Los últimos ultramarinos: entre olas, cacao y arenques
El siglo XXI está contando los días de las tiendas más singulares que ha tenido nuestro país
Esos colmados donde se despachaban por primera vez los productos exóticos llegados de América
Los ultramarinos eran tiendas generalmente humildes en las que empujaba toda la familia
Un ultramarinos es un resto descatalogado de otro siglo anclado en el trajín de la ciudad moderna. Y es, por lo tanto, oasis y tabla de náufragos, refugio y escondite. Es memoria de generaciones, soporte vital del barrio y sancta sanctorum de los parroquianos empadronados en tan nobles lugares. A muchos les llega allí el correo ordinario, los avisos de decesos y el impuesto de circulación, es el sitio donde reciben con una copa en la mano a sus acreedores, el mundo finito con fronteras invisible donde no rige Schengen, el destino de la esposa iracunda al final del día que encuentra a su media costilla cada noche allí en perfecto estado de revista.
Es esa extensión de la casa donde muchos tienen domiciliada la nómina, a salvo de malgastarla en obligaciones absurdas e improductivas ajenas al local. Por eso un ultramarinos es la patria más chica de todas las patrias, la bandera de tu propio puerto y la baliza que te orienta en la oscuridad.
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Aparadores de caoba
El propietario, sabio y con mil singladuras marcadas con muescas en su aparador de madera de caoba, palisandro o ébano con requiebros isabelinos, tiene salvoconducto de los dioses profanos y salva más almas que el Vaticano. Dar de abrevar al prójimo, dice su religión sin catecismo. Un ultramarinos es un galeón que se bambolea entre las olas, aunque usted llegue a creer torcidamente que es el efecto pernicioso de las dos medias limetas de vino que se ha encajado. Las antiguas tiendas de coloniales son monumentos nacionales sin que nadie los haya designado y son, por aclamación coral, popular y unánime, monumentos emocionales para quienes los frecuentan y llevan tatuada en el alma su geografía de mármol, madera vieja y fotos ajadas.
Se venden productos de ultramar
Ultramarinos es una palabra preciosa, evocadora. Nos habla del mar y de lo que hay al otro lado del charco. Nos trae aromas, colores, emociones. Encierra la promesa de aventuras. Aunque no se vean, en un ultramarinos hay barcos, faros, naufragios. Hay nostalgia. Es la promesa de lo que está más allá. Por eso su origen está muy ligado a las ciudades portuarias como Cádiz, Barcelona, Sevilla, Cartagena, Santander, La Coruña o Ferrol. Su nombre lo explica: durante el siglo XIX y el XX los ultramarinos eran el único sitio donde se podían adquirir los productos llegados de ultramar, de las colonias.
Productos exóticos como el café, el cacao, especias desconocidas, tabaco, productos perecederos conservados en aceites y vinagres. Con el tiempo entraría el bacalao seco, las sardinas y los arenques ahumados y salados expuestos en el mostrador en los tabales de madera. Aquellos establecimientos adquirían un cruce de aromas que lo impregnaban con un olor peculiar: rancio, amaderado, olían a canela y legumbres en sacos de arpillera, a habano prendido y a los efluvios del vino que rezumaban las duelas de las botas.
La mecedora de rejilla en la trastienda
Nunca fueron negocios de lujo. Eran tiendas generalmente humildes en las que empujaba toda la familia. Sus anaqueles repletos de conservas, los mármoles blancos gastados, las estanterías de madera tallada, los techos con rosetones decorativos y alguna mecedora de rejilla en la trastienda para el cabeceo, han convertido a los pocos que van resistiendo en la nobleza de la venta al por menor. Un testigo noble de otro tiempo entre supermercados alienantes y clónicos con su comida precocinada, sus reflectores blancos y su pan industrial. Un ultramarinos es un universo que solo gira sobre sí mismo. No admiten réplicas, cada uno con su identidad, iguales pero diferentes.
