Julio César y Marco Antonio también se echaban cremas: los ungüentos que usaban los hombres en Roma y que aún puedes probar

  • Los antiguos romanos también eran sostenibles y practicaban el reciclaje: orina para lavar la ropa y lavarse los dientes,

Más de 2.000 años después, apenas hemos inventado nada. En la antigua Roma, el ciudadano de a pie gustaba de ser coqueto, y la impronta masculina no se limitaba tan solo a lucir los peinados y la barba que dictaba la moda (la que marcaban los emperadores), sino que era habitual, durante el Imperio, el uso de perfumes, tintes e, incluso, de lunares postizos de tela, denominados 'splentia lunata'.

Huevos de cuervo para mantener el color del cabello

En el caso de los varones, el uso de tintes iba encaminado a rejuvenecer a los caballeros de pelo blanco, aunque, evidentemente, el tinte no era siempre la mejor solución y, a veces, el resultado no era el esperado. Eliano, en su tratado Historia de los animales, refleja que los romanos utilizaban huevos de cuervo para eliminar las canas y ennegrecer los cabellos: "Quien adultera así su cabellera debe llenarse la boca de aceite y mantenerla bien cerrada; si no, al mismo tiempo que el pelo, se le vuelven negros los dientes, y es muy difícil que recuperen su blancura".

Antes de la conquista de la Galia por Julio César (año 51 AC), los tonos caoba o pelirrojos eran los más comunes, pero después las clases altas comenzaron a preferir los tonos rubios. Para poder conseguir estos colores de cabello, los romanos se teñían con vinagre, azafrán y polvo de oro. También comenzó a extenderse el uso de excrementos de paloma, de jabón cáustico para decolorar el pelo y grasa de cabra.

Hasta el siglo II el pelo se llevaba muy corto e incluso rapado. La barba rasurada por completo, ya que era obligatorio, pero fue gracias a Adriano (76-138) y la moda de la Grecia oriental que comenzó a hacerse común el uso de barba. Se dice que este emperador se dejaba crecer la barba porque una fea cicatriz y venas azuladas afeaban su rostro por lo que, la mejor manera de esconderlo, era poner de moda la barba.

Para depilarse, los romanos utilizaban, entre otros métodos, ceniza caliente de cáscara de nuez. Quien podía permitírselo disponía de barbero propio que le rasuraba y acicalaba en su propia casa. Quienes no lo hacían así iban a las barberías públicas ('tonstrinae').

En la antigua Roma, el cabello era símbolo de poder y de juventud, por lo que utilizaban todo tipo de trucos para ocultar la calvicie como peinarse el pelo de atrás hacia delante, una costumbre que se sigue empleando en la actualidad. Aquellos que ya habían perdido el pelo solían utilizar pelucas que se hacían con el pelo natural de esclavos.

Con la llegada del Imperio, a primera hora de la mañana, nada más levantarse, el aseo, tanto de los hombres como de las mujeres, consistía en adecentarse la cara y las manos con agua. Tal y como lo seguimos haciendo más de dos mil años después.

Metrosexuales en Roma

Junto al cabello, la venta de cosmética en Roma era un negocio en toda regla. Tanto para la mujer como para el hombre romanos llegó a convertirse en una auténtica obsesión. Hace más de 2.000 años también existían metrosexuales. Utilizaban a menudo la lanolina como ungüento facial, una sustancia grasa de color amarillo que se obtiene de la lana del cordero o de los caballos. En nuestros días, esta sustancia también se emplea en cosmética y en la industria farmacéutica.

Para blanquear la piel usaban elementos blancos como creta o cerussa y sustancias rojas y comino para los tonos rosados. Los hombres romanos no solo se maquillaban la cara, también se echaban polvos en el escote y los brazos con el fin de unificar el tono de la piel. Elementos naturales como la rosa, jazmín y limón eran frecuentes para tonificar la piel; y aceite de oliva, agua de rosas y cera de abeja para combatir las 'odiosas' patas de gallo. Las arrugas menores se disfrazaban con polvo de harina y conchas de caracoles.

¿Y para oler bien?

El aroma favorito de los romanos era el crocimus, una mezcla de azafrán, junco, láudano y estoraque. También tenía mucho éxito el rhodinium, realizado básicamente con rosas. Aquellos ungüentos eran muy utilizados durante la época imperial y con ellos se perfumaban telas que se dejaban caer desde el techo o alas de palomas que se soltaban durante los banquetes para que esparcieran la fragancia durante su vuelo.

El aseo personal también tenía su miga. Para lavarse, los romanos no usaban jabón y preferían, como los griegos, ungirse con aceite de oliva, que luego se quitaban con ayuda del estrígil (rascadera de metal). La gente se adecentaba cada día los brazos y las piernas de la suciedad que había contraído en el trabajo; en cambio se lavaba todo el cuerpo solo los días de mercado; es decir, cada ocho días (Séneca, Cartas 86).

¿Y para los olores menos buenos?

