Hay un dicho anglosajón que reza “mi casa, mi castillo”. Esta alusión se refiere a que, de puertas para adentro, uno es la ley, nadie tiene derecho a decirnos cómo ser o qué hacer. La protección contra la arbitrariedad. Donde nadie te juzga. Donde el poder no entra. Pero, además de eso, tan liberal en su concepción, nuestro hogar también es la base para el desarrollo de nuestros derechos. Tiene una implicación social porque nos enraíza con un espacio físico, genera sentimiento de pertenencia a una comunidad. Donde uno vive marca también una parte de su identidad y determina su entorno.
Un urbanista especializado en temas sociales, Christian Torgersen, dijo en su momento que la vivienda es “el pilar tambaleante” del Estado de Bienestar. La razón es que al ser un bien netamente de mercado es complicado que sea asimilado a la educación, la sanidad o la seguridad social. Una casa es tan un bien de primera necesidad como un activo de ahorro. Por eso tiene dos caras y hacer políticas residenciales es tan complicado. Requiere mucho esfuerzo y concentración de capital con muchos actores, desde administradores públicos y promotores inmobiliarios a ciudadanos particulares.
España fue un país que ya desde la dictadura apostó por la tenencia de vivienda en propiedad. El famoso ministro franquista José Luis Arrese dijo que había que lograr “una España de propietarios, no de proletarios”. Ese legado ha seguido hasta hoy. En nuestro país el 74% de los españoles tienen vivienda en propiedad, bastante por encima de la media europea. Junto a ese modelo se está desarrollando una dinámica imparable de subida de precios, tanto en alquiler como en compra. Algo, por cierto, que pasa en toda Europa: en términos nominales la vivienda no ha dejado de crecer desde los años 90. Normal que este tema haya regresado al centro del debate.
Una cosa constatable es que hay importantes diferencias generacionales en el acceso a la vivienda. Aunque uno tienda a comprar/ alquilar cuando es joven, el mercado no ha sido igual siempre. Según los datos del Banco de España, en 1987 hacía falta (de media) 3.3 años de los ingresos íntegros de un hogar para pagar una vivienda. Hoy hace falta el 7.8, más del doble. Obviamente, la relación se produce porque el precio de la vivienda ha subido más rápido que los salarios y eso tiene claras implicaciones; la generación que compró en los años 80 y 90 ha podido acceder con más facilidad, en algunos casos incluso conseguir un pequeño patrimonio.
Por el contrario, los jóvenes lo tienen mucho más complicado. Sus bajos salarios no les permiten ahorrar lo suficiente para una entrada y se ha desplomado a la mitad las hipotecas jóvenes desde 2008. Además, aunque muchos de ellos se hayan pasado al alquiler, el problema es que estos también han subido de manera muy acusada, especialmente en las capitales de provincia donde van a la búsqueda de empleo. Ni pueden comprar, ni pueden evitar dejarse más de la mitad de su sueldo en un piso compartido.
Este problema tiene implicaciones en cascada. Sin duda para el crecimiento económico. Los jóvenes tienen menos posibilidades de buscar empleo fuera del “radio de acción” del hogar familiar, lo que limita sus oportunidades, pero también hace que haya un mercado laboral menos móvil y más disfuncional. Pero también tiene consecuencias en la igualdad de oportunidades. Por ejemplo, en la formación de familias. En las encuestas los jóvenes nos dicen que les gustaría tener dos hijos (de media), pero la tasa de fecundidad es de apenas 1.1 hijos por mujer. Ese desajuste tiene muchas razones, pero la tardía emancipación residencial es una.
Las familias intentan ayudar a los jóvenes en muchos casos. Aportan sus ahorros para la entrada en la vivienda de sus hijos o les hacen transferencias de renta directa para complementar sus bajos salarios. En algunos casos, especialmente en la costa del país, hasta les ceden sus segundas residencias para que puedan dejar de vivir con ellos. Sin embargo, estas soluciones son coyunturales y muy poco justas. La razón es evidente: no todos los jóvenes tienen las mismas oportunidades porque no todas las familias tienen los mismos recursos.
No existen varitas mágicas para las políticas de vivienda. Sin embargo, es indudable que las generaciones jóvenes lo van a tener mucho más difícil para tener un patrimonio autónomo del de sus padres, que, aunque empezaron peor que ellos, han tenido una progresión mucho más rápida. Por desgracia, para muchos jóvenes, poder emanciparse es hacer castillos en el aire.