Jamás he vuelto a ver a tanta gente en un estadio de fútbol. Tampoco he revivido un sentimiento de hermandad tan extremo ni he presenciado un espectáculo de felicidad colectiva como el que se dio la noche del 15 de julio de 1987 en el Santiago Bernabéu. Y no era un partido de fútbol, no, era un concierto de rock. El mejor rock, con todas las etiquetas que se quieran, que podía escucharse en ese momento en el mundo, con permiso de los Stones y Springsteen. Aquella fue la primera vez que U2 tocó en nuestro país, y el aguijonazo de fascinación fue recíproco: la del público, por la épica de unas canciones capaces de hacerte levitar; la de los músicos, por la furia española.
Lo multitudinario de aquel concierto es un dato objetivo: en su día se habló de 80.000 asistentes, que ya está bien, pero después se supo que varios miles habían conseguido acceder al recinto por el morro y que el número real de espectadores pudo rondar los 115.000. Es decir, que fue un milagro con todas las letras que no ocurriera ninguna desgracia. Bono contaría más tarde que nunca habían actuado ellos solos, fuera de un festival, para un público tan numeroso, y que fliparon.
El 'Joshua Tree Tour' fue, de hecho, su primera gira de estadios, aunque para nada esperaban encontrar tan apasionado recibimiento en la salvaje España ochentera. En cuanto a lo del "sentimiento de hermandad" que se respiró en el templo merengue, podría parecer una apreciación personal, un apunte subjetivo, pero no lo es. En todos estos años he tenido ocasión de hablar con muchos otros que también estuvieron allí, y hay unanimidad al respecto: jamás, en ningún otro concierto anterior ni posterior, vivieron una sensación de fraternidad y liturgia de tanta intensidad como aquella.
Que aquel día de verano de hace ya 34 años iba a tener lugar un hecho histórico, uno de esos episodios que no es posible olvidar, se hizo evidente desde mucho antes de que comenzara la música. Cuando caminaba hacia el Bernabéu por el paseo de La Habana, donde en las inmediaciones del Vips, entre decenas de vespas y vespinos, un río de pijos merendaba cerveza en 'minis' antes de dirigirse al encuentro con su grupo favorito, me sorprendió la barbaridad de gente que vestía las calles. Y no sólo había madrileños: fans de todos los puntos del país se desplazaron en autobuses a la capital, la única parada española de esa gira.
Cierto es que U2 llevaba un par de años sonando a lo bestia en bares y discotecas, y que dos de sus canciones, 'Sunday bloody sunday' y 'New year’s day', se habían convertido en himnos generacionales. También, que cuando sólo unos meses antes de aquel concierto lanzaron el álbum 'The Joshua Tree', su quinto trabajo de estudio, se desató la locura. Pero a pesar de que la 'udosmanía' era algo palmario, no esperaba encontrarme, y creo que como yo la mayoría de quienes estuvimos allí, con semejante abundancia de humanidad.
El cartel encabezado por U2 contaba con unos secundarios potentísimos. Los responsables de poner a tono a la masa antes de que los irlandeses entraran a matar fueron Big Audio Dynamite, UB40 y The Pretenders. El nombre de los primeros, capitaneados por Mick Jones, exvocalista y guitarra de los Clash, no figuraba en las entradas, y he de confesar que no me acuerdo de ellos. Es muy posible que ni siquiera los llegara a ver, pues empezaron a tocar demasiado pronto. A UB40, en cambio, los recuerdo como si los tuviera delante ahora mismo. Sobre el escenario eran ciento y la madre, y desplegaron su reggae comercial, 'made in Birmingham', como quien regala dulces a los niños. Y no he olvidado que el 'Red red wine' de Neil Diamond, que ellos remozaron y llevaron a un terreno más amable, fue coreado por todo el estadio, que en ese momento seguía recibiendo el flujo de cientos de cuerpos.
Pero la fiesta real comenzó cuando The Pretenders tomó el escenario y su rocanrol para todos los públicos inundó la atmósfera. Segurísima de sí, Chrissie Hynde, su frontispicio, echó mano de sus grandes éxitos y ofreció una clase magistral de dominio escénico. 'Hymn to her' y 'Don’t get me wrong', dos de sus temas bandera, sonaron grandiosos, y en el momento en el que se batieron en retirada el estadio había alcanzado la temperatura justa para recibir el plato principal.
Entonces, cuando el público ya estaba bien calentito por fuera (operarios del recinto regaban con mangueras a los achicharrados asistentes) y por dentro, llegaron ellos, los esperadísimos U2. Mientras el guitarra The Edge, el bajista Adam Clayton y el batería Larry Mullen Jr. daban forma a 'Where the streets have no name', Bono, el pelo largo recogido en una coleta, sombrero de cowboy y chaleco, apareció botando un balón de fútbol y lo lanzó al mar humano que lo enfrentaba. "¡Hala Madrid!", saludó, y recibió la respuesta atronadora de más de 100.000 gargantas.
Los miembros de U2 alternaron las canciones más potentes del disco que dio nombre a esa gira –'I still haven’t found what I’m looking for’, 'Bullet the blue sky', 'Running to stand still', 'In God’s country', 'Exit', más alguna otra joya que se quedó fuera, como 'Spanish eyes'– con clásicos como 'I will follow', 'Sunday bloody sunday', 'October', 'New year’s day', 'Pride (in the name of love)' y 'Bad'.