Para la evacuación de sus necesidades fisiológicas, los romanos empleaban las letrinas, que eran de uso público. Contaban con unas características higiénicas muy avanzadas para su época, ya que disponían de una corriente interna de agua que mantenía el lugar perfectamente drenado de residuos y de malos olores. Solo las domus de los nobles disponían de agua corriente y de algo parecido a un baño (lavatrina) que también incluía retrete. Según la Notitia regionum, catálogo de comienzos del siglo IV que recoge los edificios y los puntos destacados de la ciudad, Roma tenía por entonces 144 letrinae públicas. A finales de siglo, la cantidad subió casi a mil. Su nivel de técnica e implantación no volvió a alcanzarse en Europa hasta el siglo XIX.

La limpieza de las letrinas públicas se conseguía gracias al agua procedente de los acueductos, que mantenían constante el flujo del chorro por las instalaciones, hasta que iba a parar a las alcantarillas y al río Tíber. Pero no todo el mundo mantenía una adecuada higiene. Los romanos más cívicos vertían las heces de sus orinales en las tinajas; los más incivilizados las arrojaban directamente a la calle.

Aparte de la higiene corporal, desde el Estado se instaba a los romanos de a pie a mantener cierta limpieza en sus casas y en su entorno, ya que en ocasiones la suciedad y el consiguiente hedor inundaban las calles. El Digesto de Justiano en el siglo VI obligaba a los romanos a "limpiar de porquería los canales de desagüe delante de sus casas para que los vehículos pudiesen transitar. No permitan tampoco ni peleas en la calle ni que se tiren o arrojen excrementos, ni que se tiren cadáveres ni pieles de animales. Al que viva en el edificio desde el que se arroje o vierta algo al lugar por el que pase caminando la gente le pondré una multa equivalente al daño que cause o provoque".

Orina para lavar la ropa

El ingenio de los romanos les llevó a aprovechar parte de sus residuos corporales en beneficio propio. Así, el amoníaco de la orina obtenida en las letrinas era considerado fundamental para el lavado de la ropa. A lo largo y ancho de las calles de Roma se diseminaban recipientes situados justo en la puerta de una fullonica, una lavandería, donde la orina se utilizaba como detergente. Dos empleados de la fullonica, los fullones, recogían la vasija con su pesada carga y la llevaban a un patio trasero donde había media docena más de recipientes similares. Había que dejar 'reposar' la orina hasta que el proceso de descomposición la convirtiera en amoniaco (NH3), una sustancia conocida por su aroma astringente que aún se utiliza en gran cantidad de fármacos y productos de limpieza. Después de unos días, el líquido resultante se mezclaba con agua para lavar tanto los ropajes de algunos nobles como prendas nuevas recién llegadas de la fábrica.

El trabajo de lavado se hacía a mano, o mejor dicho a pie, pues los fullones empleaban las piernas para agitar o revolver las prendas dentro de unas tinajas, algo que el filósofo Séneca describió como el saltus fullonicus, y que recuerda el ritual de aplastado de las uvas para hacer vino. Con posterioridad, las prendas recibían un buen enjuague para eliminar cualquier mal olor y eran colgadas en un lugar abierto para que les diera el aire.

Pasta dental también de orina

Pese a su utilidad, el literato Catulo se burlaba de la sonrisa deslumbrante de un rival, que atribuía a la costumbre hispana de lavarse los dientes con orina. Los orines más apreciados para la higiene dental eran los que procedían de Hispania, que se envasaban en ánforas precintadas y se trasladaban en barco hasta Roma. Los dentífricos en Roma eran pintorescos: harina de cebada con sal y miel o jugo de calabaza adobado con vinagre caliente. El que quería robustecer y abrillantar su dientes podía masticar raíces de anémonas o de asfodelo u hojas de laurel, pero lo más efectivo era enjuagárselo tres veces al año con sangre de tortuga.

Algo tan habitual como el mal aliento, que estaba motivado por una dieta pobre y una higiene dental todavía peor, creían los romanos que se eliminaba llevando una moneda en la boca, como hacían los griegos, lo que daba a su aliento un dejo metálico. La halitosis también se atribuía a malas conductas sexuales.

Para no pasar frío

El atuendo romano por antonomasia era la toga, convertida en la prenda formal de los ciudadanos y que les permitía distinguirse de los extranjeros y de los esclavos. Cuando hacía mucho frío, los romanos vestían dos o tres túnicas. La más próxima al cuerpo se llamaba subucula, y las otras se denominaban intusium o supparus. El emperador Octavio Augusto (63 a.C.-14 d.C.) tenía fama de ser muy friolero y solía llevar hasta cuatro túnicas en invierno.

La ropa interior no era habitual, aunque se utilizaban unas vendas para abrigar las piernas (fasciae), semejantes a las actuales polainas. Esta se usó mientras la toga fue el único vestido. El subligar, campestre o cinctus era una especie de calzón blanco, utilizado más tarde solo por los cómicos, los atletas y los campesinos. Era el taparrabos familiar para nosotros con el que aparecen los gladiadores en las pinturas.

Aunque pueda parecer sorprendente, lo cierto que los romanos echaron mano de la cirugía estética alguna vez que otra. Los hombres de aquella época odiaban profundamente las marcas (estaban considerados signos de debilidad tras una batalla o un castigo) y se sometían a operaciones para eliminar las de la espalda. También eran habituales las operaciones de ojos, dentadura y labios. Para la dentadura tenían piezas de hueso o marfil que podían sustituir a los dientes originales.