Hubo un tiempo en que solo los más avezados conocían el nombre del cocinero de su restaurante favorito. Porque hubo un tiempo en el que ir a comer a un restaurante era un ejercicio limitado para la mayoría de las familias españolas algún domingo puntual y días de fiestas de guardar. Además, el patrón familiar era constante. Se solía variar poco de establecimiento. Si me apuran, incluso se variaba poco incluso de menú: la cocina española era clásica hasta para eso. Y las familias españolas disponían de una renta discreta que no les permitía grandes alardes.
El cocinero, era entonces, alguien abnegado, pegado a los fogones, con un ojo en la parrilla y otro en el pase; perito en cuadrar las recetas y apurar las compras; expertos en salsas y fondos, currantes de sol a sol espumadera en mano y domadores de pinches. Lo que venía siendo un cocinero de toda la vida.
El éxito de la nueva cocina vasca – a partir de 1976- mantuvo a los cocineros en un perfil similar al de siempre. El éxito no los turbó en exceso. Arzak, Subijana, Arguiñano, Martín Berasategui, Luis Irízar o Hilario Arbelaitz, Juan José Castillo, Ramón Roteta, Zapirain, Iza, Arguinzoniz y otros, y más tarde los David de Jorge, Eneko Atxa o Aduritz. Sus nombres empezaron a ser conocidos, participaban en programas de televisión y radio, pero su naturaleza de cocineros se superponía a cualquier otra condición.
Los pioneros, de la mano de Paul Bocusse, actualizaron y revolucionaron para siempre la cocina vasca con tres mandamientos impecables: “Hacer los platos tal y como son, sin ninguna degeneración; recuperar recetas perdidas; y crear nuevos platos con productos de proximidad”, dicho y hecho. Los sukaldaris (cocineros) abrieron la puerta a un futuro gastronómico prometedor para toda España y lo hicieron con el hándicap de que la vasca ya era una cocina de excelencia, reconocida y querida por sus ciudadanos y debieron conquistar territorios complicados y no siempre entendidos y aplaudidos. Pero, en cualquier caso, tras aquel ochomil, el cocinero seguía ahí, donde se intuía que estaba un cocinero.
Con Ferrán Adriá todo cambió. A las excelencias gastronómicas, creativas, innovadoras, rupturistas e investigadoras de Adriá, a la invención de un nuevo concepto con lenguaje propio, se añadió una condición de estrella de la que hasta ese momento no disfrutaban los chefs. Los estrellatos siempre traen cosas buenas, regulares y muy malas. Sobre todo, porque son pocos los elegidos pero muchos los aspirantes.
Pocas veces una disciplina se ha visto tan desbordada por émulos que pretendían subir al monte Olimpo llamados exclusivamente por la idea de la celebridad. Gentes sin conocimiento, talento, capacidades ni experiencia, pero cargados de autocomplacencia y adornados por la impostura se encalomaron al bullismo imperante y empezaron a deformar el vasto universo gastronómico español, donde no encontrará dos piezas iguales.
Con todo, la ola de Adriá, además de a los imitadores de todo a cien, trajo beneficios impagables a la gastronomía española, que se convirtió en la referencia mundial, con implicaciones políticas económicas y sociales. Aun hoy, veinte años después de la portada de The New York times magazine en el que un cariacontecido Adriá posa sobre el titular que reza: “Cómo España se convirtió en la nueva Francia”, la cocina española sigue jugando las grandes ligas y una nueva generación de cocineros están ente los elegidos del planeta.
Tras Adriá fue incorporándose a la cocina española una generación de cocineros aun hoy en liza que está marcando su propia época. Una generación por acumulación, por capas, generacionalmente diferenciados pero formando parte de un mismo universo. Dacosta, Joan Roca, Ángel León, Carme Ruscalleda, Jordi Cruz, Dabiz Muñoz, Dani García, Paco Roncero, Oriol Castro, Ricard Camarena, Paco Morales, Diego Guerrero etc.
Hay una tendencia a dejar fuera de las relaciones a Santi Santamaría (cinco estrellas Michelin), que queda como mal encajado entre los chefs vascos, la irrupción de Adriá- con quien mantuvo diatribas relevantes sobre la esencia del acto de cocinar- y la generación posterior. Santamaría fue un cocinerazo marcado por la polémica más que por su cocina, injusta y estúpidamente. Pero fue, de hecho, quien en La cocina al desnudo (Premio de hoy) encendió la chispa que calentó el universo gastronómico.
Cuando los restaurantes imitaban a El Bulli -como si fuera posible-, las esferificaciones, los humos y espumas más absurdas y mal ejecutadas se abrían paso en cualquier tugurio con ínfulas y los jóvenes querían ser cocineros en vez de futbolistas, Santamaria se alineó con Andy Warhol: “En el futuro, la gente escogerá los restaurantes en función del espacio y la decoración o por los motivos temáticos más que por la cocina en sí” y en un Madrid fusión inolvidable denunció que los congresos gastronómicos eran lugares donde tomar copas y un sitio de solaz y esparcimiento para que los cocineros se dieran palmaditas en las espaldas mientras la cocina rápida se abría paso en los hogares. Eso dijo.
