro es que el lado brillante y hedonista de la fiesta no estaba lejos del lado oscuro. Al principio, las fiestas no estaban muy profesionalizadas, los empresarios podían trabajar en dinero negro, todo era bastante oscuro, pero por otro lado creaban lo que creaban. Pero no creo que las discotecas y la música de baile fueran causa de los males que vivimos, sino un reflejo del mal de nuestra sociedad”.

A principios de la década de 2010, justo cuando la música de baile cobra inusitado prestigio internacional (gracias a DJ como David Guetta, Calvin Harris o Avicii, entre otros muchos), el fulgor se apaga en España. “Todo tiene un origen, un auge y una caída”, opina Ávila. “Sí que veo que el drama del Madrid Arena podría ser una imagen del declive del fenómeno. Pero con la crisis de 2008, incluso antes, muchas macrodiscotecas comenzaban a cerrar en toda España. Esa crisis ya marcó el final. Las discotecas se quedaron en las grandes ciudades, donde también fueron cerrando. Los políticos empiezan a controlar lo que en ellas ocurre. Había problemas de seguridad: los seguratas se peleaban con clientes, y el control fue legislar, lo que fue acotando esa fiesta que era más libre en los noventa. A partir de los 2000 todo eso cambia y surge el concepto de festival, y los empresarios empiezan a construir ese formato”.