Peinarse es algo que seguramente solo consigue hacerse a medias. Se trata de un acto siempre en marcha; nunca está acabado. Lo acecha una especie de gerundio perpetuo. Aun así, qué bonito es peinarse. La tentativa de hacerlo bien –a lo que es natural aspirar– dura toda la vida. Y total, para nada. Pensemos que muchas veces ya simplemente en despeinarse, para llevar un look descuidado, se te puede ir una hora sin enterarte. Entiendo que en su momento Trump dedujera impuestos por valor de setenta mil euros solo en peluquería, ya que, después de todo, su peinado se acuesta hacia atrás, a la par que se inclina hacia delante, y, en última instancia, se corona en vertical, como un helado de crema y nata. Imposible que algo así, ininteligible, pueda hacerlo uno mismo.
Peinarse acaba a menudo en un grito de socorro. Tú solo no puedes. Cada mañana, desde que va al colegio, peino a mi hija. Ahora tiene cinco años y algunos días tal vez sea la niña peor peinada del mundo, aunque el mundo tampoco es un lugar demasiado grande. «Muy mal, papá», me dice esas deplorables mañanas, cuando acabo y se mira al espejo. No lo dice disgustada, ni triste, ni frustrada. Qué va. Aún desconoce cuánto importa un peinado.
No quiero presumir, pero confieso que cualquier variante –pelo suelto, con pinzas, con diadema, en coleta, trenzado, con chicho– se me da mal. Ciertos días, al cepillarla, incluso la hago llorar. Sueño con el día que le diga: "Péinate tu sola, pequeña, sé feliz". Al fin y al cabo, hace tres meses, ya se cortó ella misma la melena, mientras yo leía en la terraza, sin prestarle la menor atención. Fue uno de esos momentos catastróficos, no graves, que se dan cada poco en las familias.
Tardé un día entero en advertir lo que había pasado. "Esta niña está rara", pensaba, pero no sabía por qué. Hasta que caí en la cuenta de que tenía algo parecido a un flequillo. Me asomé a su papelera, siguiendo una corazonada, y descubrí ocultos largos mechones de pelo.
Se destapó una crisis en casa que se zanjó con un "Vamos a la peluquería, ya". Quién sabe si esa tarde empezó a aprender que nunca hay que despreciar un peinado con el argumento de que solo es pelo, y que da igual si crece. Están demasiadas cosas en juego. No es un decorado, ni un trámite. A lo mejor el peinado está a la altura de las grandes creaciones del ser humano. Hasta Keith Richards lo vio clarísimo en su día: "El pelo –dijo– es una de esas insignificancias en las que nadie piensa, pero que cambian culturas enteras".
Hace algunos años, me pasé a buscar a un amigo por su casa, para después salir a cenar. Esperé tres cuartos de hora a que se peinase como quería. Entretanto, vi un telediario completo y bebí cuatro cervezas. De vez en cuando le gritaba "¡Acaba ya!". Mi amigo tenía pelazo y lo amaba. Usaba espuma y creía que había una posición exacta en el universo para cada pelo.
Esa idea conducía inevitablemente a la melancolía. Por supuesto, no consiguió peinarse del todo como deseaba. A saber qué forma era esa. Simplemente, miró con horror el reloj –llegábamos tardísimo al restaurante– y ahí lo dejó, como el que renuncia a la agradable sensación de vivir a la última, y se conforma con la penúltima. Cuando salió del baño, frustrado, dijo bromeando "Ojalá fuese calvo", con sonrisa de mala persona, pues en último término sabía que el pelo es algo sagrado, que jamás deseas perder, y que cuando se va de vez en cuando sueñas que crece de nuevo. Sin embargo, la frase no pasó en balde.
Transcurrieron siete años y cambiaron los tiempos. En cierto sentido, el falso deseo de mi amigo se quedó flotando en el aire, lleno de paciencia. "Por qué tuve que decir aquello. Me cavé la tumba yo mismo", se lamenta algunas veces ahora, casi calvo, mientras poco a poco olvida qué bonito y triste es peinarse.