El asunto es que desde hace años los cocineros mudaron la piel y entraron finalmente en la celebridad posmoderna. Pero no seamos injustos: no debería olvidarse que durante la crisis de 2008 las tres actividades que con más pujanza hablaban de una España hundida en el lodo del ladrillo eran el deporte: “soy español, a qué quieres que te gane” lucía el lema popular en las camisetas; la ingeniería española, que asumía proyectos titánicos en todo el mundo; y la gastronomía, ese mascarón de proa de la modernidad hispana. Pero todo es, sin dudas, una cuestión de equilibrio.
Los cocineros que ve usted en la tele, anunciando mil productos pasan muchas horas en su cocina haciendo fondos. No es oro todo lo que reluce, pero es cierto que su financiación está hoy más repartida, procedente de más fuentes y aprovechan su tirón mediático. El dinero no se hace solo vendiendo menús. Esa realidad -publicidad, radio, tele, congresos, conferencias, libros, asesoramientos internacionales etc…- abrió un nuevo debate porque muchos aficionados se frustran al ir a cenar a determinados restaurantes donde no encuentran al cocinero. Porque claro, a estas alturas, todo el mundo conoce ya al cocinero del restaurante y quiere tocarlo y hacerse un selfie con él.
Ocurre que hay una nueva generación que pisa fuerte y que se está incorporando a la gastronomía española con determinación y éxito. Y sucede que han profundizado individualmente hasta componer un fresco colectivo en la gastronomía, sus exigencias y responsabilidades. Y vienen con otra mentalidad. Estamos ante la tercera generación consecutiva de cocineros españoles llamados a mantener el prestigio y el nivel de nuestros fogones. Pero lo harán a su manera, con su personalidad propia y su discurso, que es hijo de su tiempo.
Entre los nuevos cocineros -y muchas cocineras- podemos citar a Lucía Freitas (Santiago de Compostela), Samy Alí (Madrid), Macarena de Castro (Mallorca), Vicky Sevilla (Sagunto), Edorta Lamo (Álava), Alberto Montes Pedrería (Cáceres, segundo chef de Atrio), Jaume Marambio (Barcelona), Israel Ramos (Mantua), Aitor López (Barcelona), Juan Luis Fernández (Jerez), Juan Viu (Cádiz), Aitor Sua (Madrid); Sara Peral y Jorge Muñoz (Madrid), Juan Monteagudo (Albacete), Alba Estévez (Alicante) o Nando Cháfer (Valencia), entre otros muchos. Generacionalmente y desde el punto de vista de los valores conectan con Muñoz, Atxa, León o Guerrero, pero es una generación que viene con sus propios códigos marcados a fuego.
Básicamente las reglas son dos: sostenibilidad medioambiental y sostenibilidad laboral. Esta generación es un mix de cocineros bien formados, con pluses de ambientalistas, filósofos, aplicados estudiosos con un ojo en las fuentes tradicionales y el otro en el futuro; y sobre todo con una conciencia social fuerte. Posiblemente sea una generación más ajena al estrellato -por filosofía les interesa menos- y mucho más comprometida con el planeta y con sus propios trabajadores.
Les interesa su entorno, creen profundamente en que sin respeto a la naturaleza no hay ni cocina ni futuro y eso incluye trabajar con productos de temporada pero también el aprovechamiento de las piezas íntegras, con el mínimo impacto en su elaboración y en la gestión de los residuos: su ciclo es mucho más completo que en las cocinas actuales. Creen en el colaboracionismo y el colectivismo, se sienten parte de algo nuevo más cercano a la sociedad y asumen su papel en la aceptación de los desafíos que les toca enfrentar.
Samy Alí, un cocinero de madre madrileña y padre sudanés que dejó su estrella Michelin para abrir un puesto en un mercado de Madrid, es un buen ejemplo. En sus declaraciones siempre habla contra la egolatría y apela a la humildad como motor de grandes cambios en la alta cocina.
A esta generación no le encaja ni de lejos un esquema en el que el personal se convierte en rehenes de su sueldo, donde se encadenan jornadas de 16 horas y los derechos laborales se convierten en un sueño de verano. La gallega Lucía Freitas aboga por menús que sean factibles sin esclavizar el personal: “Para mí es más importante el equipo que el cliente”, dijo recientemente en una entrevista.
Vienen pisando fuerte y reclaman conciencia, sostenibilidad, conciliación, solidaridad, igualdad, derechos y una cocina rica pero posible, que se adapte a un mundo con derechos, familias y horarios. No les gusta el ego y demandan un nuevo papel para el cocinero de este siglo y para la industria agroalimentaria, a la que quieren implicar en el gran cambio. En la escena internacional otros muchos como José Andrés, Mauro Colagreco, Leonor Espinosa, Josh Niland, Matt Jozwiak o Karim Abensur (la peruana referente de las mujeres pescadoras), entre otros muchos, sostienen proyectos sociales, de desarrollo local, de sostenibilidad y aprovechamiento de recursos por todo el mundo.
La cocina de las próximas décadas será más comprometida, realmente sostenible y con conciencia. Así lo ha decidido una generación de chefs jóvenes que han optado y prefieren cambiar el planeta a la celebridad, los derechos laborales a las cartas hiperelaboradas que requieren 14 horas de trabajo, y que creen firmemente que la gastronomía puede hacer mucho y bien en pos de la solidaridad entre personas.