Glamour y lujo son palabras que un buen conocedor del mundo del reloj asocia casi inmediatamente a la marca Chopard, una firma que a pesar de la excelencia en su fabricación y la precisión de su mecanismo siempre ha sabido mostrar en sus piezas esa leve excentricidad estética y boato que han llevado en su muñeca figuras de talla mundial, actores y actrices, monarcas de la apariencia. Los Chopard se han lucido en muñecas bien situadas en la empinada escalera social, desde la pasarela del festival de Cannes, cuyo logo rediseñó hace ya décadas, a la boda de algún príncipe europeo. Son inconfundibles. Relojes vampiro, bien golosos, que secuestran las retinas del que mira.
Te contamos cómo empieza la historia de esta marca de relojes.
Tenemos que viajar muchas décadas atrás, a 1860, año en el que un joven Louise Chopard, de apenas 24 años, da un golpe encima de la mesa y funda su primer taller de relojes especializado en cronómetros de bolsillo. El lugar elegido es Sonvilier, Suiza. No hay misterio alguno en esta secuencia, que muchas novelas y películas han drenado y explotado ya: joven hambriento de futuro sigue los consejos de su padre, un campesino de raigambre clásica que quizás quería para su hijo un futuro con las cartas sin marcar, lejos del asfixiante ambiente de provincias y esa vida de hechuras estrechas. Así aconseja a su hijo: haz relojes, y hazlos bien, el futuro está ahí. Lo dice por un motivo de peso: la tradición de la comarca apunta en esa dirección, ya que los labriegos de la zona complementaban sus ingresos bajos montando relojes, y es Chopard y su maestro relojero quien los recoge en cada casa y termina de ajustar en su taller.
El taller Chopard originario, aún lejos del éxito de la marca en mercados internacionales y su asociación con los conceptos de reloj de lujo y exclusividad para mujeres y hombres, todavía tarda unas décadas en ser del gusto de los hombres y mujeres devotos de lujo. El fundador tiene olfato: enseguida cae en la necesidad principal de sus clientes: requieren precisión, pero también el elemento distintivo estético, un cebo visual que los diferencie de todos los que lucen relojes aburridos como soles moribundos de muñeca.
Solo la intuición de su creador, tan visionaria, permite a una marca salir de sus miras estrechas para expandirse por todo el mundo. Cae el mercado de Suiza, donde cosecha un gran éxito, y más tarde los relojes Chopard emprenden la carrera por el primer lugar, por la absoluta distinción. Del taller de un pequeño pueblo de Suiza viajan en poco tiempo a la muñeca del Zar Nicolás II de Rusia, uno de sus clientes.
En ese momento, a la marca ya no se la conoce solo por la precisión de su mecanismo, sino que empieza a distinguirse de sus competidoras por el diseño espectacular de sus piezas. Al igual que sucede con los Rolex, uno de los pasos fundamentales para la expansión y conquista del mercado es obtener concesiones que te hagan asociar tu imagen al curso de la historia y de los eventos.
Tiempo después, Chopard pasa a ser el proveedor de relojes en empresas tan importantes como la compañía ferroviaria Suiza, y a estas alturas sus relojes ya se pasean con bastante éxito por países como Hungría o Polonia. Su reputación ya no es motivo de discusión ni de disputa alguna, y los distribuidores de países escandinavos toman la voz para pedirle a la marca una pieza del pastel y poder vender sus relojes por todo su territorio.
La sangre llama a la sangre, y solo otra visión endurece los muros y crea las escaleras en dirección a una expansión mayor de la marca. En 1915, el hijo de Chopard, Paul, abre una nueva sucursal en La-Chaux-de-Fonds, y no tarda en trasladar el cuartel general a Ginebra, selva de relojeros prestigiosos, que uno se imagina enfundados en trajes estrechos encorvados hasta el amanecer sobre una lupa gigante, que a su vez mira el infinito dentro del mecanismo de un reloj. Pero estos años son los más duros para la marca. Después de la posguerra, la empresa tiene dificultades, se desangra con solo cinco empleados, y Paul-Andre, ahora el nieto del fundador, piensa en vender. Esta vez, la sangre tiene otros planes: ninguno de sus hijos muestra amor por los relojes ni parece querer continuar el legado de la familia.
La clave en la historia de los relojes Chopard está en ese timing extremo que une la pena del último miembro de los Chopard, a punto de renunciar a la empresa, con Karl-Scheufele III, que entra en escena para salvarla. Karl era un relojero con una familia de larga tradición orfebre, un empresario que en la década de los 60 está buscando un proveedor de suministros relojeros para la empresa de su familia, ESZEHA, y se fija en las empresas suizas. Su candidato ideal tiene que estar por alguna parte, así que publica un anuncio en la prensa y desoye todas las opiniones favorables a los primeros. Ninguno le convence del todo, y, de hecho, está a punto de regresar a Alemania cuando por casualidad cita al último de la lista. Paul-André y Karl hacen buenas migas, y el trato queda cerrado.
El resto ya se conoce: son los Scheufeule los que expanden internacionalmente la marca en las siguientes décadas con un órdago fuerte hacia el diseño y la mezcla de sus relojes punteros para mujer y hombre con claves estéticas propias de la joyería y la fabricación de objetos de lujo. A día de hoy, Chopard sigue en manos de los herederos del imperio de Karl S. Son sus dos hijos los que gobiernan con mano de hierro una de las pocas empresas que han sabido hermanar a la perfección el diseño excéntrico y puntero de sus relojes y sus joyas con la precisión y la seguridad de tener en la muñeca un objeto digno de reyes y celebrities.