Abacerías, tiendas de abarrotes o misceláneas, ramos generales
Abacerías, abastos, tiendas del desavío, colmados o mantequerías (la mantequilla fue durante una buena parte del siglo XX un signo de estatus social), como prefieran llamarlos, esos fueron los establecimientos desde los que se impulsaron nuevos hábitos de consumo en España ligados a los nuevos productos americanos. En todo Latinoamérica tienen sus pares. Suelen llamarse tiendas de abarrotes en México y en general en casi toda Centroamérica; tiendita o tienda de misceláneas en Costa Rica. En Perú, Cuba o Venezuela suelen conocerse como bodegas. Pulpería en Honduras. Incluso en Puerto Rico, estado libre asociado a Estados Unidos, se emplea un término turbador: grosería, que en realidad es una derivación del grocery store (tienda de comestibles) anglosajón. Ramos generales, una hermosura del habla española, en Argentina; o tiendita en Colombia, como aquella de Arataca a donde la United Fruit Company llevaba los pargos congelados que inspiraron el comienzo de Cien años de Soledad, junto a las aceitunas griegas, los jamones gallegos y las manzanas de California.
Especialización, calidad y servicio para sobrevivir
Los ultramarinos han ido cayendo como caen las ramas secas de un árbol viejo falto de riego y de atención. Las cadenas de supermercados fueron violentando el espacio de los antiguos colmados, especializados en todo. Las grandes cadenas no pudieron sustituir ni el trato personal ni el fiado al cliente de confianza, pero el progreso en ese sentido es inexorable. Los que quedan hoy son obras de arte y de convivencia. La mayoría dispone ya de zonas parceladas o pequeñas barras donde es posible tomar una copa y degustar algunas de las delicias de la casa. Sobreviven gracias a una ultraespecialización, por lo general con productos gourmet. Son una apuesta a la calidad y los clientes siguen encontrando en la figura del propietario, que suele mantener su bata larga azul o parda, a alguien que conoce cada producto, el origen, sus virtudes y además aconseja con sumo gusto. La mayoría conserva sus elementos ornamentales originales y en gran parte la atmósfera original.
Alguien debería tener el buen gusto de organizar La vuelta a España en 20 ultramarinos. Aquí van algunas pistas. Algunos más antiguos que otros, unos sin barra y otros con ella, pequeños y grandes. Pero son todos los que están.
- Colmado Quílez, Barcelona (1908). De la Familia Vilaseca a la familia Quílez y de ahí al Grupo Lafuente. 4.000 referencias de alimentación, once dependientes y una fachada de 40 metros. Un templo. (En Barcelona, también Casa Gispert, Lasierra; o Murria, de 1898, el año de la pérdida de las colonias, de estilo modernista: una delicadeza)
- La confianza, Huesca (1871). Pasa por ser uno de los más antiguos de España y está declarado patrimonio comercial de la humanidad. Cuando abrió vendía sedas, encajes y porcelanas. Incorporó con el tiempo el café, los chocolates y los ahumados. Hoy es también bodega, incluyendo un pequeño y apacible comedor. Un espectáculo y una preciosidad perfectamente conservado.
- Ultramarinos Gregorio Martín, Bilbao (1835). José María Gurtubay comenzó a trabajar con bacalao de Noruega, Escocia e Islandia. Hoy ofrecen calidad top en todos sus productos: quesos, legumbres, embutidos, conservas, condimentos o chocolates. Trazabilidad de producto y precio. (En Bilbao, también Delicatesen López Oleaga).
- El riojano, A Coruña (1896). Un clásico: vende bacalao de las Islas Feroe, quesos y licores gallegos, verduras a granel y vendía las gominolas a los cines de la ciudad. Un lugar de otro tiempo.
- Veedor, Cádiz (1856): Empezó siendo tienda de comestibles hasta evolucionar a “tienda de comestibles y refino”. Desde los años setenta y hasta hace poco lo regentó Paco Chicón, quien acaba de fallecer. Ultramarinos y larga barra de bar con especialidades en el casco antiguo de Cádiz. (En Cádiz, también La cepa gallega o Casa Manteca, ambos hoy prácticamente consagrados a servicio de taberna)
- Mantequería Andrés, Madrid (1870). Un dependiente llagado desde Cuenca, Andrés de las Heras, se quedó el negocio tras la muerte del propietario. Hoy es un lugar de referencia ligado a la calidad. Conservas, vinos, charcutería selecta, legumbres, dulces regionales. (En Madrid, también Mantequerías Bravo: una cumbre de la calidad y la variedad; El Cangrejero, que traía cangrejos y quisquillas y hoy tira la mejor cerveza de Madrid entre conservas), Charcutería Octavio, de los años 70: no hay nada que no encuentre allí)
- Casa Montal, Zaragoza (1919), un referente nacional de la alimentación. Lo regenta ya la cuarta generación de la familia. Además de productos de primera y una de las bodegas mejor surtidas de Europa, ofrecen platos preparados. Tienen restaurante y una despensa gourmet. El edificio es un palacio renacentista del siglo XV. (En Zaragoza, también Hermanos Bermejo)
- Las Teresas, Sevilla (1870), fue en su origen tienda de ultramarinos, después fue bodega y desde los años setenta, aunque conserva ese aroma clásico, es un bar en el que sirven un jamón canónico y unos quesos de aúpa. (En Sevilla, también Ultramarinos Alonso, de 1935; y Casa Moreno, más contemporáneo, pero con sabor antiguo o Casa Palacios)
- Ultramarinos Carro, Santiago de Compostela (1880), cuando abrieron traían productos de Astorga. En la actualidad, son fuertes en licores, vinos, dulces y quesos. (En Santiago también Cepeda, que vende la mezcla de las especias para los callos. Llegó a tener fábrica de chocolate propia)
- Zoilo, Malaga (1950), algo más contemporáneo pero muy interesante: productos típicos malagueños, salchichón de Málaga, chorizo de Ronda, quesos de la zona, vinos dulces, borrachuelos y tortas de algarrobo y almendra. Tienen, en su fecha, los célebres mantecados de La perla de Antequera.
Quien le puso voz y música honrando a estos templos fue Javier Ruibal con sus tanguillos chicucos. Así se llaman en Cádiz a los propietarios y/o dependientes de los ultramarinos, que procedían de Cantabria. Llegaron a dominar la venta al por menor en la ciudad y, como la colonia gallega, más entregada a la hostelería y de forma especial a los freidores de pescado, nunca perdían el arraigo con su tierra de origen. Llegaban a Cádiz siendo chavales y con una mano delante y otra detrás. Los avalaba la promesa del propietario del negocio de ampararlos, alojarlos, mantenerlos y enseñarles el oficio hasta que prosperaban. Una investigación de los técnicos del Archivo Provincial de Cádiz revela que la correspondencia comercial entre muchos de estos establecimientos con proveedores de Hamburgo, Manila, Londres, Nueva York o Suecia se establecía con familias de origen en los pueblos cántabros de Villapresente, Cerrazo, Vispieres, Lloredo o Torrelavega.
Ruibal lo clavó. “Atento porque te habla el rey del ultramarino/
yo le vendo al que tiene pasta, pero le fío al que está canino”, una declaración de intenciones mientras enseñaba el género: “Soy el príncipe del arenque, el bacalao y la alubia fina/tengo un fino y un aguardiente que la gente se arremolina/
la canela y el té a la menta y la pimienta del Camerún/ las ciruelas de Damasco, te vendo en frasco mormo de atún”. Para rematar con nostalgia: “y el colmao que era un ateneo y daba vida a la población/se murió porque justo al lao de mi tiendita modesta/ se instaló un supermercao / y ahí se acabó la fiesta/ con el envase al vacío se perdió el papel de estraza/ el jaleo y el mujerío y el dulce de calabaza”. Y se hizo el silencio.