Bono chapurreó español y el público le agradeció con todo su calor el detalle. Cuando tras informarse de que lo que le estaban gritando era "torero", negó con la cabeza y dijo: "Nosotros somos el toro", y el estadio lo embistió con un grito unánime. Pero el mayor bramido de la audiencia llegó cuando, también en español, sentenció: "Este es un lugar grande. Pero U2 y vosotros somos mucho más grandes". Porque aquella noche inmortal la seducción fue bastante más allá de un repertorio impecable. Bono, tan joven y tan viejo, sabía muy bien dónde había que poner la lengua para lograr el clímax colectivo.
Entre la masa, como un espectador más, Joaquín Sabina tomaba notas para el artículo que escribió para la ya desaparecida revista 'Panorama' bajo el título 'U2. Un concierto ecuménico', y en el que afirmó que "sorprendía ver a las 90.000 personas que abarrotaban el Bernabéu entregándose sin condiciones al éxtasis de unas canciones cuyas letras hablan de lo duro que resulta encontrar el Reino de Dios en la Tierra". No se le escapó, claro, el aroma 'religioso' de aquel recital, y es seguro que vibró en más de un momento con los himnos que los irlandeses ejecutaron con una precisión diabólica.
Por aquel entonces, Bono era 'sólo' un músico. Un vocalista y compositor personalísimo, con melena y cuerpo de alambre, que pensaba, y así lo manifestaba en entrevistas, que las buenas canciones podían transportarte al paraíso. Poco tiempo después se convirtió en otra cosa. En un mesías del rock con trazas de estrella del pop. Una figura archipopular y sumamente ambiciosa a la que recibían los máximos mandatarios del planeta y multimillonarios filántropos para emprender acciones conjuntas destinadas a erradicar las enfermedades y el hambre en el tercer mundo.
Pero aquella noche estival y festiva de hace tres décadas y media las aspiraciones de aquel muchacho de 27 años eran más modestas.'Tan sólo' pretendía que las miles de personas que lo aclamaban volaran, y vaya si volaron. Y él con ellas, con todos nosotros. Lo hizo de un modo literal, trepando igual que un mono por la estructura del escenario y cantando allí arriba, en el 'ático', como un superhéroe. Y también espiritual: en distintos momentos del concierto pudo verse su emoción, su éxtasis ante lo que se estaba viviendo, mientras decenas de banderas blancas y cientos de mecheros se obstinaban en desposeer a la noche de su condición de noche.
El minuto de oro llegó con 'With or without you', que eclosionó en los bises igual que un superlatido de emoción. El estadio entero retumbó como no lo había hecho en toda la noche, lo cual es decir mucho. Fue un terremoto. Recuerdo que me volví de forma instintiva para saborear aquel instante y que un decorado de manos, cabezas y lucecitas se detuvo ante mis ojos como un mural inabarcable. La vida, en esa fracción de segundo, se paralizó, sí. Luego, sin más, volvió a activarse. Lo hizo primero a cámara lenta –los brazos en alto y los rostros gesticulantes ralentizados–, hasta que alcanzó el ritmo real, el de la vida en marcha, y fue como si estuviéramos celebrando la salvación de la especie tras una catástrofe natural.
Aquella fue una noche desmelenada, luminosa, celebrante. Los católicos U2 propiciaron una epifanía coral, una revelación colectiva. Para los que éramos aún niños cuando en el 82 los Rolling Stones tocaron en el Vicente Calderón bajo la lluvia, en la que algunos denominaron la primera gran fiesta de nuestra democracia, los U2 del 87, los de mayor pureza, fueron nuestros Stones. Un lustro después de la gesta stoniana, los irlandeses les tomaron el testigo a los británicos y provocaron un cataclismo de dicha en el corazón del paseo de la Castellana.
Al cabo del concierto, la calle rezumaba vida. Miles de cuerpos calientes caminando en todas direcciones con la intención de alargar la fiesta y seguir escuchando a U2, aunque ya sin su mayestática presencia. Porque después de semejante experiencia irse a dormir era impensable, imposible.
El programa de televisión 'Informe Semanal' le dedicó unos días más tarde uno de sus codiciados reportajes al grupo y a ese concierto, lo que constata la importancia que tuvo aquel show.
Han pasado más de tres décadas, pero esa actuación sigue imborrable en la memoria. Está en lo más alto del podio por lo que fue y por lo que significó. Porque en aquella revolución de los sentidos no hubo nada más que música y júbilo. Más de 100.000 personas que se congregaron para celebrar la vida bajo una tormenta de rock. Más de 100.000 personas que nunca antes habían estado tan acompañadas, tan envueltas, tan implicadas. Unidas por una misma pulsión, por un mismo credo: el de la búsqueda de la iluminación a través de las emociones. ¿No es acaso eso el Paraíso en la Tierra?
En la edición anterior de esta misma serie de reportajes, el periodista y escritor Javier Menéndez Flores nos transportó al rocódromo madrileño para ver a David Bowie. Concretamente, a la noche del 12 de septiembre de 1990. Hasta allí se trasladó en su Ford Fiesta negro junto a una compañía de excepción: Tino Casal Y Fabio McNamara. También andaba por allí Pedro Almodóvar. Así lo vivieron: